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Los bereberes son los autores de las maravillas visibles y ocultas de esta ruta, protegida y de algún modo oculta por un lado por las montañas del Atlas y por otro, por las arenas del desierto. Constituyen un pueblo orgulloso y muy arraigado a sus tradiciones. Pero, ¿de dónde proceden? ¿de dónde vienen sus ojos claros y esas cabelleras rubias que tanto llaman la atención entre las poblaciones de la cordillera del Atlas?
No existe un acuerdo histórico sobre el origen de los bereberes. Hay una gran ambigüedad de opiniones que no permiten una rotunda afirmación sobre su origen real. Para el historiador Ibn Jaldún (siglo XIV), la raíz árabe de la palabra bereber significa mezcla de gritos ininteligibles y se refiere a las poblaciones de África del norte. Para otros, procede del berberus romano, vocablo utilizado por los ciudadanos de las urbes romanas para designar a los indígenas. De los siglos III al V, algunos hebreos y cristianos como San Agustín relacionaban los orígenes de los bereberes con los cananeos (habitantes de Canaán, lo que ahora es Palestina y el valle del Jordán). En cualquier caso, normalmente se considera al bereber como el habitante original del Magreb, oponiéndolo al árabe, que fue un invasor que llegó al norte de África en el siglo VII.
Los historiadores afirman que los pueblos cristianos vándalos germánicos que habitaban las orillas del Báltico llegaron a la Galia y a la península ibérica en torno al año 400 de nuestra era. Tres décadas después, unos 15.000 guerreros cruzaron al norte de África y conquistaron toda la costa mediterránea. Este dominio no duró más de un siglo. En el año 534 d. C., el imperio vándalo cayó en manos de los bizantinos. La invasión bizantina obligó a los vándalos a retirarse hacia el interior, en concreto hacia las montañas del Atlas. Y fue fruto de esa mezcla de genes, de los vándalos, en gran parte rubios y de ojos claros, con los habitantes de la costa mediterránea del Norte de África de donde proceden los rasgos germánicos de los bereberes.
Atravesar el Alto Atlas requiere un esfuerzo que se ve recompensado por los impresionantes paisajes por los que discurre la ruta. Hasta hace no mucho, alcanzar las interminables arenas saharianas significaba semanas de marcha a lomos de mulas o dromedarios desde la Medina de Marrakech. Los oasis, con su floreciente comercio de dátiles, fueron en otro tiempo la base principal de la economía precolonial. Su riqueza y la llegada de las tribus del desierto permitieron a tres de las dinastías reales alcanzar el poder, incluyendo, en el siglo XVII, a la actual familia gobernante de los alauitas.
En la actualidad, la carretera principal desde Marrakech que conduce al sur se inicia en los escasos palmerales que subsisten junto a la ciudad rosa. A pocos kilómetros, esta se va elevando mediante una suave pendiente que alcanza los pies del Atlas. A partir de aquí un cartel con una S marcada indica lo que se nos avecina: más de 100 kilómetros de curvas que alcanzan su máxima expresión al llegar al alto del Tizi n'Tichka, un puerto con una cota de 2.260 metros. Los últimos kilómetros son un alarde a la ingeniería y al esfuerzo de los miles de hombres que lucharon por abrir una carretera en medio de un paisaje caótico y casi sobrenatural, presidido por espectaculares barrancos, no apto para aquellos que padecen de vértigo.
Aldeas mimetizadas con el entorno
Aldeas mimetizadas con el entornoSin embargo, hay otra ruta, menos conocida, que igualmente nos conduce hacia el sur. Para ello, tendremos que alcanzar la población de Demnate, a unos 100 kilómetros al este de Marrakech. Esta carretera, menos cuidada que la ruta nacional del alto del Tichka, alcanza el valle de Tazaoute y el valle de Ait Boughemez. Ambos escenarios naturales albergan pueblos que muestran el nivel de sofisticación arquitectónica al que llegaron los constructores bereberes hace no muchos años.
Después de alcanzar el impresionante puente natural de Imi n'Ifri, el paisaje cambia bruscamente, tanto si se sigue hacia el valle de Tazaoute o hacia el de Boughemez. Las líneas verdes, rosas y malvas se ven interrumpidas por desfiladeros, barrancos y ríos que nos empequeñecen ante tal magnitud de formas y volúmenes. Es en este escenario en el que encontramos pequeñas aldeas mimetizadas con el entorno. Diminutos reductos humanos que han sabido, a lo largo de los siglos, sobrevivir a las invasiones árabes, a las duras condiciones climatológicas y al acecho de la sociedad globalizada en la que vivimos. Refugios de piedra o barro que cumplen su función protectora ante los ataques de otros pueblos o ante las inclemencias del invierno. Edificaciones conocidas como kasbas. La palabra árabe casba, kasba o kasbah (tighermt o ighrem en bereber), que en más de una ocasión hemos leído o escuchado cuando nos referimos a Marruecos, siempre se interpreta de diferentes maneras. En nuestro idioma sería el equivalente a un castillo. Al norte de la cordillera del Alto Atlas, las kasbas eran fortificaciones destinadas a proteger a las tropas que luchaban contra los disidentes.
Majestuosos castillos de barro
Majestuosos castillos de barroEstos castillos de barro resultan majestuosos y monumentales, no solo por el tamaño, sino por los diseños y decoración exterior. En su construcción no existen arquitectos. En la elaboración del proyecto colaboran los miembros de la familia y los ancianos del lugar, herederos de un saber que viene de generaciones. Cada uno aporta sus ideas y sugerencias: “Aquí una torre para que Ait El Haj pueda contemplar el paisaje. Más allá, una habitación para que Fátima pueda estar tranquila. En el primer piso, un almacén para guardar los dátiles...”.
La inaccesibilidad de muchos de estos pueblos es la razón por la que el cemento no ha llegado a degradar muchas de las joyas arquitectónicas del Atlas. Sin embargo, la modernización del país está dotando de carreteras a gran parte de las comunidades a las que hace un par de años solo se podía acceder por caminos de tierra y piedras. Ahora nos encontramos en un punto en el que el bereber tiene que decidir entre seguir con su manera tradicional de construir o sucumbir ante la facilidad de levantar una casa con los impersonales bloques de cemento. Cuando uno se encuentra frente a las kasbas, no es difícil imaginar la función que muchos de estos castillos gigantes tenían en la época dorada de las caravanas. Algunas eran paso casi obligado porque ofrecían la posibilidad de añadir escoltas a las caravanas, ofrecer descanso a los viajeros y protección a la mercancía que transportaban. En las kasbas había todo lo que podía desear un viajero: un mercado para reaprovisionarse, una mezquita para rezar y, cada tarde, una especial animación, en la que destacaban las mujeres que, vestidas de ropas color pastel, bailaban la tradicional danza del ahouach en torno a grandes hogueras.
Acompaño a Abdellah, un anciano maalem (especialista en la técnica de construcción de las kasbas), a una de estas fortificaciones, hoy en ruinas, para imaginar lo que tuvo que ser este lugar en aquella época de esplendor y cómo fue levantada de la nada. A lo largo de la construcción los cambios se sucedían de tal modo que en muchas ocasiones se acababa por edificar un auténtico laberinto interior carente casi de ventanas para proteger a los residentes del sofocante calor del verano. Cuando le pregunto al maalem el porqué de tantos cambios, las razones que llevaban a crear un laberinto, su respuesta es contundente: “Es un grave pecado contra Alá el Todopoderoso, pretender construir una obra definitiva y perfecta. Solo Alá puede construir perfectamente. Solo la obra de Alá puede considerarse acabada”.
Poco a poco los pisos se iban elevando y las torres terminaban adquiriendo ese aspecto fiero y desafiante que las caracteriza. Los techos pueden llegar a ser una obra de arte dependiendo del trabajo del maalem. Se arman con troncos de palmera que sirven de vigas sobre las que se ponen ramas de adelfa o cañas y después barro, que una vez seco da suficiente consistencia al techo como para permitirle servir de suelo a un nuevo piso por arriba.
El final de la construcción es la terraza, para cuya estanqueidad se hace una mezcla de tierra, paja y cal compactada. Esta mezcla, una vez seca, impermeabiliza la terraza y la dota de una elasticidad que permite soportar las diferencias de temperatura entre la noche y el día.
Por lo general, la mayoría de las kasbas que podemos ver en el sur de Marruecos están dispuestas de un modo parecido. La planta baja se reserva para los animales; la primera planta, para conservar los preciados productos agrícolas: dátiles, higos, henna, maíz... El segundo piso se reserva a la cocina. Desde el tercer y cuarto piso el propietario controla los trabajos de la huerta o del jardín. Concluida la kasba, el propietario celebrará su finalización con una fiesta en la que invitará a cordero a todos los que han participado en la construcción.
A lo largo de la historia estos valles del sur han sido testigos de asentamientos de poblaciones muy diferentes que dieron lugar a encarnizadas luchas de posesión. Todas estas idas y venidas crearon un complejo escenario étnico que se mantiene en nuestros días. Árabes, bereberes del Atlas, árabo-bereberes saharianos y los imazighen (plural de amazigh: bereber, hombre libre) del macizo montañoso del Saghro fueron dominado los valles y dejando un complejo entramado de comunidades y también de dialectos. Un complicado caleidoscopio al que se añadió la llegada del protectorado francés.
La complejidad de las comunidades bereberes y su historia dificulta a la observación sociológica contemporánea conocer con precisión el origen de las kasbas. Algunos estudiosos afirman que las kasbas están ligadas a la llegada del dromedario a este extremo del Sáhara. Si es así, tendríamos que remontarnos a la aparición de este animal con las antiguas caravanas procedentes de la península arábiga, en concreto de una región del Yemen llamada Hadramaout. Estos dromedarios tuvieron que hacer su aparición en el momento que desaparecieron los caballos y los elefantes en el Sáhara por culpa de una catastrófica sequía que diezmó para siempre lagos y ríos. Los yemeníes pudieron llevar a Marruecos el arte de la construcción en tierra, algo que no es de extrañar si observamos las fabulosas construcciones en barro que existen en la región de Hadramaout, tierra de los Himyars, una comunidad tan apreciada por los historiadores árabes y en particular por Ibn Jaldún.
Pero el paso del tiempo no perdona. Al menos, los que nos aventuramos por estas tierras tenemos la suerte de poder ver e imaginar lo que fue el pasado de esta zona. Y la agonía arquitectónica es más palpable cuanto más al sur nos dirigimos a través del impresionante palmeral del valle del Draa. Las arenas del desierto del Sáhara no tienen piedad con nada ni con nadie. Las kasbas de piedra resisten mejor el abandono que las de tierra, impotentes para soportar el continuo acoso de las tormentas de agua o de arena. Ahora, este año, en cuanto las circunstancias sanitarias lo permitan, es el momento de viajar a un mundo oculto quizá condenado a desaparecer. Marruecos esconde grandes tesoros que hay que saber buscar, disponibles únicamente para aquellos que deseen encontrarlos.
Cómo llegar
Cómo llegarEn avión: Son varias las compañías aéreas (Iberia, Royal Air Maroc) que vuelan a Marrakech desde Madrid en una hora y 35 minutos. A Uarzazate se llega haciendo escala en Casablanca.
En tren: Desde Tánger existe un tren que pasando por Rabat y Casablanca llega a Marrakech. Lo más cómodo es viajar en un vagón litera. Para mayor información: oncf.ma.
Autobús y taxi: Desde Marrakech se puede viajar a Uarzazate en autobús o taxi colectivo (seis clientes). Los dos salen desde la estación de autobuses. El precio por persona es de unos 10 € y la duración en taxi, cuatro horas. El autobús tarda una hora más.
En coche: Hay cuatro puertos desde los que se puede embarcar rumbo a Marruecos: Almería, Málaga, Algeciras y Tarifa. Para la entrada del vehículo se precisa: el permiso de circulación y el seguro internacional (carta verde). A pocos kilómetros de Tánger parte la autopista que llega hasta Marrakech. De Marrakech a Uarzazate hay 200 kilómetros atravesando el Alto Atlas.
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