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La costa oriental de la isla italiana de Cerdeña nos atrapa con su belleza salvaje en estado puro, con auténticas obras de arte de la naturaleza como la cala Goloritzè, un regalo de aguas paradisíacas, arena blanca y una impresionante formación rocosa que se eleva sobre el mar como un monumento grandioso.
La catedral del mar
A la cala Goloritzè se la ha bautizado, con justicia, como “la catedral del mar”. No solo por la majestuosidad de sus formas naturales, sino por la atmósfera casi mística que envuelve este rincón de Cerdeña. Las paredes verticales que la rodean, el juego de luces sobre el agua cristalina y el silencio casi reverencial que se respira recuerdan a las naves altas y solemnes de una catedral gótica. Aquí, la arquitectura no ha sido diseñada por el ser humano, sino esculpida durante siglos por el viento, la lluvia y las olas.
El imponente pináculo de piedra de Punta Goloritzè que preside la cala en uno de sus flancos, frente a la Punta Caroddi, es en realidad la verdadera razón de ser de este llamativo sobrenombre. Un monolito que se alza como una aguja hacia el cielo emulando a las más afiladas catedrales góticas. Un templo natural que domina todo el golfo de Orosei y las montañas del Supramonte desde su elevada y privilegiada posición.
A la llegada, la vista es simplemente sobrecogedora. Un pequeño espacio de arena blanca y piedras pulidas se abre a un mar que va del turquesa al azul zafiro. Las aguas son tan claras que se puede ver hasta el último guijarro en el fondo, y los peces nadan sin temor, acostumbrados a la calma de un entorno protegido. En el lateral derecho de la cala se alza la aguja calcárea de unos 150 metros de altura que se ha convertido en el símbolo del lugar y en un reto para los escaladores más experimentados. Junto al monolito, en el extremo de la Punta Goloriztè, se une al espectáculo visual un precioso arco de piedra por cuya apertura suelen atravesar las embarcaciones en un ejercicio casi sagrado.
Un Monumento Natural
Situada en Baunei, en la costa central del occidente de la isla, donde las montañas del Supramonte caen abruptamente sobre el mar Tirreno, este tesoro natural esculpido por la naturaleza y declarado Monumento Nacional no es solo una playa paradisíaca, es una de las playas más bonitas del mundo.
La sensación de estar en ella no se parece a la de otros muchos arenales de bella factura. No hay música, ni aglomeraciones, ni bullicio. Hay, en cambio, una calma profunda, casi espiritual. Muchos visitantes la describen como una experiencia transformadora favorecida por la grandiosidad del paisaje circundante.
El hecho de que su acceso no sea posible por carretera ha favorecido su aire salvaje y protegido del turismo masivo que ha transformado otros espacios de este tipo a lo largo y ancho del Mediterráneo. Unos pocos llegan hasta ella en embarcación – si bien el desembarco no está permitido sin autorización -, pero la mayoría lo hace recorriendo un sendero a pie desde el Altiplano del Golfo. Además, el lugar está protegido y la entrada al parque está restringida y limitada.
Declarada Monumento Nacional desde hace dos décadas, su modelo de protección ha sido puesto como ejemplo de turismo sostenible de las costas italianas y contrasta con otras zonas más concurridas de la isla.
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