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El debate tiene casi dos siglos de antigüedad y los historiadores más prestigiosos a ambos lados del Atlántico todavía no se han puesto de acuerdos, en una polémica que tiene, incluso, un alcance político en la actualidad.
La frase es de sobra conocida: en el Imperio español nunca se ponía el sol. La expresión hace referencia a las posesiones que la Monarquía hispánica tuvo en los cinco continentes y que la convirtieron en la más poderosa del mundo entre los siglos XVI y XVII. Su mayor tamaño lo alcanzó en 1810 con los Borbones, cuando llegó a tener 20,4 millones de kilómetros cuadrados con posesiones en Europa, África, Asia y toda América. En su momento de máximo esplendor sumó, además, 68 millones de habitantes, el 12,3% de la población mundial.
Este Imperio español se prolongó durante cuatro siglos, desde la llegada de Colón a América en 1492 hasta la pérdida de sus últimos territorios de ultramar (Cuba, Puerto Rico y Filipinas) en 1898. En su última época, hacía la mitad del siglo XIX, surgió un debate que, a día de hoy, todavía levanta ampollas en lo que respecta a la definición de estos. Una parte de la población sigue considerando que las tierras que España conquistó allende los mares eran colonias, mientras que otra parte las define como provincias. Es decir, como Valladolid, Barcelona o Guadalajara.
En la Real Cédula de Carlos V, promulgada en 1519, que fue incluida más tarde en la Recopilación de Leyes de Indias, ya podía leerse la siguiente declaración de intenciones: «Que las Indias Occidentales estén siempre unidas a la Corona de Castilla y no se puedan enajenar. Mandamos que, en ningún tiempo, puedan ser separadas por nuestra real corona de Castilla, desunidas ni divididas en todo o en parte ni a favor de ninguna persona».
Cesáreo Jarabo explica en su reciente libro, ‘El fin del imperio de España en América’ (Sekotia, 2023), que este principio humanista de los primeros momentos del descubrimiento implicaba el reconocimiento de igualdad que la Monarquía de los Austrias aplicaría a todo el imperio. Un principio que, incluso, reconoce la Academia de la Historia de la República Argentina: «El principio de la incorporación de estas provincias implicaba el de la igualdad legal entre Castilla e Indias, un concepto amplio que abarca no solo la jerarquía y dignidad de sus instituciones, como, por ejemplo, los Consejos de Castilla y de Indias, sino también el reconocimiento de iguales derechos a sus naturales y la potestad legislativa de las autoridades de Indias».
Hasta la Constitución de 1869, al Imperio español se le conoció como el Reino de la Españas, en referencia a lo que Jarabo denomina «la separación de sus dominios en entidades menores que, con el tiempo, se fueron subdividiendo como una maldición que pesaba sobre la patria desde hacía cuatro siglos». Ese año, en cambio, pasó finalmente a denominarse Reino de España. A pesar de ello, la propaganda ilustrada, que fue la base de los conceptos políticos e ideológicos de las restantes potencias europeas en ese momentos, se esmeró en presentar a los reinos de Indias como colonias.
Esa tendencia sigue hoy presente en un sector de la población, pero obvia que las leyes siempre hablaron de «provincias», «reinos», «repúblicas», «imperios» o «territorios de islas y tierra firme». Es decir, que el término «colonia» nunca se empleó en el ámbito jurídico a los territorios que habían sido incorporados a la Corona de Castilla. Se incorporó después y solo con un afán crítico y propagandístico, el mismo que tiene hoy cuando se utiliza. Eso no es excusa para negar que en los territorios españoles de ultramar hubo modelos de explotación que podrían considerarse coloniales, como el monopolio de la extracción de metales preciosos o el de compañías comerciales como la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas en 1728.
Muchos historiadores prestigiosos, no obstante, opinan que el colonialismo es un fenómeno totalmente diferente a lo que sucedió en el Imperio español en todos los aspectos, desde el terreno jurídico al político, pasando por el económico. Una de las pruebas principales es que los territorios de ultramar reprodujeron la mayoría de las instituciones de la metrópoli. Todo ello, a pesar de las peculiaridades derivadas del mestizaje con la población nativa, que hizo que en los territorios americanos se mezclaran criollos, mestizos, indios, mulatos o negros.
Como apuntaba a ABC Enrique Krauze, como motivo de la pretendida «descolonización» de los museos españoles anunciada en noviembre por la subdirectora de Museos del Ministerio de Cultura, Mercedes Roldán, es «un gran error hablar de descolonización en España». Una postura que el célebre historiador mexicano ha defendido siempre a lo largo de toda su carrera y que intentaba explicar a este diario con las siguientes palabras:
«Hay que tener claro que hay muchísimas diferencias entre las colonias que las potencias europeas establecieron en África en el siglo XIX y los virreinatos de América. En este sentido, hay una amplísima historiografía escrita no solo por historiadores españoles, también por investigadores ingleses, estadounidenses y mexicanos, en la que se explica que estas dos formas de Gobierno no fueron ni mucho menos iguales. Basta leer la obra de John Elliott, por mencionar solo a uno de estos célebres autores, para entender que se trata de desarrollos históricos distintos… muy distintos».
Con respecto a la pretendida «descolonización» expuesta por el Gobierno de España, añadía: «El grupo de trabajo que pretende llevarla a cabo es un capítulo más de la politización de la historia y yo siempre me he opuesto a ello. La historia es un saber que hasta ahora no se ha respetado mucho. O, en el mejor de los casos, una sabiduría que tiene que desarrollarse siempre al margen de la política. Los políticos nunca serán los que dicten la verdad histórica, sino los historiadores actuales y las futuras generaciones de estos».
No son un «simple suelo»
Los nuevos territorios conquistados fueron tratados muy pronto como provincias de la Monarquía hispánica, la cual buscó formas de asimilación de los nativos y no la mera explotación. En este sentido, Bernardino Bravo Lira, ganador del Premio Nacional de Historia 2010 de Chile, señaló una diferencia importante:
«Políticamente, las Indias fueron incorporadas a la Corona y no al Reino de Castilla. Eso significa que no se las consideró como simple suelo, sin personalidad política propia y, por tanto, susceptibles de sometimiento a una potencia extranjera. Se las consideró como otros reinos, similares a Castilla y a los demás europeos, dotados de los mismos atributos que ellos. Por esa razón se las calificó y organizó bajo la forma de Estado de las Indias y no de colonias. Los reinos de Indias contaron con todos los elementos que entonces configuraban un Estado: territorio, población, nacionalidad, instituciones, gobierno y legislación propias».
Eso quiere decir que, a diferencia de lo que opinan los autores más críticos, adscritos por lo general a la leyenda negra, los territorios conquistados por España nunca fueron considerados como colonias carentes de derechos. Es más, sus habitantes fueron considerados, ya con la Reina Isabel de Castilla, vasallos de la Corona como cualquier otro habitante de la Península Ibérica, una vez finalizado el proceso de conquista en el siglo XVI. Por eso las Indias, que se las conoce como «América» desde el siglo XVII, debían fidelidad solo al Rey, que gobernaba a través de las instituciones creadas al efecto y que eran regidas por los funcionarios designados a tal efecto.
Funcionarios
En opinión del Jarabo, estos «no actuaban como posteriormente actuarían los funcionarios de Francia o de Inglaterra en sus dominios, que sí eran colonias, sino como funcionarios de sus respectivos reinos, sujetos no a una metrópoli, como era el caso de aquellos, sino a la autoridad del Rey». Es decir, que lo hacían al mismo nivel que lo hacían los demás virreinatos que componían la Monarquía hispánica dentro y fuera de la Península Ibérica y formaban parte de su entramado administrativo. Asimismo, «los vasallos de los virreinatos americanos no poseían derechos inferiores a los gozados por los vasallos de Cataluña o de Castilla», apunta el historiador.
Y zanja: «Calificar como colonia a la América española no es sino un anacronismo, un reduccionismo a intereses ajenos particularmente representados por las actuaciones llevadas a término por Francia y por Inglaterra desde el siglo XVII. Y hasta se puede afirmar que un acto de mala fe por parte de quienes han tenido y tienen voluntad de mantener separado lo que por justicia histórica jamás debió separarse».
Una postura que todavía persiste…
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