Pese al tesón y heroísmo de espartanos, tebanos, tespios, entre otros griegos, en la batalla de las Termópilas, 480 a. C., los persas consiguieron continuar con la campaña en Grecia. Los atenienses, conscientes de que los hombres de Jerjes marcharían contra su ciudad, optaron por evacuarla. Entretanto, la flota griega, que había apoyado a su fuerza aliada de las Termópilas desde Artemisio, gradualmente confluyó en Salamina.
«Tomaron la ciudad prácticamente desierta, y sólo encontraron, en el santuario, un pequeño número de atenienses (los tesoreros del tesoro sagrado y algunas gentes muy humildes) que con puerta y maderas habían cerrado el paso a la acrópolis […] Los persas acamparon en la colina que se levanta delante de la acrópolis; los atenienses la llaman Areópago. Y he aquí cómo los persas procedían al asedio: casi siempre envolvían sus flechas con copos de estopa que encendían y las disparaban así contra la barricada […] Los atenienses […], entre otros procedimientos de defensa, [idearon] el de hacer caer rodando rocas contra los bárbaros. La cosa fue tal que Jerjes no lograba reducirlos, lo que producía perplejidad […] Pero con el tiempo los bárbaros dieron con un recurso para salir de apuros […] De delante de la Acrópolis, pero detrás de sus puertas y de la rampa de acceso, había un lugar que no estaba vigilado porque nadie se esperaba que un ser humano pudiera subirse a él; algunos hombres lo escalaron […]». (Heródoto. Historia VIII 51-53)
Hacia el final, cuando el retén de atenienses observó a los persas en la Acrópolis, se disgregó. Algunos se lanzaron de la muralla y otros huyeron al templo. Los aqueménidas, por su parte, abrieron las puertas, mataron a los griegos, saquearon el santuario e incendiaron la Acrópolis.
Ilustración de Peter Dennis para «The Bronze Lie: Shattering the Myth of Spartan Warrior Supremacy», libro de Myke Cole.
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