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En 1881, los Abd el-Rassul, una familia de saqueadores de tumbas, condujeron a los investigadores a un fascinante descubrimiento arqueológico: un lugar oculto en las montañas de Deir el-Bahari donde los sacerdotes de la dinastía XXI habían ocultado las momias de importantes faraones del Reino Nuevo.
En torno a 1870, un pastor llamado Ahmed conducía su rebaño de cabras por los alrededores de Deir el-Bahari cuando uno de sus animales cayó en lo que parecía ser un pozo natural. Tras seguir los balidos de la cabra para intentar rescatarla, el pastor decidió descender por la cavidad. A la luz de una vela observó que se encontraba en un corredor lleno de bultos: eran sarcófagos y otros objetos pertenecientes a los reyes que en tiempos pasados gobernaron su país.
Poco después, en el siempre activo mercado de antigüedades egipcias, empezaron a aparecer multitud de objetos que llamaron la atención de las autoridades, tanto por su buen estado de conservación como por pertenecer a un mismo período: la dinastía XXI. Todo parecía indicar que los saqueadores de tumbas habían encontrado un hipogeo real.
El rastro de los ladrones
Desde la dirección del Servicio de Antigüedades Egipcias se puso en marcha una investigación, iniciada por Auguste Mariette y continuada por su sucesor en el cargo, Gaston Maspéro. Éste llegó a Luxor en abril y, junto a su antiguo alumno Charles E. Wilbour, empezó a indagar sobre el origen de las piezas puestas en circulación en los últimos años. Wilbour se hizo pasar por un comprador de antigüedades dispuesto a pagar grandes sumas de dinero. Así fue como ambos dieron con una pista que les condujo al poblado de Gurna, junto al Valle de los Reyes, morada de saqueadores de tumbas durante generaciones. Allí vivían los hermanos Abd el-Rassul: Hussein, Mohamed y nuestro protagonista, Ahmed.
Aunque al registrar su casa sólo se encontraron objetos de poco valor, la policía decidió detener a Ahmed y a Hussein acusándolos de llevar a cabo excavaciones clandestinas y de venta ilícita de antigüedades, y los envió a Quena para ser interrogados por su temible gobernador, Daud Pachá. A pesar de las torturas, ninguno de los dos hermanos confesó, pero, a sabiendas de que la cosa no acabaría ahí, el hermano mayor, Mohamed, decidió desvelar, a cambio de una compensación económica, la ubicación del escondrijo del que su familia llevaba más de una década extrayendo piezas.
La policía decidió detener a Ahmed y a Hussein acusándolos de llevar a cabo excavaciones clandestinas.
La noticia sorprendió a Maspéro de viaje en Francia, así que fue su ayudante en el Museo de Bulaq, Émile Brugsch, el encargado de organizar la expedición que debía poner al descubierto la tumba. El 6 de junio de 1881, y bajo un sol abrasador, los Abd el-Rassul condujeron a Brugsch y sus dos colaboradores por la zona de Deir el-Bahari a través de un camino delimitado por salientes rocosos en forma de chimenea. En la base de uno de ellos se ocultaba un pozo con una profundidad de 13 metros. Mohamed bajó por él con la ayuda de un tronco de palmera y una cuerda, y tras retirar la arena de la entrada facilitó el descenso a Brugsch.
Momias y ataúdes reales
Tras atravesar la estrecha en trada, Brugsch se topó con el enorme sarcófago de un sacerdote de la dinastía XXI. A su lado yacían otros, y más allá se abría un corredor, que superaba los 20 metros de longitud, con el suelo repleto de vasijas, vasos canopes, ushebtis y diversos objetos esparcidos por doquier. Pero la gran sorpresa aguardaba al final del pasadizo. Como explicó Brugsch: "Al llegar a un recodo del pasadizo vi tal número de ataúdes que sentí que las piernas me temblaban".
"Al llegar a un recodo del pasadizo vi tal número de ataúdes que sentí que las piernas me temblaban", diría Brugsch.
En efecto, en un espacio cuadrado de cinco metros de lado reposaban, apoyados en la pared y tumbados en el suelo, ataúdes que contenían los restos de los más insignes faraones del Reino Nuevo: Amenhotep I, Tutmosis I, Tutmosis II y Tutmosis III, así como Ramsés I, Seti I y Ramsés II. Asimismo, en otro espacio, de seis metros de longitud, se disponían las momias de la familia real de la dinastía XXI, entre ellas las de los reyes Pinedjem I y Pinedjem II, y la de la reina Henuttauy.
De inmediato, Brugsch decidió poner a salvo todos los elementos descubiertos. Temeroso de la reacción de la población de Gurna, organizó un corredor humano de unos 300 hombres con el que vació todo el contenido de la tumba en menos de seis días. Sin embargo hay que lamentar que durante la extracción no se registrase el lugar que ocupaban los sarcófagos en el interior de la tumba, que no se hicieran dibujos del emplazamiento de las piezas y que no se tomara ni una so- la fotografía; Brugsch estaba privando a los futuros investigadores de las bases para estudiar uno de los mayores descubrimientos de la cultura faraónica.
¿Quién ocultó las momias?
Lo que intrigó a los arqueólogos desde el principio fue el tipo de tumba ante la que se hallaban. Algunos de los sarcófagos se encontraban en condiciones muy precarias y faltaban ajuares funerarios, pero, sobre todo, la cuestión principal era porqué habían sido enterrados juntos tantos reyes de distintos períodos. La explicación hay que buscarla en los poderosos sacerdotes de Amón que gobernaron Tebas durante la dinastía XXI, quienes, para evitar los continuos saqueos de tumbas del Valle de los Reyes, decidieron trasladar los restos de los sepulcros violados a un lugar más seguro, un escondrijo o cachette, como se denomina en francés.
Los sacerdotes decidieron trasladar los restos de los sepulcros violados a un lugar más seguro.
De ahí que algunas momias, cuando fue necesario, fueron vendadas otra vez antes de ser colocadas en sus nuevos sarcófagos. Este traslado de sarcófagos es mencionado en escritos de las tumbas originales que hacían referencia al cambio de destino eterno. En ocasiones, los sarcófagos ocupaban de forma transitoria alguna otra tumba considerada segura, pero al final fueron a parar al escondite de Deir el-Bahari.
Cuentan que cuando, el 15 de junio de 1881, el barco de vapor que transportaba el tesoro arqueológico extraído de la cachette de Deir el-Bahari abandonaba Luxor fue despedido por las campesinas con los mismos lamentos y llantos desgarradores con que las plañideras de antaño despedían a las comitivas fúnebres de los faraones. Los antiguos reyes dejaban su milenario lugar de reposo para formar parte, primero, del Museo Egipcio de Bulaq y, a partir de 1902, del nuevo Museo Egipcio de El Cairo.
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