Al miedo se le conocen dos únicos antídotos. El primero es la inocencia. Por eso los fantasmas, que suelen ser seres más tristes que terroríficos, suelen perdonarnos cuando somos niños. Pero luego crecemos y la capa que nos protegía empieza a mancharse de vida, de tiempo, de desilusión. Entonces, los fantasmas abren la boca, exhalan su grito y empieza la cacería. Ya nunca volveremos a ser inocentes. Nunca volveremos a ser niños. Con una excepción: cuando dormimos. El sueño es el regalo de los dioses para que cada noche podamos mirar a nuestro fantasma como solo sabe hacer un niño.
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