Desde pequeño, me inculcaron la idea de que para ser alguien en la vida, y especialmente si aspiraba a la política, era imperativo estudiar, obtener títulos y acumular conocimientos. Me convencieron de que la educación era la clave del éxito y que el esfuerzo académico sería recompensado con oportunidades para impactar en la sociedad. Sin embargo, tras haber vivido 67 años, miro a mi alrededor y me doy cuenta de que esta noción era, en gran medida, una ilusión.
Hoy, parece que los requisitos para alcanzar los niveles más altos de la política no están relacionados con la dedicación o el conocimiento adquirido, sino con la habilidad de adornar un currículo con títulos falsificados y logros inflados. La prensa y la televisión nos saturan de noticias sobre escándalos políticos en los que muchos de nuestros líderes han hecho alarde de credenciales que, en muchos casos, ni siquiera han llegado a completar. La desfachatez con la que algunos políticos mienten sobre su formación académica y profesional es alarmante.
Lo más preocupante es cómo esto ha afectado nuestra confianza como ciudadanos. Votamos por individuos que se presentan como expertos, pero, en realidad, muchos de ellos parecen haber engañado a todos, desde sus electores hasta las instituciones encargadas de validar su trayectoria educativa. La cuestión que surge es: ¿qué valor tiene la educación si quienes ostentan títulos no son más que actores en un escenario donde la verdad es relativa y la integridad está en entredicho?
Así, al mirar el panorama actual, me pregunto si la lucha por la educación y el conocimiento fue en vano. ¿Realmente necesitamos más que un buen relato en nuestro currículo para ocupar cargos de responsabilidad? Así lo indica la experiencia colectiva de muchos, en la que la honestidad parece haber quedado relegada a un segundo plano, mientras que las habilidades para manipular la información prevalecen.
Es un momento propicio para cuestionarnos lo que valoramos como sociedad. Tal vez deberíamos replantear la forma en que seleccionamos a nuestros representantes, exigiendo no solo una apariencia académica, sino también un compromiso genuino hacia la verdad y la transparencia. En última instancia, la educación debe ser más que un mero requisito en un currículum; debería ser el fundamento de nuestra ética pública y la piedra angular de la confianza que depositamos en quienes nos representan.
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