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Aun cuando se encuentran apenas a unas horas de la frontera española, hay pueblos franceses que parecen sacados de otro mundo, de esos que se describen en los cuentos de hadas. Colmar es uno de esos rincones mágicos con su «Pequeña Venecia», una secuencia de canales que atraviesan la ciudad y le otorgan una atmósfera de ensueño. Aquí, la arquitectura tradicional alsaciana colorea el escenario con tonalidades cálidas y acoge a los visitantes con su monumental belleza hogareña.
No muy lejos, la villa de Eguisheim se enrosca sobre sí misma en círculos concéntricos alrededor de su castillo, haciendo de cada paseo una sorpresa. Las flores en las ventanas, los viñedos en los alrededores y la hospitalidad de su gente aportan a la sensación de que no hay prisa alguna. Y así se va hilando una estampa tras otra, en Saint-Cirq-Lapopie, que reposa sobre un acantilado del río Lot, o en Rocamadour, desafiante sobre su promontorio rocoso, son testimonios de una Francia que parece diseñada para el deleite de los sentidos y el reposo del espíritu.
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