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La de la princesa Hirrihigua y el marinero español Juan Ortiz es una historia real que sucedió en La Florida entre los años 1528 y 1540, justamente entre las expediciones a este territorio de Pánfilo de Narváez en 1528 y Hernando de Soto en 1539.
Ella era la hija de un jefe de la tribu de los Tocobaga localizada en Uzita, en la zona de Tampa donde varias expediciones españolas desembarcaron en el siglo XVI.
Él era un tripulante español de 18 años nacido en Sevilla, de nombre Juan Ortiz, que llegó a La Florida en la expedición de Pánfilo de Narváez el 15 de abril de 1528, a la bahía de Tampa, cerca de lo que hoy es St. Petersburg.
La expedición se había dividido en dos: una de ellas al mando del propioNarváez que exploraba por tierra y la otra por mar y en la entrada de los ríos. Ortiz iba en uno de los navíos de los que lo hacían por mar, y que finalmente no lograron contactar con Narváez, volviendo por ello a Cuba.
El grupo de tierra comandado por Narváez, y los nativos Tocobaga, pronto se hicieron la guerra, comportándose éste de forma cruel con los indígenas cuando se trataba de tomar represalias. Al parecer le cortó la nariz a uno de los jefes.
El rastro de odio que dejó el explorador pasaría factura a las siguientes expediciones que intentaron establecerse en esta parte del continente americano.
Empantanada la expedición de Narváez, su mujer que residía en Cuba dejó de tener noticias sobre él, por lo que mandó una pequeña nave en la que iba Juan Ortiz y otros 20 tripulantes para investigar lo ocurrido.
Cuando el barco llegó a la bahía de Tampa, vieron en la playa lo que parecía ser una nota pegada a un palo. Los indios estaban cerca y enviaron una canoa con cuatro indios principales, diciendo que se los ofrecían como rehenes para darles seguridad, y que los españoles que quisieran podrían desembarcar.
Entonces Ortiz y otros tres marineros se dirigieron a la costa en un bote para investigar la nota. Antes de llegar fueron rodeados por una multitud de guerreros y hechos prisioneros. Por su parte los rehenes indios que se encontraban en los barcos lograron escapar lanzándose al agua.
De los cuatro españoles cautivos, tres fueron pronto sacrificados; hicieron que corriesen desnudos entre los indios mientras les disparaban flechas a puntos no vitales para alargar su agonía hasta que murieran.
Así ocurrió y los desgraciados marineros fueron atravesados por las flechas y lanzas y lentamente perecieron en mitad del poblado.
A Ortiz le reservaban algo peor, fue atado a una parrilla grande y colocado sobre una cama de brasas calientes. Cuando ya había comenzado el suplicio, la familia del jefe de la tribu, al parecer su mujer y varias hijas, intercedieron por el joven.
Ortiz sobrevivió pero con graves quemaduras que le dejaron cicatrices de por vida. Aunque le perdonaron la vida por el momento, el jefe no estaba totalmente satisfecho y lo sometieron a un duro régimen de esclavitud.
Según cuenta el inca Garcilaso de la Vega en su crónica sobre este suceso, el cacique indio dictaminó: «el extranjero no morirá, pero su vida será como mil muertes. El pobre Juan sufre entonces todo tipo de humillaciones. Apenas duerme, camina desnudo, a la mínima le azotan. En una ocasión, continúa el Inca, le ordenaron correr con la amenaza de que al detenerse lo matarían. Juan corrió desde el alba hasta caer inconsciente al anochecer.También le ordenaron cuidar el cementerio, un trabajo peligroso porque los cuerpos reposaban envueltos en sudarios,dispersos por el campo, a merced de las bestias hambrientas. Las alimañas asediaban buscando carne y Juan tuvo que enfrentarse con una en la oscuridad que le dejó tan mal cuerpo que prefirió volver con sus torturadores».
Pasado un año y medio, la hija mayor del jefe lo sacó del territorio y lo llevó al de otra tribu rival (Timucua) donde su jefe (Mucozo) había mostrado deseos de casarse con ella.
Así narró el inca Garcilaso, el plan de huida de la princesa Hirrihigua para Juan Ortiz: «...porque no desconfíes de mí, ni desesperes de tu vida, ni temas que yo deje de hacer todo lo que pudiere por dártela, si eres hombre y tienes ánimo para huirte, yo te daré favor y socorro para que te escapes, y te pongas en salvo, Esta noche que viene a tal hora y en tal parte hallarás un indio, de quien fío tu salud y la mía; el cual te guiará hasta un puente que está a dos leguas de aquí, llegando a él, le mandarás que no pase adelante, sino que se vuelva al pueblo antes que amanezca, porque no le echen de menos y se sepa mi atrevimiento y el suyo, y por haberte hecho bien, a él y a mí nos venga mal. Seis leguas más allá del puente está un pueblo, cuyo señor me quiere bien y desea casarse conmigo, llámase Mucozo, dirásle de mi parte que yo te envío a él para que en esta necesidad te socorra y favorezca, como quien es. Yo sé que hará por ti todo lo que pudiere como verás. Encomiéndate a tu Dios, que yo no puedo hacer más en tu favor».
El jefe Mucozo lo aceptó y lo protegió durante casi 10 años. Juan Ortiz vivió con ellos y se integró en sus costumbres, hasta que en 1539 le informaron que habían llegado a la bahía otros barcos españoles y que podía irse si lo deseaba.
Se trataba de la expedición de Hernando de Soto, que fue el siguiente expedicionario al territorio de La Florida; había sido nombrado Gobernador y ya había recibido una versión confusa de la vida de Juan Ortiz. Estando en La Habana, había escuchado un informe de uno de los cuatro indios capturados por el contador Juan de Añasco, que había sido enviado tiempo antes para preparar el desembarco en la costa de la Florida.
La expedición de Hernando de Soto, había partido de La Habana el 17 de mayo, y arribado a la misma región de La Florida el viernes 30 de mayo, a dos leguas de una localidad llamada Ucita. En concreto, De Soto había desembarcado con una flota de nueve barcos y más de 620 hombres y 220 caballos en el sur de la bahía de Tampa, a la que dio el nombre de Espíritu Santo. La expedición incluía sacerdotes, artesanos, ingenieros, agricultores y comerciantes; algunos con sus familias. Lo primero que hicieron fue buscar los restos de la expedición de Narváez que se había ido deshaciendo durante los ocho años que pasaron en el continente.
Las órdenes que llevaba la expedición de De Soto eran la de entablar amistad con las poblaciones indígenas, pero desconocían el mal recuerdo creado entre los indios por la anterior expedición.
Conocido el desembarco por Ortiz, éste acudió con varios guerreros al encuentro de los españoles. Cuando las patrullas de la expedición de Hernando de Soto se encontraron con esta partida de indios quedó sorprendida. Entre los indios, había uno que gritaba en español con acento sevillano, «Soy cristiano» , «No me matéis«. Apenas si era capaz de hablar su lengua materna, pero si pronunció una frase religiosa y los soldados impresionados se convencieron.
Llevado a presencia de Hernando de Soto, Ortiz le relató su fascinante historia y éste le puso directamente a su servicio. Se incorporó a la expedición como ayudante y realizó funciones de interprete ante los indios, ya que había aprendido la lengua de los Timucuas.
Aunque Ortiz se negó a utilizar las clásicas ropas de los españoles, pues se había acostumbrado a ir sin ellas, De Soto se lo permitió y dejó que se vistiera libremente.
Las tropas de de Soto fueron mucho menos brutales, no capturaron indios para utilizarlos como trabajadores y guías, no violaron mujeres ni saquearon aldeas en busca de alimento para sus hombres y caballos como si había hecho Narváez. Después de una épica aventura en la que recorrieron miles de kilómetros, por al menos diez estados de los actuales Estados Unidos, Hernando De Soto moriría el 21 de mayo de 1542 a orillas del gran río Misisipi; Juan Ortiz lo haría un año antes en 1541.
De la princesa Hirrihigua no se sabe cual fue su destino, pudo casarse con
Mucozo o bien volver con su pueblo.
De los Tocobagas y los Timucuas apenas quedan representantes. No solo las enfermedades infecciosas que les transmitieron los europeos, sino las invasiones desde el norte acometidas por los ingleses y sus aliados Creek durante gran parte del siglo XVIII terminaron por extinguirlos. Los pocos centenares que quedaban se fueron con los españoles a Cuba cuando se abandonó el territorio de Florida, aunque unos pocos se unieron a los Semínolas.
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