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La Habana, puerto estratégico de la Flota de Indias, llave del Nuevo Mundo y Antemural de las Indias Occidentales. Este magnífico puerto, posee una Bahía que está considerada como una de las más seguras del Caribe y de América, en forma de bolsa cerrada y abrigada, y un canal de entrada de 1.530 metros de largo y de entre 330 y 220 metros de ancho. Tiene una profundidad de entre 9 y 12.8 metros y un perímetro de 18 kilómetros, con un total de 5,2 kilómetros cuadrados.
El puerto fue creado a partir de la Bahía natural, que una vez pasada la entrada se divide en tres grandes ensenadas con sus puertos respectivos: Marimelena, Guanabacoa, y Atarés. Está situado a 273 km del Cabo de San Antonio, punto mas occidental de la isla, y a 1.073 km del más oriental, la punta de Maisi.
Posee una ubicación estratégica, tanto geográfica como económica debido a su confluencia con el estrecho de La Florida, el Golfo de México y el canal viejo de Bahamas.
Fundada en su emplazamiento norte en 1519, La Habana empezó a jugar un papel relevante a partir de 1537, en que las flotas y armadas de Indias comenzaron a darse cita en su bahía antes de emprender el regreso a la metrópoli.
Antes, cuando en 1522, el corsario italiano al servicio de Francia Juan Florin, se apoderó de dos de las tres naves que Hernán Cortés envió a España, se puso en evidencia la necesidad de proteger a los mercantes españoles que iban o venían de Indias y se recomendó entonces que volvieran a España reunidos (en conserva) en Flota.
Dado que no siempre se hizo así en estos años, en 1542 se estableció como obligatorio que los mercantes procedentes del Caribe y Nueva España fueran siempre juntos, “viniendo en flotas”.
Un año más tarde, en 1543, se reguló por Real Cédula, que saldrían desde España dos flotas al año, en marzo y septiembre, y que los mercantes irían juntos y escoltados por un buque de guerra. Que cada una de dichas flotas tendrían al menos 10 buques de cien o más toneladas, y que una vez en el Caribe, después de que cada mercante marchara a su puerto respectivo, el buque de guerra se dedicaría a perseguir a los piratas desde su base que sería el puerto de La Habana.
Al cabo de tres meses, los mercantes se dirigirían a La Habana donde se reunirían con el buque de guerra y emprenderían el regreso a España.
En 1552 se intentó suprimir el buque de guerra y que en su lugar los mercantes fueran armados. Se creaban dos agrupaciones navales de escolta, una en Sevilla protegiendo la zona de recalada y otra en Santo Domingo para la zona del Caribe.
No convenció esta modalidad y al año siguiente en 1553, se volvió al sistema de flotas pero con cuatro buques de guerra para cada una de ellas. Ya en el Caribe un buque de guerra acompañará a los mercantes con destino a Tierra Firme, otro a los de Santo Domingo y los otros dos a los de Veracruz.
Al regreso se concentraban y partían desde La Habana, que se había convertido en el centro coordinador del comercio español, en un mar infestado de piratas. La ciudad empezó a ser fortificada y al mismo tiempo se transfirió la residencia del gobernador desde Santiago de Cuba en el extremo oriental de la isla a La Habana en el occidental, haciendo de la ciudad su capital de hecho.
La Flota de Indias mantuvo este esquema desde 1553 hasta 1561, en que por Real Cédula de 10 de julio, se determinó continuar con dos flotas anuales, pero ahora cada una tendría un destino diferente. Una se dirigiría al Virreinato de Nueva España en el mes de Abril y la otra al Virreinato del Perú en el mes de agosto. Ambas Flotas irían protegidas por una Armada Real y los mercantes irían artillados.
En tierra los gobernadores de Cuba establecieron su sede en el Castillo de la Real Fuerza, bastión iniciado por el gobernador Hernando de Soto sobre el propio solar del primigenio fuerte de troncos, diseñado ahora en cantería. En uno de sus ángulos sobresalía el Torreón de San Lázaro llamado también de la Espera en recuerdo a Dª Inés de Bobadilla (1505-1546), esposa del gobernador que partió a la conquista de la Florida (1539-1542). A la torre recién construida, donde se alza la Giraldilla en su memoria, cuenta la leyenda que cada tarde subía la gobernadora para contemplar el horizonte, en el que soñaba ver aparecer de regreso las velas de su esposo. Pero nunca volvió. La mayor parte de la mucha gente que con él partió a conquistar la Florida moriría allí, en detrimento de las escasas hacienda y población cubana.
La primera fortificación de entidad de la ciudad fue precisamente el Castillo de la Real Fuerza (1558-1577).
Las obras de infraestructura portuaria se concentraron en la defensa y en hacer del puerto una plaza fuerte inabordable desde el exterior, pudiendo albergar en su bahía entre 500 y 1.000 embarcaciones con total comodidad. La importancia de estas fortificaciones fue rápidamente reconocida por los ingleses, franceses, y los merodeadores del mar neerlandeses que atacaron la ciudad en el siglo XVI.
A partir de 1564 la Flota destinada al Virreinato de Nueva España, Flota o Armada de Nueva España, iba protegida por dos buques de guerra, la Capitana en cabeza del convoy y la Almiranta a barlovento en cola. Ambas deberían tener más de 300 toneladas, ocho cañones de bronce, cuatro de hierro, 24 piezas menores, cien marineros y cien mosquetes. Su destino final era Veracruz, pero antes se iban desprendiendo por el camino los buques que tenían como destino Puerto Rico, Santo Domingo, Cuba y Honduras.
La Flota destinada al Virreinato del Perú, llamada Flota de los Galeones o Los Galeones, después de hacer una importante escala en Cartagena de Indias y otros puertos, tenía su destino final en Nombre de Dios en Tierra Firme y desde 1595 en Portobelo.
Desde 1576 la escolta (La Guarda) de esta Flota estaba formada por ocho buques de guerra y dos pataches. Sus naves eran los mayores galeones del momento y contaban con artillería pesada. Sus tripulaciones suponían un total de 1.100 marineros y 998 soldados. Al llegar a Nombre de Dios o Portobelo, desembarcaban, descargaban y recogían la plata procedente del Perú.
El atraque de las flotas procedentes de España era saludado con grandes manifestaciones de júbilo. Subían a bordo las autoridades locales y los funcionarios encargados del cobro de impuestos, que revisaban todo y daban su aprobación. Se entregaba la valija procedente de España y se daba la orden de partida a dos navíos de aviso que debían regresar a la península con la correspondencia urgente y la noticia del arribo feliz de la flota. Luego empezaba la descarga. En el pueblo todo era bullicio, pues había empezado la feria que duraba entre dos y cuatro semanas.
Después de invernar, los mercantes y escoltas de ambas Flotas se dirigían a La Habana para emprender el viaje de regreso a España entre los meses de abril y julio, tomando entonces el nombre de Armada de la Guarda de la Carrera de Indias.
A su puerto iban llegando lentamente los buques de ambas flotas, mientras bullía la actividad. Se aprovechaba el tiempo para carenar y preparar las naves para la larga navegación hacia España. Muchas veces esta espera se hacía interminable y venía ocasionada por desacuerdos entre los comerciantes. A veces había que esperar a un solo buque que se había quedado rezagado. Entretanto, aunque los buques permanecían inactivos aguantando el oleaje, era preciso pagar los jornales de los marineros y hacerse cargo del costoso mantenimiento de los navíos. A esto se añadían otros inconvenientes como el deterioro de la carga, sobre todo de los productos perecederos.
La fecha tope para partir era el 10 de agosto, ya que de lo contrario los huracanes del Canal de la Bahama destrozarían la Flota. Si para esa fecha no se había logrado preparar el tornaviaje, se retrasaba hasta el año siguiente. En tal caso se descargaba la plata y se guardaba en los fuertes de la ciudad.
En caso favorable y cuando por fin estaba todo listo, se hacía aguada, se cargaban los víveres para la travesía, se daba la orden de partida y los buques se colocaban en su lugar. Era la Flota de Indias o Carrera de Indias. No se enviaba ningún navío de aviso a la Península, para no alertar a los piratas, y por ello en la metrópoli nunca se sabía la fecha de regreso de la Flota.
Después de partir se dirigían al peligroso canal de las Bahamas, y con la ayuda de los vientos templados del hemisferio norte, la corriente del Golfo y el anticiclón del Atlántico se desplazaban hacia el norte hasta llegar a la altura de las Azores a 39º en donde también aumentaba el peligro de piratas y corsarios.
Desde 1587 se estableció que los mercantes deberían de tener más de 400 toneladas y menos de dos años desde su botadura, y desde 1605 dos piezas de artillería de bronce.
Durante estos años, la ciudad adquirió un floreciente desarrollo y con ello el establecimiento de los primeros núcleos residenciales y edificios públicos a lo largo del litoral del puerto. Hasta ese momento, había estado formado por rústicos atracaderos de madera y los cobertizos contiguos en tierra, los más importantes de ellos en las zonas contiguas a la Plaza de Armas y la Plaza de San Francisco. Allí la profundidad de la bahía era de 16 a 18 brazas, por lo que los buques podían atracar a lo largo del litoral, directamente en la costa, empleando añadiduras o salientes de tablas sobre horcones.
Las regulaciones definitivas para establecer el recorrido de la ruta de navegación y la Carrera de las Indias, hizo del puerto habanero la llave principal del comercio americano.
Para el final de siglo estaban ya construyéndose otras dos potentes fortificaciones: El Castillo de la Punta (1590-1600) y el Castillo de los Tres Reyes del Morro (1589-1630).
Posteriormente en el siglo XVIII (1763-1774) se construyó la Fortaleza de San Carlos de la Cabaña, conocida como La Cabaña o Fuerte de San Carlos, en la elevación del lado oriental de la entrada del puerto, como el mayor complejo de fortalezas en toda América.
Entre 1674 y 1797 se construyó la Muralla de La Habana, que dividió a la ciudad en dos zonas.
En 1592 Felipe II le había concedido el título de ciudad y la había proclamado «Llave del Nuevo Mundo y antemural de las Indias Occidentales», concediéndole su escudo de Armas donde figuran sus tres castillos de guarda en campo de azur y la llave de oro que representa su acceso como antesala de América. Los 4.000 habitantes que albergaba por entonces La Habana, pasarían a 30.000 un siglo después, y 75.000 en 1775.
La plaga corsaria con sus múltiples imposturas, añagazas, y tretas o disimulos, había obligado a imponer en los puertos españoles toda una gama de intercambios de señas y contraseñas entre las naves que arribaban y la autoridad portuaria, para evitar engaños. Banderas arriadas, gallardetes equívocos, banderolas e insignias castellanas, para colarse de matute en puerto ajeno donde cometer sus fechorías al resguardo del factor sorpresa. Escarmentados por estas prácticas delictivas en carne propia, los puertos antillanos impusieron para el acceso de las naos entrantes todo un protocolo a base de salvas de las baterías de costa, para que dichos navíos se detuvieran e hicieran señales de paz inconfundibles. A esta señal debían responder con otra salva a bandera izada, caso contrario serían cañoneados.
A partir de la infiltración pirata del jamaicano John Davis en San Agustín de la Florida (1668), se impuso además la prohibición de entrar o salir de puerto durante las horas de la noche, desde el crepúsculo hasta el amanecer. Después de la puesta del sol, quedaba suspendida la actividad del surgidero: todo barco entrante debía esperar a la salida del sol para solicitar entrada. Enviaría entonces un bote a la comandancia del puerto, que identificaría a la nave, a su capitán y la carga, solicitando para ella el correspondiente permiso de entrada.
A partir de 1680 el protocolo sería mas complejo con el acceso de las escuadras de la Guarda de Indias. En concreto en La Habana, la nao capitana de la Armada de Tierra Firme, con su bandera en el tope del mástil, debía disparar una vez frente al Castillo del Morro y otras tres al dejarlo por babor rumbo a la bocana; en tanto que si era la capitana de la Armada de Nueva España dispararía dos y tres veces respectivamente en idénticas posiciones y con la misma enseña izada. Estas órdenes, emitidas por el Gobernador y Capitán General de Cuba eran secretas y cambiadas con frecuencia en evitación de su descifrado por espías y corsarios.
Los miles de tripulantes, militares y pasajeros de la “Flota de Indias”, permanecían largas temporadas en La Habana, a la espera del tiempo propicio para hacerse a la vela. Esos meses de febril trasiego humano, potenciaba el comercio y enriquecía a sus ciudadanos. Los transeúntes consumían viandas, además de adquirir productos locales de neto valor añadido en España. Los barcos regresaban repletos de los preciados “ultramarinos”.
Durante los dos primeros siglos de su existencia, la capacidad de almacenamiento de los propios convoyes de la Flota de Indias, anclada en el puerto por largas estadías, era algo propio del funcionamiento de la ciudad, que jugó un papel más bien de receptor que como un puerto exportador de los productos locales.
La Flota de Indias se complementaba con tres flotas auxiliares, la del Caribe, la del Pacífico Septentrional y la del Pacífico meridional. Esta últimas movían unos circuitos comerciales que se internaban hasta Filipinas y el Río de la Plata.
Todo el engranaje descansaba en los puntos de enlace de las flotas, que eran los terminales de Cartagena, Portobelo, Veracruz y La Habana para el comercio con el Caribe, y los de Acapulco y Panamá para el comercio con el Pacífico y el Oriente.
La flota americana del Caribe era enorme y se componía fundamentalmente de embarcaciones pequeñas (barcas, canoas, guairos, etcétera.) que enlazaban numerosos puertos: los de Cuba (La Habana, Santiago, Matanzas), Puerto Rico (San Juan, Ponce), La Española (Santo Domingo, Puerto Príncipe), Venezuela (Cumaná, La Guaira, Puerto Cabello, Coro, Maracaibo) y el Nuevo Reino de Granada (Riohacha, Santa Marta, Cartagena), además de los centroamericanos y mexicanos. El Caribe era en realidad un verdadero Mediterráneo y poseía una red autónoma de producción y consumo que servía de apoyo a las flotas metropolitanas. En el siglo XVIII le suministraba a Europa productos muy cotizados, como el cacao, el azúcar, el tabaco, el añil, el algodón y los cueros. La flota del Caribe los colocaba en los puntos clave donde tocaban las grandes flotas y entraban así en los circuitos internacionales.
A partir de 1714, España había disuelto la insostenible red de Armadas de Guerra (La Corona contaba con nueve armadas repartidas entre el Mediterráneo, Atlántico y Pacífico, con un presupuesto desorbitado) para dar nacimiento a la Armada Real repartida entre las Capitanías Generales del reino.
Los diques de La Habana, gracias a la buena gestión de Juan de Acosta entre 1720 y 1740, acabarían por convertirse (junto con los de Guarnizo en Cantabria), en el Astillero Real dada la durabilidad de sus maderas, resistentes al ataque de la broma o teredo tropical.
De sus gradas saldría el formidable Santísima Trinidad (1769), navío de línea de 63 metros de eslora y 140 cañones con un arqueo de 4.900 toneladas, único velero de cuatro puentes y mayor desplazamiento conocido de cuantos hayan navegado por el Atlántico.
Desde 1765 comenzó a autorizarse el comercio desde diversos puertos de España con América, comenzando por las islas del Caribe (Cuba, Santo Domingo, Puerto Rico, Trinidad y Margarita), centro y norte del continente (1768) y sur (1778). La última Flota de Indias zarpó en 1776. Por fin en la década de 1780, España abrió todos sus territorios americanos al mercado libre, al ser clausurado el sistema de Flotas el 12 de octubre de 1778 bajo el reinado de Carlos III.
Esta circunstancia no hizo disminuir la importancia del puerto de La Habana como sucedió con otros vinculados al circuito de las Flotas.
La libertad de comercio con puertos españoles y países aliados multiplicaría su tráfico portuario hasta convertir a La Habana en la “Perla del Caribe”. Llegaría a contabilizarse en un año la entrada a puerto de más de 200 navíos de travesía y 5.000 embarcaciones de cabotaje, con un enjambre de marinos, colonos, funcionarios reales, comerciantes, emigrantes en ruta y aventureros de toda laya, que pululaban por sus calles.
La Llave del Nuevo Mundo dejó de vivir de las rutas marítimas y de la Carrera de Indias, para hacerlo de las exportaciones, principalmente de sus productos tales como el azúcar, café y tabaco, que se colocaban bien en el mercado mundial.
El contacto con modernos medios de comunicación, la organización de empresas financieras y comerciales, y otros adelantos, constituyeron una experiencia fascinante para los emigrados españoles. El testimonio de un joven asturiano, enviado a La Habana en 1852 para trabajar en el comercio, no deja lugar a dudas: «llegué a esta capital preocupado, con la idea que vamos todos los españoles de que este país está por civilizar,y no fue poca mi sorpresa cuando me encontré con una hermosa ciudad que nos llevaba cincuenta años de ventaja en toda clase de adelantos. (…)«
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