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El desconocido religioso Pelayo Galván, un obispo enviado a Tierra Santa por el papa Honorio III, tomó la ciudad egipcia en 1219
Las referencias bibliográficas a Pelayo Galván son casi más escasas que la ingente cantidad de nombres por los que ha pasado a la historia. Según la crónica a la que se acuda, esta, esa, aquella o la de más allá, se le puede encontrar como Pelagio Calvani, Gaitán y hasta Paio Galvao. Y les prometo que son solo un puñado de ejemplos. Su historia, a cambio, es igual de heroica en todos los idiomas, dialectos y jergas. Este leonés fue legado papal en el siglo XIII, se convirtió en la cabeza religiosa de la Quinta Cruzada y lideró la conquista del puerto egipcio de Damietta –clave para la consecución de los objetivos de la Santa Cruz– en 1219.
Sin embargo, al bueno de Galván no le bastó con recorrerse Oriente Medio y entregar Damietta al papa Honorio III y a los caballeros cruzados para lograr que su nombre fuese recordado ocho siglos después. Créanlo. Sea porque su vida atesora más oscuros que claros –se pone en duda hasta el país en el que fue alumbrado–, sea porque era un hombre de mundo que se conocía la vieja Europa de extremo a extremo –lo que ha difuminado su figura–, la misión que acometió en la Quinta Cruzada se asfixia bajo la pila de héroes patrios que combatieron en la Península Ibérica contra los musulmanes. Una torre enorme, todo sea dicho.
Juventud y dudas
Pero vayamos por partes. Cuentan Navarrete y otros tantos historiadores que siguen su estela que Pelayo Galván era «natural de la provincia de León, en España, o de alguno de los pueblos vecinos». Esta teoría la sostienen hoy autores como Antonio García en su obra ‘ Derecho común en España: los juristas y sus obras’. Aunque obviar las fuentes que ubican su alumbramiento en Portugal o Italia sería faltar a la verdad. En el diccionario biográfico ‘Los cardenales de la Santa Iglesia Romana’, por ejemplo, se especifica que pudo «nacer hacia el 1165 en Guimares, una pequeña ciudad cerca de Braga, en Portugal» o en «Gusendos, cerca de los Oteros (León)». La duda sigue abierta.
Ya fuera más leonés que el botillo o más luso que el gallo de Barcelos, Galván sintió la llamada eclesial e ingresó en la orden benedictina cuando no sumaba todavía los quince veranos. Días mozos. Aunque son datos que cuesta corroborar y que Navarrete elude en su texto. Después, todavía en su juventud, se trasladó hasta París para cursar estudios en teología. Y fue precisamente allí donde compartió aula con Lotario dei Conti di Segni, el futuro Papa Inocencio III. Parecía destinado a la jerarquía eclesial, aunque todavía le faltaba camino para ello. Al poco, Galván fue nombrado sacerdote y regresó a la Península para ejercer como profesor de estudios religiosos.
Hasta aquí todo normal. Después se vio catapultado hacia la cúpula de la Iglesia. Narran las crónicas que Galván, al que Navarrete define como un hombre «de mucho espíritu y muy hábil, aunque de un carácter fiero y tenaz», fue enviado por el monarca Sancho I de Portugal a presentar sus respetos al ya flamante Papa Inocencio III. No parece descabellado que al pontífice le agradarse darse de bruces con un antiguo compañero de pupitre, porque le pidió que se quedase en Roma y le nombró vicecanciller de la Iglesia. Y de aquí, al cardenalato en 1205, que se dice pronto, y a la suburbicaría de Albano, una de las diócesis más prestigiosas de la Ciudad Santa.
En esas andaba el bueno de Galván cuando Inocencio III convocó el Concilio Lateranense IV y llamó a los caballeros de la vieja Europa a «la Reconquista de Tierra Santa y la reforma de la Iglesia Universal». Tal y como explica el medievalista Francisco García Fitz en ‘ Cruzados en la Reconquista’, el pontífice armó su idea sobre varias columnas: perdonar los pecados a aquellos que se embarcaran en la lucha contra el infiel (nada nuevo); ser indulgente con los que aportaran dinero que permitiera a la cristiandad reclutar mercenarios; proteger los bienes y las familias de aquellos que se marcharan a Oriente Medio y comprometerse a que la Iglesia sufragara un veinte por ciento de los gastos totales.
Pero Inocencio III no vivió para ver terminada su obra. El que la llevó a buen puerto fue su sucesor, Honorio III. De barbaza blanca y tez ruda, el nuevo pontífice tomó las riendas de la que sería la Quinta Cruzada poco después de la muerte de su antecesor. Su máxima: la ruptura del poder musulmán en Egipto para, a continuación, continuar hacia Jerusalén, el premio gordo. La empresa se inició en 1218 de la mano de Andrea II de Hungría, que organizó el ejército más grande de toda la historia de las Cruzadas. A él se sumaron personajes de la talla del monarca austríaco Leopoldo VI y caballeros como Jean de Brienne, ansioso por reconquistar el Santo Sepulcro.
Español en las cruzadas
Y hete aquí donde entra en escena nuestro olvidado Galván, a quien Honorio III seleccionó como nuncio y al que entregó la responsabilidad de dirigir a los cruzados hacia Egipto primero y Jerusalén después. Navarrete resume su colaboración en una sencilla frase: «Honorio III le hizo su legado para la expedición a la Tierra Santa, a donde condujo en el año de 1218 un refuerzo considerable de tropas y muchos príncipes y señores principales de la cristiandad». El objetivo del religioso era el puerto de Damietta, en la orilla oriental del Nilo. Un enclave protegido por tres murallas y una infinidad de torres de guardia y que, en la práctica, suponía uno de los corazones de la defensa musulmana.
El historiador Christopher Tyerman corrobora esta idea en ‘ The world of the crusades’ y añade que el nuncio castellano fue el responsable de un gigantesco tesoro papal de 35.000 marcos de plata y otros 25.000 de oro. «Con él pudo sacar de la indigencia a algunos cruzados y contratar a aquellos soldados que buscaran un pago regular», desvela. En la práctica, Pelayo se convirtió en la cabeza visible del ejército a nivel religioso. Y eso, en un contingente donde el poder político se debatía entre varios líderes, es decir mucho. Navarrete es partidario que, más allá de honorarios, «supo hacerse respetar por los infieles» y «ganarse el amor de los cristianos».
Explica la doctora en Historia Medieval Ana Rodríguez López en sus muchas obras sobre las cruzadas que el legado papal inició la marcha antes del verano de 1218. Su ejército debió provocar pavor. Arribó a la ciudad en agosto, cuando Brienne ya había comenzado el cerco. «Las operaciones giraban en torno a bloquear la ciudad y someterla por el hambre porque la falta de madera impedía la construcción de máquinas de asedio», sentencia, en este caso, Tyerman.
A partir de entonces, el hispano se hizo cargo del ataque durante año y medio. Su némesis fue Al-Kamil Muhammad al-Malik, uno de los generales más reconocidos de Egipto. «Al-Kamel fue al encuentro con sus tropas, se asustó ante tan elevado número de enemigos y evitó enfrentarse a ellos. Instaló su campamento al sur del puerto de la ciudad de tal forma que podía ayudar a la guarnición sin verse obligado a entablar una batalla directa. La ciudad era una de las mejor defendidas de Egipto. Las murallas estaban rodeadas al este y al sur por tierra pantanosa, mientras que al norte y al oeste el Nilo garantizaba un nexo con Egipto», explica Amin Maalouf en ‘Las cruzadas vistas por los árabes’.
En la práctica al-Kamel sabía que, o los cristianos tomaban el río, o no la cercarían de forma eficiente. Y este era cuasi imposible de conquistar por culpa de una gigantesca cadena ubicada entre el castillo y la alcazaba de la ciudad que impedía el acceso a los buques. La tarea era titánica, pero Galván, con ayuda de sus generales, ideó un plan para deshacer este nudo gordiano. «Durante tres meses vieron rechazados los asaltos a la alcazaba, hasta que se les ocurrió la idea de fijar dos grandes barcos y de construir sobre ellos una suerte de torre flotante que llegaba a la altura de la alcazaba. La tomaron por asalto el 25 de agosto y rompieron la cadena», completa el autor árabe.
La caída de la alcazaba provocó una tensión tal en el sultán egipcio que falleció de un ataque al corazón. Su sucesor no fue otro que al-Kamel, quien propuso un curioso pacto a Galván. «Si los cruzados abandonaban la región, se comprometía a entregarles Jerusalén, toda Palestina central y Galilea, además de las reliquias de la Santa Cruz», añade Rodríguez. La última palabra recayó sobre el legado, como bien explica en su obra Maalouf: «La decisión final le correspondía a un tal Pelayo, un cardenal español partidario de la guerra santa a ultranza, al que el papa había puesto al frente de la expedición. Galván rechazó el pacto y tomó la urbe por la fuerza poco después ante una famélica y escasa guarnición el 5 de noviembre de 1219.
Pelayo, convencido, se propuso llegar entonces hasta Jerusalén, pero su figura cayó a un segundo nivel con la llegada de Federico de Hohenstaufen, rey de Alemania y de Sicilia. Poco después, cuando la cruzada perdió fuelle y se barruntaba el desastre, regresó a Europa. Sus últimos días los resume a la perfección Navarrete:
«Ya estaba de vuelta en Roma el año de 1224, y según las memorias de la iglesia de León falleció a 29 de febrero de 1230. A principios de aquel siglo pasó también a visitar los santos lugares de Roma y Jerusalén el famoso Don Lucas, después obispo de Tuy, con cuyo motivo estuvo en Francia, en Italia, en Grecia, en Armenia, en Constantinopla, en Tarso de Cilicia, en Nazareth y en otras varias partes del Oriente, como él mismo refiere; adquiriendo en estos viajes aquel caudal de erudición y conocimientos que le proporcionó las mayores dignidades de la Iglesia de España, y que la gran reina Doña Berenguela, madre de San Fernando, le nombrase su historiador por el reino de León, para perpetuar las hazañas de los reyes sus predecesores».
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