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Chiloé, entre la nostalgia y la realidad, el de las bellezas infinitas, el del cielo como no hay otro cielo, y mares como otros no se han visto y ríos y bosques inmensos…
Un enclave distinto, vinculado mas al mar que al continente, una sociedad frágil con un fuerte sentido de solidaridad y un profundo apego territorial (Renato Cárdenas, historiador de la Biblioteca Nacional de Chile).
La isla fue pisada por primera vez en nombre de la Corona de España, ni más ni menos que por el célebre poeta Alonso de Ercilla, que dejó grabado en el tronco de un árbol la constancia de ser el primero en cruzar el temible “desaguadero“, “el año de cincuenta y ocho entrado sobre mil y quinientos, por febrero…“. Solo se quedó lo necesario: “dimos la vuelta luego a la piragua volviendo a atravesar la furiosa agua” (La Araucana, Canto XXXVI).
Era un ancho Archipiélago, poblado / de innumerables islas deleitosas, / cruzado por el uno i otro lado / Góndolas i piraguas presurosas. / Marinero jamás desesperado / en medio de las olas fluctuosas / con tanto gozo vio el vecino puerto, / como nosotros el camino abierto”. (La Araucana, Canto XXXV).
Fue un territorio con una enorme importancia para la Corona española, situado en el Océano Pacífico sur, a medio camino entre Valparaíso y el estrecho de Magallanes, donde las últimas tropas del ejército real resistieron a las fuerzas insurgentes en América del Sur, hecho que ocurrió en 1826.
La existencia de Chiloé desde su descubrimiento por los españoles, estuvo más ligada al estrecho de Magallanes que al Chile continental; así, el origen y el mantenimiento de su capital la ciudad de Castro, estuvo siempre vinculada a la vigilancia del Estrecho. Era la última tierra poblada de españoles hasta el estrecho de Magallanes.
Chiloé es un pequeño archipiélago, hoy bajo soberanía de la república de Chile, al sur de la Región de Los Lagos, situado en el Océano Pacífico, inmediatamente al oeste de la franja continental chilena (4.270 kilómetros), aproximadamente en el límite entre sus dos tercios inferiores. Cubre una extensión de 9.181 km², algo menos que la provincia de Lugo en España, repartidos en 40 islas; una de ellas la Isla Grande de Chiloé es un rectángulo de 180 kilómetros de largo y una anchura media aproximada de 50 kilómetros.
Está separada del Chile continental por el norte por el canal de Chacao, con una anchura mínima de 2 km (1,852 km), y por el este por el Golfo de Ancud y el Golfo de Corcovado; el Océano Pacífico se encuentra al oeste, y el archipiélago de Chonosse se localiza al sur, al otro lado de la Boca del Guafo.
Castro es la capital de la provincia de Chiloé y es la tercera ciudad con una existencia continua más antigua de Chile, fundada por Martín Ruiz de Gamboa en 1567.
Otras ciudades importantes son Ancud, Quellón, Chonchi, Dalcahue, Quemchi, Queilén, Puqueldón, Curaco de Vélez, Achao en Quinchao y Cucao.
A la llegada de los españoles, estaba habitado por huilliches, cuncos y chonos, estos últimos son los primeros habitantes conocidos del archipiélago, que posteriormente fueron desplazados hacia el sur por los huilliches.
La isla Grande de Chiloé fue avistada primero por Alonso de Camargo en 1540, cuando viajaba hacia el Perú después de cruzar el estrecho de Magallanes. En 1553 sus costas fueron exploradas por el marino español Francisco de Ulloa que había sido enviado por Pedro de Valdivia al estrecho de Magallanes y en 1558 Juan Fernández Ladrillero tomó contacto con la población nativa; ese mismo año el gobernador de Nueva Extremadura (Chile) García Hurtado de Mendoza, tomó posesión de estas islas para la corona española.
En 1567 fue conquistada pacíficamente por Martín Ruiz de Gamboa controlando a los dóciles indios cuncos y comenzó a ser poblada por los españoles provenientes de la actual zona central de Chile; posteriormente después del desastre de Curalaba en 1598, un gran número de personas se refugiaron en las islas procedentes del continente, huyendo de la rebelión mapuche y que significó la partición de Chile en dos zonas aisladas entre si. Después de la destrucción de las siete ciudades continentales en 1600, entre el río Biobío y el canal de Chacao, el archipiélago quedó aislado del desarrollo cultural del resto del continente y generó una cultura insular con características propias.
Pero ya anteriormente los indígenas de estas islas, a pesar de pertenecer a la misma familia étnica que los continentales, se diferenciaban de ellos por su civilización, sus costumbres y su forma de vivir. No eran ni guerreros ni fieros, sino mas bien pacíficos y tranquilos, no practicaban la poligamia. Dispensaron a los primeros hombres blancos que pisaban su tierra un recibimiento cariñoso y hospitalario. Los españoles adoptaron muchas de sus costumbres.
Los chonos, anteriores pobladores y desplazados al sur tenían una cultura inferior. Eran excelentes marinos que podían navegar muchos kilómetros en sus embarcaciones llamadas dalcas. Una de sus costumbres es el curanto, una comida hecha en un hoyo en la tierra que se cocina con piedras recalentadas y se cubre con hojas de nalca. Luego de su contacto con los huilliches también practicaron incipientemente la agricultura, principalmente de la papa, mientras que los huilliches que eran agricultores, adoptaron las costumbres marineras de los chonos, dadas las necesidades que les impuso el medio.
Ruiz de Gamboa llamó a Chiloé Nueva Galicia, debido a la similitud de las colinas, el verde y la bruma con el territorio del noroeste de la península Ibérica. También fundó la ciudad de Castro. Hoy la isla Grande de Chiloé está repartida entre una zona poblada al este y otra mas salvaje y despoblada al oeste.
En 1600 sufrió la mas importante incursión de los corsarios, cuando cinco naves holandesas de Baltasar de Cordes tomaron Castro con ayuda de los indios de Lacuy, hasta que fueron expulsados por los españoles y sus vecinos, dada la aversión que causaron en los huilliches.
Chiloé dependía de las rutas marítimas para contactar con el mundo. La ciudad más cercana era Valdivia, que estaba a 400 km, Concepción se encontraba a 800 km, Valparaíso el principal puerto de Chile a 1.100 km, y nada menos que a 3.400 km se encontraba El Callao, máximo punto con el que se tenía contacto directo y regular, equivalente a 30 o 40 días de navegación. El puerto peruano era el único con el que los isleños tuvieron contacto continúo hasta fines del siglo XVIII.
Los primeros españoles que llegaron fueron gallegos, y eso marcó para siempre el carácter del lugar, cuando se mezclaron con la población local. Los mitos y creencias de los chonos y huilliches se integraron de manera inmediata en la mitología que aquellos gallegos traían consigo y las tradiciones célticas se fusionaron con las del lugar.
Desde su llegada, a principios de 1567, se produjo entre españoles peninsulares y sus descendientes, una simbiosis cultural con los aborígenes del archipiélago. Así fue con las artes y las técnicas de navegación, con el uso de los recursos naturales y con el lenguaje y la fe, que constituyeron un universo de comunicación poco habitual. Los habitantes de las islas del archipiélago de Chiloé estaban mas cerca de Lima y las islas remotas del Pacífico, que del Chile continental. Tanto por la vía del intercambio comercial y administrativo, como por los intermitentes arribos procedentes de Europa a través del estrecho de Magallanes o por el paso del cabo de Hornos, se conectaba Chiloé con el mundo civilizado en esos tiempos.
Por otra parte los chiloenses no tenía la mejor relación con los mapuches a causa de las malocas del siglo XVII que los hacían mirar con recelo. El gentilicio moderno chilote era antiguamente chiloano, chiloense o chiloensis. Al parecer los chilenos del continente le añadieron la partícula «TE« en señal de desprecio hacia los isleños por su fidelidad a la corona española. Pero en la actualidad el pueblo de Chiloé ha adoptado el gentilicio chilote con naturalidad.
En los primeros años los mercedarios y franciscanos estuvieron a cargo de la labor espiritual. En 1608 llegaron los primeros jesuitas, y en 1612 fundaron la primera iglesia en Castro para evangelizar a los nativos. Fueron haciendo capillas por todo el archipiélago, así en 1767 ya había 79, y hoy se pueden encontrar más de 150. Tras la expulsión de la población jesuita en 1767, la orden franciscana asumió la asistencia religiosa de la isla desde 1771. Dieciséis de esas iglesias de madera construidas por los sacerdotes jesuitas, forman hoy parte del Patrimonio Cultural de la Humanidad de la UNESCO. Son las siguientes:
- San Antonio de Colo (Colo)
- Nuestra Señora del Patrocinio (Tenaún)
- San Juan Bautista (San Juan)
- Nuestra Señora de los Dolores (Dalcahue)
- San Francisco (Castro)
- Nuestra Señora de Gracia (Nercón)
- Santa María (Rilán)
- Santa María de Loreto (Achao)
- Nuestra Señora de Gracia (Quinchao)
- Santuario Jesús Nazareno (Caguach)
- Nuestra Señora del Rosario (Chelín)
- Jesús Nazareno (Aldachildo)
- Natividad de María (Ichuac)
- San Antonio (Vilupulli)
- San Carlos de Borromeo (Chonchi)
- Santiago Apóstol (Detif)
La costa oriental de la Isla Grande de Chiloé contiene nueve de estas iglesias, otras tres están en Lemuy, dos en Quinchao, una en Caguach y una en Chelín.
Cobró la provincia importancia en el virreinato cuando España se enteró de la presencia de la flota inglesa de Anson en el golfo de Penas, sospecha que aumentó cuando en 1750 el gobernador de la isla, Antonio Narciso de Santa María, sugirió al virrey del Perú que el primer objetivo inglés sería precisamente la isla, por tener los mantenimientos y la mejor posición estratégica, para luego intentar apoderarse de Chile y el Perú.
El último tercio del siglo XVIII vino a reforzar los vínculos de los chiloenses con la corona española. Se fundaron ciudades (San Carlos de Ancud), se edificaron fuertes, se construyeron caminos, se impulsaron los astilleros y se desarrolló el comercio. En lo social, se suprimió el régimen de la encomienda, otorgándosele al veliche (indígenas chilotes) igualdad de derechos con la población hispánica y reconociéndoseles la propiedad de sus tierras ancestrales. Se impulsó la educación y la salud pública, se dio sustento a las clases sociales más desposeídas mejorando sus condiciones de vida.
Se creó la ruta terrestre del Camino Real que permitía el abastecimiento y comunicación del archipiélago con toda la región norte continental comprendida entre Valdivia, Osorno y Chiloé, mitigando de esta forma la dependencia de los barcos provenientes del Callao con los productos indispensables, abriendo así un mercado efectivo para los chiloenses.
Por razones como éstas, a lo largo del siglo XVIII se habían sucedido numerosas peticiones desde el cabildo de Castro para la recuperación del área de Osorno, ya que en los Llanos de Osorno los isleños podrían “descargar la tierra” del excesivo número de habitantes que se estrechaban en el corto terreno desmontado y útil para cultivar del archipiélago.
También se habilitó un camino terrestre entre Castro y San Carlos de Ancud, llamado camino de Caicumeo, terminado en 1788. Fue la primera senda que atravesaba el impenetrable bosque de la isla para la comunicación entre ambas villas, además de su objetivo militar o de defensa, para incrementar el comercio, e intentar hacer productivas las tierras boscosas del interior. Este camino fue obra del gobernador Francisco Hurtado.
En 1767 Chiloé pasó a depender directamente del virreinato del Perú y de la Real Audiencia de Lima en lugar de la Capitanía general de Chile. La Corona autorizó al virrey del Perú Manuel Amat y Junyent a que se hiciese cargo de su fortificación y defensa y entregara su gobierno al militar que el mismo dispusiera. Así lo hizo, reemplazando al gobernador de Chiloé Manuel Fernández de Castelblanco por el capitán Carlos de Beranger y Renaud.
Beranger levantó el Fuerte y Villa Real de San Carlos de Chiloé, actual ciudad de Ancud (1768), que se convirtió en una de las plazas más potentes del Pacífico Sur, encargada de resguardar la denominada ruta marítima del Cabo de Hornos. Luego, en 1784 se creó la Intendencia de Chiloé, dependiente de Lima, que incluía las tierras continentales adyacentes.
Los españoles crearon un sistema defensivo en Chiloé, con el fin de evitar la penetración en el archipiélago de naves enemigas de la Corona española.
Estaba dividido en tres niveles interconectados y dependientes entre sí: los centinelas, las baterías y los fuertes.
En su nivel básico, una agrupación de centinelas o vigías debía custodiar, en turnos de día y noche, las dos riberas de la entrada del Canal de Chacao; y en Cucao (en el caso de Castro), por medio de una red de posta. Así, ante la incursión de una nave extranjera o la detección de otro suceso anómalo, daban aviso por medio de disparos o señales de humo, susceptibles de ser divisados por la guardia de una batería o un fuerte.
Era el modo de alertar tanto a civiles como a militares de un posible ataque. Una vez que el centinela advertía la entrada de un enemigo por el paso oceánico o ribereño, entraba en función defensiva el segundo nivel: las baterías.
Advertidas de la presencia de un invasor, las baterías respondían automáticamente a través del fuego de sus cañones que, por lo general, estaba compuesto de seis piezas de artillería. Los cañonazos debían alcanzar, como máximo, hasta la mitad del cuerpo de agua, donde las corrientes marinas ejercían un papel cómplice y contribuían a acercar a las naves intrusas hacia la ribera, exponiéndolas a los disparos de los puestos militares.
En el tercer nivel del sistema defensivo entraban en acción los fuertes. Un fuerte en Chiloé, según fuese su emplazamiento y función, podía ser catalogado de marítimo o de interior. El primero se emplazaba en el borde costero y su función defensiva era externa, toda vez que protegía a la provincia de las agresiones de piratas, corsarios y armadas enemigas (es el caso de los fuertes de San Carlos, Agüi, Carelmapu y Chacao). El segundo, en cambio, estaba asociado a la defensa interior del archipiélago.
En términos generales, los fuertes que entraban en combate contaban con una importante dotación de oficiales, tropa regular y milicias y abrían fuego con no menos de diez cañones. Estaban repartidos en cuatro zonas:
La parte mas importante del sistema defensivo español se encontraba en la costa norte de la isla, en el canal de Chacao, con tres fuertes: En el noroeste el fuerte de Agüi con las baterías de Chaicura, Barcacura y Corona y el centinela Guapacho. Éstos dominaban la costa meridional de la entrada.
En el centro norte el fuerte San Carlos de Ancud y las baterías San Antonio, Campo Santo, El Muelle y Puquilllahue. Controlaban el centro del Canal de Chacao. Enfrente, al otro lado del canal ya en el continente, se encontraba el fuerte de Carelmapu y sus baterías, que debían custodiar el borde marino septentrional del paso de Chacao, desde su acceso hasta el sector de Pargua.
En el noreste el fuerte de San Antonio de Chacao y sus baterías Remolinos, Pampa de Loba y La Poza, debían proteger al canal del mismo nombre y el fondeadero.
Había otro fuerte en el área del centro de la Isla Grande, al este de la isla, de la que dependía el puerto interior que era el fuerte de Castro y la batería marítima. Algo más al sur se encontraba el fortín de Tauco.
La gobernación-intendencia de Chiloé, que lo era desde 1784 actuó de manera completamente distinta a la de la Real Audiencia de Chile, durante el proceso de conformación de juntas de gobierno en América y las guerras civiles de independencia, entre 1809 y 1826. En 1810, cuando se inicia en Chile la insurgencia que terminará después de 15 años de guerra civil con la independencia del país, Chiloé se mantuvo leal a la Corona y al gobierno virreinal, y en su jurisdicción se formaron una serie de milicias que combatieron contra las fuerzas insurgentes en la zona central de Chile, y en algunos casos también en territorios actualmente parte de Bolivia y Perú.
En realidad, la actuación de la provincia de Chiloé fue la antítesis de la de Chile. Se actuó como tal, con un sentido de un pasado común y fidelidad a la monarquía. Por otra parte tampoco a nadie en Chile se le ocurrió invitar a participar en el nuevo gobierno de 1810 ni en los sucesivos, al país que estaba más allá de Concepción. Tanto la plaza y fuerte de Valdivia como la provincia de Chiloé, eran considerados mundos aparte, vinculados más al Perú que a Chile.
Los chilotes participaron en todas las campañas contra los insurgentes independentistas de Chile desde 1813 hasta la ocupación de Santiago y luego en Perú y Alto Perú, hasta Ayacucho y el asedio de El Callao, cuando en este último, la fortaleza Real Felipe al mando de Rodil resistiría casi dos años, mientras ellos lo hacían defendiendo la Isla Grande de las acometidas de Cochrane y Freire.
Al menos unos 2.000 chilotes sirvieron en el ejército real de Chile en el continente, desde Valdivia al Altiplano. Se destacaron en las acciones de Chillán (1813), Rancagua (1814), Venta y Media (1815), Sipe-Sipe (1815), Valdivia (1820) y Ayacucho (1824), entre otras. Sus escuadrones fueron el Batallón de Veteranos de San Carlos, el Cuerpo de Milicianos de Castro, la Brigada de Artillería y el Batallón Chiloé.
En el proceso, que duró desde 1811 a 1826, pueden distinguirse dos etapas: una primera, entre 1811 y 1818, en que los chilotes combatieron en suelo continental chileno contra los revolucionarios, y una segunda, entre 1818 y 1826, en que la isla fue el centro de operaciones de las acciones en contra de los insurgentes de Chile y Sudamérica, enviando al continente hombres y refuerzos de todo tipo, y preparándose militarmente para recibir los refuerzos que se esperaba llegasenn desde Perú o España y embarcarse para liberar a Chile y al propio Perú.
Una vez firmada la independencia en el centro y norte de Chile el 12 de febrero de 1818, las tropas del ejército Real se replegaron al sur del país, desde donde se pretendía iniciar la reconquista del territorio perdido. La isla de Chiloé continuó siendo fiel a la Corona Española.
En 1820 caen en manos independentistas las provincias del sur, Valdivia y Osorno, y luego de la batalla de el Toro, en marzo, todos los territorios al norte del río Maullín. Este año Chiloé sufrió el primer intento de invasión por parte del británico Lord Cochrane en nombre de la nueva república de Chile. Aunque se logró repeler el ataque, la pérdida de casi todas las tierras del continente significó la práctica imposibilidad de recuperar para el bando del Rey la zona central del país, y marcó el inicio de la resistencia aislada de la provincia.
En diciembre de 1821, O’Higgins decretó entonces el bloqueo político y comercial del archipiélago, promulgando un decreto por el cual “todo buque amigo o neutral, bajo cualquier pabellón, que se presente en cualquier punto de los puertos de Chiloé, será detenido y remitido a Valparaíso para ser juzgado conforme a las leyes de naciones”.
Al mismo tiempo envió una carta al gobernador de Chiloé Antonio de Quintanilla y Santiago, instándole a que abandonase la defensa y se uniese a la república. La respuesta de Quintanilla, como había sido la tónica hasta entonces, fue la de mantener la actitud de lealtad a la Corona. En su tono cordial característico manifestó a O’Higgins que era:
“verdad que los asuntos de América tal como usted me los anuncia, se hallan favorabilísimos al sistema de independencia; pero también lo es, que el gobierno español, ha de hacer el último esfuerzo a su restauración: esta guerra es demasiado dilatada; y muy sensible no se haya efectuado un tratado que conciliase los intereses de ambos hemisferios, para que cesando los horrores de ella, pudiésemos unirnos con la mayor fraternidad”.
En abril de 1824 tuvo lugar un nuevo intento de invasión de Chiloé, en esta ocasión dirigido por el general Ramón Freire, que contando con 1.800 hombres embarcados en seis naves, fueron derrotados por las tropas al mando del gobernador que continuaba siendo el general Quintanilla, en la batalla de Macopulli.
Ramón Freire contó también con el apoyo de oficiales extranjeros como el inglés Tupper o los franceses bonapartistas Beauchef y Bacler D’Albe y el italo-francés Rondizzoni. En la Armada que lo acompañaba, varios navíos iban mandados por oficiales ingleses como Robert Foster y Robert Simpson. La Armada chilena creada en 1817 contaba únicamente al principio con oficiales extranjeros: ingleses, estadounidenses y franceses; y sus tripulaciones también lo eran en sus dos terceras partes. Era conocido que la Armada inglesa era omnipresente en la zona.
No obstante, en este episodio del año 1824, los ejércitos leales al Rey pierden los últimos fuertes continentales de Carelmapu, Calbuco y Maullín, y ahora si, Chiloé queda relegado a una condición completamente insular. A esta pérdida se sumó los negativos resultados de la batalla de Ayacucho de diciembre de ese año, que marcó el fin del Virreinato del Perú, y convirtió a Chiloé en una gobernación militar aislada.
Dos años después de la derrota, el general Freire vuelve con un poderoso ejército de casi 3.000 hombres, 4 buques de guerra y 6 naves de transporte y logra desembarcar en la Isla Grande y derrotar en las batallas de Pudeto y Bellavista a las tropas de Quintanilla, que determinan el futuro de la isla. La pérdida de la última provincia española en América del Sur se produjo el 19 de enero de 1826.
Finalmente, el gobernador Antonio de Quintanilla se vio obligado a firmar Tratado de Tantauco, y con ello se selló la incorporación de Chiloé a Chile, casi ocho años después de la proclamación de independencia de este país.
El 22 de enero de 1826 se arriaron las últimas banderas reales, relevadas por los colores chilenos. De manera simultánea y casual, a mas de 3.400 km de distancia en la lejana Lima, el mismo día 22 de enero, las fuerzas leales a la Monarquía hispánica de la Fortaleza del Real Felipe en el Callao capitulaban tras dos años de sitio. Allí eran los colores de la bandera peruana los que relevaban a la española. De esta forma España fue desalojada definitivamente de sus últimas posesiones en el Pacífico sur americano.
Fue parte de la disputa entre dos naciones, una que comenzaba a surgir, y otra, que deseaba mantener su hegemonía en América. Todo estaba perdido, pero la Isla se mantuvo incólume ante el deseo fervoroso de vivir del lado de la potencia hispana. Más españoles que chilenos, los chilotes lucharon incesantemente por mantener su espacio natural, y a pesar de todos los agobiantes problemas que se presentaron durante el período de extremo conflicto, se mantuvieron en su posición.
Desde que Chiloé había sido vinculado directamente al virreinato del Perú, se había intentado equilibrar el desventajoso intercambio de productos que imponían los comerciantes limeños, lo que había sido, evidentemente, muy valorado. Era entonces una provincia más activa. Pocos años después, autoridades, vecinos, indígenas y religiosos se sorprendieron cuando llegaron noticias de un Chile separatista. Era este un reino lejano, más ajeno que el del Perú, y con una experiencia histórica distinta a la de Chiloé.
La población hoy de Chiloé desciende principalmente de la mezcla entre los aborígenes (huilliches, cuncos, payos y chonos) y los españoles, con aportes posteriores de chilenos de otras regiones y unos pocos extranjeros (alemanes y croatas). Durante la época hispana existieron pueblos de indios (Queilén, Chonchi, Tenaún), pueblos de españoles (Chacao y Quenac) y otros mixtos (Castro, Dalcahue, etc.), con lo que la proporción de cada etnia tenía variación local. Todavía en la actualidad existen apellidos característicos de cada sector.
En Chiloé, el mar y el bosque son protagonistas. Madera por todos lados. Madera en los barcos, en las casas y en esas iglesias tan especiales. La tabla de alerce, un especie de cedro rojo muy resistente a la humedad, era la moneda de la provincia, cuyas medidas establecidas eran el “real de madera” (una curiosidad usada solo en Chiloé antes de la introducción del metálico), y se intercambiaban en la feria anual que se realizaba en Chacao.
También lo son los abundantes recursos alimentarios que han dado origen a una gastronomía típica de curantos y milcaos, complementada con variedades de papas y de frutas que no se encuentran en otras latitudes. Un conjunto de tradiciones como la cestería empleada en la recolección de estos productos y su evolución como artesanía utilitaria y ornamental, al igual que lo textil, los retablos de figuras religiosas, la música, los bailes, el folclore, las ceremonias devotas, se mantienen en el tiempo.
Si algo ha perdurado incólume es la fe católica y la devoción a los santos patronos en los pueblos. Allí se conserva todo el vigor espiritual que sembraron en el alma chilota los misioneros jesuitas desde los albores del siglo XVII. Así ha llegado Chiloé hasta hoy en un momento crucial de transición y a un paso de la integración física con el resto del país con el proyectado, aunque polémico, puente Chacao.
Y todo esto está sucediendo justo cuando la modernidad está tocando la puerta de esta cuasi nación, como la llamó en sus tiempos Alonso de Ovalle. Pero, aún con todo lo nuevo, Chiloé aún mantiene algo de su modo de ser, algo de ese aire diferente respecto de la sociedad mayor. Se percibe con solo cruzar el Desaguadero y al poner los pies en la isla.
Poco antes de morir, Gabriela Mistral escribió: «Cuando la noche se cierra completamente como un arca, y se hace tan larga que parece no querer acabar nunca, los viejos y los niños chilotes, o ambos, en torno, cuentan todo lo bien que saben contar viejos y niños, la historia de «veras«».
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