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El camino del recluta hasta la cubierta de un galeón era largo e incluía sumar entre 18 y 40 años, ser robusto y, a ser posible, pertenecer a una región con tradición marinera
Robustez, contar menos de cuarenta primaveras a las espaldas o pertenecer, en la medida de lo posible, a una región considerada costera y con tradición marinera. Estos son solo tres de los requisitos que debían cumplir todos aquellos reclutas que aspiraran a convertirse en miembros de los Tercios españoles embarcados; la infantería encargada de proteger las naves del Imperio y que fue alumbrada de forma oficial por Carlos V después de 1537. Unidas tradicionalmente a las galeras, lo cierto es que estas unidades prestaron también servicio en los galeones que, mes si y año también, se enfrentaron a los piratas y corsarios que trataban de saquear las riquezas de la monarquía.
Duras condiciones
Para empezar, lo que está claro es que todos estos combatientes debían tener claro que vivir en una galera, una naos o un galeón (este último, el transporte habitual para el Atlántico), suponía un verdadero reto. Así lo explica Leopoldo Stampa Piñeiro en su nueva y completa obra, «Los galeones de las especias. España y las Molucas» (Edaf, 2020). En sus palabras, y con la salvedad de los capitanes de la infantería embarcada, los soldados «vivían en la cubierta o en la bodega, a proa, durmiendo sobre esteras». La superficie de la que disponían para ello no era más de 1,5 metros cuadrados por persona y solo tenían de una caja para guardar sus enseres.
Tal y como explica Piñeiro en su nuevo libro, tanto los Tercios embarcados como los tripulantes convivían durante el trayecto con animales vivos subidos al galeón como reserva de víveres y con la suciedad. «El aseo personal era precario. El agua estaba racionada y lavar la ropa solo era posible en las escalas», añade. Lo mismo pasaba cuando deseaban enjugarse la cara o las manos. «La higiene mínima provocaba que las invasiones de pulgas, piojos y chinches tomasen forma de legión en los rellenos de los colchones, en las costuras de las ropas y entre las tablas de cubierta», completa el autor.
Según explica, solo sumergiendo en el mar ropa y tejidos podían librarse de estos insectos. «Otra plaga eran las cucarachas y los roedores que causaban daño a los víveres almacenados», incide. Este precario sistema de aseo era similar en las letrinas, unas «tablas agujereadas, por encima del agua -asiento que pendía sobre las olas-, llamadas “jardines”» y que los soldados de los Tercios y la marinería debían usar con cuidado debido a las olas. Solo se libraban de ellas los mandos. «En el caso de los galeones las letrinas de los oficiales se encontraban en la galería o plataforma exterior, protegidas por una pasarela que rodeaba la popa», finaliza.
Reclutamiento
Una vez que entendían que la vida en el mar era su primer enemigo, tocaba hacer frente al alistamiento. Como regla general, y cuando se hace referencia a los Tercios embarcados, la recluta tenía su origen en el monarca. Este era el encargado de seleccionar a la persona responsable de dirigir la Armada de turno. A continuación, se procedía a establecer el número concreto de marineros y combatientes (infantería) que reforzaría los bajeles. Lo habitual era que, para esta tarea, se escogiera a unidades que ya hubieran servido en la Carrera de Indias o, en su defecto, en otras flotas similares. Si estos escaseaban, se solicitaban combatientes bisoños.
Desde finales del siglo XV, el sistema de reclutamiento de los Tercios fue siempre el mismo. Cada capitán desplegaba su bandera en un lugar determinado del territorio nacional (pueblos, ciudades o costa) y alistaba a los nuevos hombres. Según desvela Francisco Javier San Martín de Artiñano en «La defensa militar de la Carrera de Indias: la infantería de armada y el tercio de galeones (1521-1717)», sucedía otro tanto en aquellos que podían ser destinados a los mares. La única salvedad es que sus oficiales solían recabar nuevos hombres en regiones como Galicia, Cádiz, Huelva o Sevilla. La idea era sencilla: conseguir soldados con conocimientos básico sobre el mar.
Esta tendencia se exacerbó a partir de finales del siglo XVI, cuando el incremento de los negocios españoles en las Américas, la ampliación de los nuevos territorios descubiertos y las posteriores guerras contra Francia, Holanda o Inglaterra obligaron a aumentar la cantidad de hombres que dotaban las armadas costeras y de escolta. Antes, sin embargo, se habían nutrido de soldados guarecidos en Málaga o Cádiz, puertos desde donde salían los abastecimientos y los relevos hacia Italia. No obstante, la multiplicación de buques que viajaban al Nuevo Mundo y de pasajeros que ansiaban enriquecerse al otro lado del Atlántico obligó a llevar a cabo estos cambios.
Más requisitos
¿Por qué se alistaban los nuevos reclutas? En palabas de San Martín, las causas variaron a lo largo de los siglos. En los primeros años, mediado el siglo XVI, algunos lo hacían por «el ansia juvenil de correr aventuras», la esperanza de «borrar en los combates un nombre manchado por cualquier lance adverso» o por mera exaltación religiosa y militar. Pero las derrotadas de la Grande y Felicísima Armada, así como la desmoralización que generó el ataque a Cádiz por parte de los ingleses en 1596 (en el que la armada de Charles Howard saqueó la urbe) provocaron un descenso en la llegada de nuevos hombres.
En «A tocapenoles. Guerra de galeones», Miguel del Rey explica que, para los nuevos soldados, unirse a un Tercio (tanto embarcado como de tierra) era una verdadera aventura, pues el alistamiento se realizaba por tiempo indefinido, hasta que el rey o los capitanes generales concediesen la licencia. «Además, los reclutas contraían una serie de obligaciones de las que las esenciales eran salir a servir al soberano en cuanto se les llamara, no abandonar las armas sin licencia, cumplir los deberes del soldado, observar la más severa disciplina y ejercitarse los días que se señalaban», añade el autor español.
Tampoco se admitía a todo aquel que quisiera prestar servicio. Entre los requisitos para ser un soldado de los Tercios se hallaban la robustez (era necesario contar con buena salud para no suponer una carga para los compañeros) o tener una edad que oscilara entre los 18 y 40 años -algo que no se cumplía siempre, ya que era relativamente habitual ver a chicos de 15, 16 o 17 primaveras y a veteranos con más de 45-. Pero… ¿Qué se consideraba recio por entonces? A nivel físico, y solo como un apunte que permita al lector hacerse a la idea, los hombres de la Península Ibérica medían de media 1,60 (Don Juan de Austria era considerado más alto que la media con su 1,72) y pesaban, en consecuencia, menos que en la actualidad. De esta forma lo explica Magdalena Pi Corrales en «Tercios del mar: Historia de la primera infantería de Marina española».
En el caso del olvidado Tercio de Galeones (estudiado por San Martín y encargado de la protección de este tipo de navíos), también era obligatorio ser español, cosa que no sucedía en el resto. A su vez, se consideraba más aptos para el servicio a los hombres que no habían adquirido obligaciones maritales. «El soldado no debía casarse ni vivir en concubinato para no tener ataduras y estar permanentemente dispuesto a las exigencias de la guerra. En ningún caso se permitía la homosexualidad, que estaba terminantemente prohibida», añade Del Rey en «A tocapelones».
Por descontado, los nuevos reclutas debían mostrar buena conducta y costumbres, probar que eran honorables y dignos de confianza, ser buenos cristianos y huir de los pasatiempos perjudiciales y deshonrosos. Esta era la regla general, aunque tampoco resultaba extraño que, en épocas en las que no hubiera suficientes reclutas con dichas características, el monarca aprobara aceptar hombres de dudosa moral tales como vagos, pordioseros, mendigos o criminales.
Mal vistos
La mayor parte de los soldados, con todo, eran de procedencia social variada. En las filas de los Tercios era posible hallar artesanos, labradores, sastres, pintores, barberos… Aunque también hidalgos venidos a menos o, en el caso de los capitanes, nobles de segundo nivel, solteros y con dos años de experiencia en los campos de batalla (requisito que no siempre se cumplía).
Tampoco era extraño ver a los llamados «ventureros» o «aventureros»: combatientes de fortuna que elegían cuándo entraban en batalla y que no recibían soldada, pero sí tenían derecho a botín. Aunque no eran bien considerados ni en tierra ni en mar y solían ser tildados de «incordio», el nombre que, según afirma Fernando Martínez Laínez en «Tercios de España. Una infantería legendaria», recibían los forúnculos o las enfermedades venéreas.
Las buenas intenciones y la habitual disciplina de los Tercios no evitaban, sin embargo, que la población viera a los soldados como unos pendencieros sedientos de violencia. Un error triste, pero recurrente, como dejó claro el mismo Francisco González de Bobadilla. «Cada uno de éstos parece caudillo de amotinadores y capitán de ladrones». Otro tanto señaló en 1596 el Comisario General de Infantería, Bernardino de Velasco, al reconocer «la enemistad que con el nombre de soldados tienen toda la gente común es tan grande que ningún delito se hace en todo el tiempo que hay leva de infantería que no se les cargue». A su vez, añadió que «generalmente, los soldados son odiados y mal vistos y tratados».
Entrenamiento y combate
Una vez que se contaba con el número de combatientes necesario para proteger a la Armada, se daban los pasos necesarios para desplazarlos hasta el lugar del embarque. Tras la revista, condición previa para ser considerado soldado, las compañías resultantes eran llevadas hasta puerto de salida por un comisario acompañado de un alguacil real.
El primero era el encargado de decidir como se hacían los desplazamientos y el lugar en el que se alojarían los hombres hasta su partida. Además, debía organizar la llegada de vituallas a la zona. Así lo corrobora Magdalena Pi Corrales en «Tercios del mar: Historia de la primera infantería de Marina española».
Una vez dentro de la unidad y (llegado el caso) del buque, los sargentos y cabos de escuadra procuraban repartir a los soldados bisoños entre todas las compañías para conseguir que aprendieran mejor las técnicas de los veteranos y no pusiesen en peligro la vida de sus compañeros más curtidos.
Los Tercios embarcados combatían mediante un sistema perfeccionado con el paso de los años. Los primeros en entrar en batalla durante el abordaje eran los arcabuceros. Estos podían dividirse en dos grupos (si el bajel era atacado por ambas bandas) o formar en uno de los laterales si no había más de un enemigo. En el último caso, se colocaban por parejas para alternarse a la hora de hacer fuego. El resto de combatientes, los más ágiles, les apoyaban ofreciéndoles pólvora y cartuchos.
Cuando ambos navíos tocaban borda con borda, los piqueros avanzaban de forma ordenada. Todos eran expertos en la lucha a espada y daga; además, y a pesar de que pudiera parecer más manejable, era normal que despreciaran la alabarda, pues sus múltiples puntas y rebabas la convertían en un peligro en caso de resbalón.
La forma de combatir sobre un navío quedó recogida en la «orden o instrucción sobre el modo y manera que se ha de tener para pelear en el mar», fechada con total probabilidad en el siglo XV:
«El modo que se ha de tener para pelear en el mar es el siguiente: primero que el General o Capitan salga del Puerto ha de hacer alarde de su gente, poniendo a los arcabuceros adonde tiren de puntería, y aquellos que peor lo hicieran apartarlos a una parte y entregárselos al condestable de la artillería para que le sirvan de ayudantes… A los soldados de más movilidad se les ha de entregar el zurrón de la pólvora al tiempo de la batalla para que la guarde del fuego como conviene, y asímismo los cartuchos: los demás ayudantes han de estar dos en cada pieza con sus espeques en la mano para agotar la pieza a popa y a proa, y a babor y a estribor, porque no pierda de andar el navío».
«El condestable y demás artilleros han de dar muchas lecciones a sus ayudantes para que lo sepan hacer al tiempo de la batalla: ha de repartir sus picas, a cada artillero las que le cupieren entregando los de popa y proa a los más marineros, porque sepan mandar al que gobierna, que bote el timón a babor y a estribor para que haga el tiro a su gusto. El general ha de mandar a su sargento mayor reparta las escuadras, a uno del árbol mayor a popa, y otro del árbol a proa, así por una banda como por otra, señalando a cada soldado su saetera. Y si viniere un sólo navío a abordar, se ha de pasar el soldado de la otra saetera, para tirando el soldado de aquella saetera, tire el otro por la proa entretanto que el otro carga con mucha presteza, guardando los frascos y frasquillos con mucho cuidado del fuego, y especialmente los que están debajo de cubierta».
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