domingo, 30 de abril de 2023

La revolución del Conde-Duque de Olivares que acabó con el vicio (y la diversión) en España

 XavierCadalso



Retrato ecuestre del Conde-Duque de Olivares. ABC
Retrato ecuestre del Conde-Duque de Olivares. 

En el nuevo libro ‘Olivares: reforma y revolución en España (1622-1643)’, editado por Arzalia, Manuel Rivero Rodríguez explica el enorme calado de las reformas morales que pusieron punto final al Siglo de Oro

Cuenta la tradición que siendo príncipe Felipe IV era engreído, antipático, caprichoso y se hacía rodear de palmeros que le reían los desplantes como si fuera el más brillante cómico del planetaGaspar de Guzmán y Pimentel, el gentilhombre de cámara del príncipe, se convirtió en una víctima habitual de las fanfarronadas del joven. Un día Olivares se encontraba recogiendo el orinal del príncipe cuando éste comentó con voz clara, y en su presencia, lo cansado que estaba de ver la cara del conde cada día. El suyo constituía un aspecto grave, de tez morena, ojos duros y aspecto robusto. Frente a las risas que siguieron, Olivares se limitó a besar el receptáculo de las deposiciones principescas sin hacer comentario alguno. Era su forma de decir que por obediencia estaba dispuesto a todo.

La hegemonía de Conde-Duque de Olivares en el reinado de Felipe IV resultó inesperada, pero marcó el comienzo de un cambio tectónico para la Monarquía española. En el nuevo libro ‘Olivares: reforma y revolución en España (1622-1643)’, editado por Arzalia, el catedrático de historia Moderna de la Universidad Autónoma de Madrid Manuel Rivero Rodríguez profundiza en las circunstancias en las que accedió al poder un hombre que llevó a cabo una revolución cultural que cambió de arriba a abajo España.

«Siempre se le ha tratado como un fracasado por sus reformas y su estrategia internacional, pero, en realidad, si nos detenemos en cuáles fueron sus objetivos tuvo bastante éxito en un ámbito que no es muy visible, la política interior, y, sobre todo, en la moralización de la vida pública. Tuvo un gran éxito en aspectos como la rendición de cuentas de los cargos públicos, a donde se debía acceder por méritos, o en combatir eficazmente la corrupción. Teniendo en cuenta los méritos de los servidores públicos, y no el hecho de ser hijos de o amigos de hizo que la administración fuera más eficiente. Fue una especie de revolución cultural en la cual propuso un modelo de vida basado en la frugalidad, la discreción y, sobre todo, una moral estoica», explica este catedrático de la Universidad Autónoma.

Al acceder al trono siendo un adolescente, el apodado Rey Planeta proclamó con pomposidad que quería «conformar su gobierno como el de su abuelo, Don Felipe II, y a este fin… en todas plazas pone ministros que han quedado aún de aquellas majestad». La elección de Baltasar de Zúñiga y Velasco respondía a este anhelo, si bien su imprevista muerte, en 1622, legó el testigo a su discípulo y sobrino, Don Gaspar. «Nadie pensaba que Felipe III fuera a morir joven. Cuando esto ocurrió de manera inesperada, Baltasar de Zúñiga colocó a sus hechuras, es decir, la gente de su familia en el entorno del príncipe. Si uno controla al heredero, maneja la sucesión. Olivares era una persona que no se había interesado por la política hasta que su tío le obligó a actuar en la Corte, pero tenía ideas teóricas que quería aplicar sobre lo que era una monarquía universal», asegura Rivero Rodríguez.

Olivares asumió como una exhalación el gobierno. Persiguió a los corruptos y sacó adelante leyes para restringir el lujo desaforado entre la nobleza. Esta revolución cultural tuvo un enorme calado en la sociedad española que trascendió a la muerte del Conde-Duque, por ejemplo en los límites de gasto que se mantuvieron en las leyes castellanas hasta la ‘Novísima Recopilación’ de 1804 o en la forma de vestir, donde se prohibieron muchas prendas como la lechuguina, comer y divertirse. Se cerraron los burdeles, se persiguió el vicio en todas sus acepciones. Reformas en pos de la austeridad que se suelen atribuir a razones económicas, pero que fueron más que eso.

«Todo entra dentro de este estilo de vida que, como decía Jovellanos, hizo que los españoles no supieran divertirse. Convirtió a la sociedad en algo muy severo y puritano», apunta el autor del libro, que ve una gran similitud con las reformas que llevaron a cabo en esas mismas fechas los puritanos ingleses de Cromwell. «Tuvo éxito en la moralización de la sociedad, pero provocó el final del Siglo de Oro. Acabó con la creatividad, la libertad de pensamiento y con todo lo que le da sentido a la vida. Esa vida que tenía la Corte de Madrid en los tiempos finales de Felipe II y durante el reinado Felipe III, alegre, con muchas obras de teatro representándose a la vez», añade.

El final del Siglo de Oro

La persecución del teatro y de muchas actitudes mataron la cultura y enfrentaron al valido con la Iglesia, que entendía que todo aquello entraba en su terreno, empezando por su obsesión por regular la moral de los sacerdotes, los frailes y las monjas. «Le preocupaba porque este grupo social tenía que ser ejemplar. Pero, claro, la Iglesia dice que eso es cosa suya, que los sacerdotes debían ser juzgados conforme los tribunales eclesiásticos y las leyes eclesiásticas. No obstante, Olivares no solo se empeñó en que las leyes vigilaran la moral del clero, sino también en que pagaran impuestos», afirma Rivero Rodríguez.

El político castellano entendía que la Iglesia, que gozaba de grandes recursos en una época de vacas flacas, también debía contribuir en la defensa del imperio. Este choque llevó a la ruptura de relaciones diplomáticas en el año 1640, donde se dejó de reconocer al Papa como jefe político y solamente como jefe espiritual. Además, derivó en que la Iglesia empezó a decidir por su cuenta lo concerniente a las misiones en América y en el Pacífico. «La Corona española estaba ocupada en la evangelización de Japón y de China, pero justo esa tensión con la Iglesia fue una de las razones por las que estos territorios se quedaron al borde de haber sido cristianizados», comenta el historiador sobre la importancia de las malas relaciones entre Madrid y Roma.

Claro que España tenía las manos ocupadas en mil frentes. Si el valido es recordado como un borrón en la historia de España es precisamente por su belicosa política exterior. «La tradición ha dicho que el Conde-Duque Olivares era un hombre vinculado al partido de la guerra, pero no era belicista, sino realista. Sabía que la guerra era inevitable. Con todo, se puede decir que fracasó porque España perdió la Guerra de los 30 años y perdió parte de su imperio. Entonces se da la paradoja que tiene éxito en todo esto de la reforma moral para prepararse ante la adversidad, pero luego fracasa cuando llegan todas esas adversidades», sostiene Rivero Rodríguez.

Para evitar la derrota de sus ejércitos, el Conde-Duque de Olivares presentó oficialmente en 1626 lo que vino a llamarse la Unión de Armas, según la cual todos los «Reinos, Estados y Señoríos» de la Monarquía Hispánica contribuirían en hombres y en dinero para defender las fronteras del imperio. Una medida que provocó un gran incendio en Cataluña y devino finalmente en la crisis de la monarquía en la que se independizó Portugal. No obstante, todo lo relacionado con la Unión de Armas está envuelta en una neblina de mitos que viene a presentar la medida como un puño opresor propio de tiempos absolutistas.

«No se puede encontrar ninguna ley, ninguna pragmática de abolición de fueros o de reducción de libertades, pues esa no era la intención de la Unión de Armas, que no era otra cosa que un proyecto de colaboración entre los reinos. Después de la colaboración exitosa de portugueses y españoles en la reconquista de Salvador de Bahía, se pensó en formalizar este tipo de colaboraciones para el conjunto de todos los territorios de la monarquía. Es decir, que hubiera una relación horizontal entre los reinos y no solo vertical del Rey hacia cada uno de sus reinos», aclara Rivero Rodríguez.

Como recuerda el catedrático de Historia, la sublevación de Cataluña en 1640 no fue una respuesta a la Unión de Armas, sino un problema puntual causado por la presencia de tropas de muy baja calidad en territorio catalán creando un sinfín de problemas. «Dado que el grueso del ejército español estaba en los Países Bajos, cuando los franceses iniciaron su ofensiva sobre Cataluña se reclutaron tropas a toda prisa, en su mayoría napolitanos procedentes de una amnistía a bandoleros. La revuelta no tuvo nada que ver con la pérdida de fueros, sino que estuvo causada por ese ejército fuera de control en la frontera catalana. Un ejército que saquea, que mata, que viola, que quema iglesias, que le roba los ahorros a los campesinos…».

La indignación popular derivó en una rebelión que no se recondujo hasta 1652 y que el nacionalismo catalán ha reinterpretado a la carta. Basta decir que con las tropas de élite, desplegadas en los Países Bajos, la situación en Cataluña hubiera sido muy distinta. Los franceses aprovecharon en su favor la debilidad española en ese frente.

Olivares vivía en el Palacio Real ocupado casi las 24 horas del día en las demandas del Rey y de su gobierno. Cuando había un problema urgente acostumbraba a pasarse la noche en vela y jamás rehuía una crisis. Al igual que en tiempos de Felipe II, los búhos volvieron al palacio. Asimismo, el conde era un gobernante bien preparado, magnánimo e incluso bienintencionado, frente a la codicia incendiaria de su predecesor el Duque Lerma. Él se aprovechó de la debilidad de espíritu y voluntad de Felipe III, mientras que Olivares lo hizo de la creencia de Felipe IV, cierta o no, de que no había hombre más adecuado para dirigir el imperio.

«Hay que entender que fue un Rey que empezó a gobernar con 16 años y que en ese momento era débil, un adolescente caprichoso y difícil al que Olivares le resultó bastante fácil dominar. El Rey era un hombre que se divertía mucho, al que se le atribuyen casi 60 bastardos, pero que luego, por lo que se ve en su correspondencia con Sor María de Ágreda, también se arrepentía de esos pecados. Tenía una psique atormentada entre el pecado y la penitencia y pensaba que los desastres que ocurrían en sus reinos eran por culpa de sus pecados. Olivares supo manejar muy bien esas contradicciones para controlar su voluntad», apostilla el historiador, quien distingue a ese Felipe del Felipe maduro, «que va a ser un auténtico soberano de Estado que llegó con pulso firme a la monarquía y, además, era una persona muy inteligente que hablaba varias lenguas e incluso se permitió el lujo de traducir obras clásicas».

El Conde-Duque podía mudar en pocos segundos de periodos de exaltación a fases depresivas, donde amenazaba en falso con retirarse de la política. A propósito de la conspiración de los «guzmanes», el Conde-Duque llegó a replantearse su existencia y su papel en la corte. Le confesó al Embajador de Venecia: «En cuanto a mí, me contentaría con firmar una paz y después morir». El 17 de enero de 1643, Felipe IV cumplió su deseo sin que cupieran humillación o reproches. El Rey le autorizó formalmente a retirarse por motivos de salud a su casa de Loeches. «Se divulgó luego la idea de que había caído en desgracia, pero la realidad es que Olivares ya no podía ni andar. Tenía las piernas hinchadas, estaba enfermo, sufría depresión y no sabemos si demencia senil o algo así. El día del cese lo tuvieron que sacar de palacio con mucho esfuerzo porque tenía obesidad mórbida. Estaba abatido», recuerda Rivero Rodríguez.




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