XaviCadalso
Los cristianos sumaban ciento veinte caballeros, quinientos arqueros chipriotas y sirios, aparte de unos cuatrocientos turcópolos
El mundo cristiano emprendió contra el musulmán nueve cruzadas o guerras religiosas en disputa por el control de Tierra Santa. La novena y última, que algunos consideran sólo una prolongación de la anterior, tuvo lugar entre 1271 y 1272. La lideró el príncipe Eduardo I de Inglaterra, que tomaba el relevo de rey Luis IX de Francia, fallecido durante la octava. Una vez más terminó en fracaso y esta vez definitivo. Los cristianos tuvieron que salir de la región y el episodio postrero fue la caída de Ruad, el último bastión, en 1302.
Ruad (o Arwad) es una isla situada a unos tres kilómetros de Tartus, la antigua Tortosa, en la costa de Siria. Si hoy acoge a poco más de cuatro mil habitantes constituyendo un tranquilo pueblo pesquero, su historia recogió un amplio abanico de culturas y civilizaciones que incluyó la egipcia, la fenicia y la persa antes de helenizarse a manos de los seleúcidas y luego pasar a dominio romano.
En la Edad Media se convirtió, por sus características, en una magnífica cabeza de puente para los cruzados, después de que la caída de Acre en 1291 supusiera su renuncia al Reino de Jerusalén y a su presencia en el Levante.
Tan buena era aquella isla para eso que, en efecto, a finales del año 1300 fue el lugar elegido para reiniciar la conquista. Contaba además con el hecho simbólico de que el puerto de Tortosa había sido el punto por el que los cruzados habían abandonado la región para instalar el reino en Chipre, algo que llevaban muy dentro los maestres de las grandes órdenes de caballería, la del Temple y la del Hospital, porque al haber sido incapaces de defender las últimas fortalezas (las de Sarvandikar y Roche-Guillaume, en Antioquía), fueron los principales impulsores de la nueva campaña.
El plan era audaz. Consistía en abrir un doble frente contra los mamelucos, uno desde la costa siria y otro desde el interior. Éste último correría a cargo de Ghazan, el khan mongol del Ilkanato (el kanato correspondiente a Persia más la actual Azerbaiyán y centro-este de Turquía), que era musulmán pero converso, procedente del budismo, y el año anterior había llevado a cabo una incursión que le permitió conquistar Damasco; luego tuvo que abandonar esa ciudad pero convencido de que podía volver a tomarla si los cristianos atacaban Siria desde el mar. Por consiguiente, envió una embajada a Chipre para proponer a Enrique II de Jerusalén y al papa Bonifacio VIII una alianza.
Enrique, asertivo, envió al khan dos galeras capitaneadas por Guy de Ibelin y Jean de Giblet como muestra de amistad para colaborar en el asedio de la ciudad de Botrun y, tras apoderarse de ella, reconstruir la fortaleza de Nefin, ambas en lo que hoy es Líbano. Era el otoño de 1299 y antes de que acabase el año Ghazan aplastó a los mamelucos en la batalla de Wadi al-Khazandar, para la que contó con una pequeña aportación de soldados templarios y hospitalarios. Los mongoles tuvieron que irse debido a la guerra civil que sufría su imperio pero prometieron regresar en un año, emplazando a los reyes europeos a tenerlo todo listo para entonces y empezar juntos una décima cruzada.
Y como había dejado in situ un pequeño ejército que campó devastadoramente por Palestina, los monarcas cristianos, efectivamente, se frotaron las manos ante aquel poderoso aliado. Lamentablemente para ellos, los mamelucos contraatacaron desde Egipto y los mongoles, inferiores en número, optaron por retirarse.
Quizá eso debería haber hecho saltar las alarmas pero desde su elección como gran maestre de la Orden del Temple en 1292, Jacques de Molay estaba empecinado en organizar una nueva cruzada que lavara el nombre empañado de los suyos; algo en lo que coincidía con su colega -y rival- de la Orden de los Caballeros del Hospital, Guillaume de Villaret.
No fue fácil porque si bien el monarca de Jerusalén era favorable a la idea de cruzada -al fin y al cabo el éxito de ésta le devolvería su verdadero reino-, una sombra de discordia se había presentado entre él y los templarios: el apoyo que Guillermo de Beaujeu, antiguo gran maestre, había prestado a otro aspirante al trono. En 1285, Enrique había sucedido a su hermano Juan I, muerto por envenenamiento, y Carlos de Anjou, rey de Sicilia, le acusó de estar involucrado. Por supuesto, Carlos tenía intereses personales, ya que María de Antioquía le había vendido los derechos sobre Jerusalén. Y resultaba que Guillermo era pariente de Carlos.
Al final, Enrique pudo retener la titularidad de Jerusalén pero le quedó un poso de amargura contra el Temple que el papa consideró necesario aplacar para salvar la idea de la cruzada. Por eso ordenó a Jacques de Molay que restableciese unas relaciones adecuadas con Chipre. El cumplimiento del mandato permitió que el gran maestre templario y el hospitalario obtuvieran la colaboración de Enrique II para fletar una escuadra de dieciséis galeras en las que se embarcaron tropas de las tres grandes órdenes religiosas (la otra era la Teutónica), además de un contingente chipriota e incluso el embajador de Ghazan, el comerciante Isol el Pisano.
La flota atacó varios puertos importantes como Alejandría, Rosetta, Acre, Tortosa y Maraclea, siendo la penúltima la considerada más adecuada para desembarcar y penetrar tierra adentro. En noviembre de 1300, con el mando conjunto de Molay y el príncipe Amalarico de Tiro (también conocido como Amalarico de Lusignan, hermano del rey), iniciaron la campaña propiamente dicha apoderándose primero de la citada isla de Ruad. Eran unos seiscientos hombres, centenar y medio de ellos caballeros templarios que no tardaron en dar el salto a Tortosa, tomándola en menos de un mes.
La caída de la ciudad fue dramática para sus habitantes, ya que sufrieron el saqueo y el pillaje de los cruzados. No obstante, éstos no tenían pensado quedarse mucho tiempo; confiando en que los mongoles estarían haciendo su parte, en Alepo contactaron con el general Kutlushah, que avanzaba por Antioquía, para llevarse una gran decepción: apenas venía con sesenta mil efectivos, muchos reclutados sobre la marcha en Armenia, porque Ghazan se había topado con un durísimo invierno en contra que había enfermado a buena parte de los suyos, obligándole a retrasar su participación.
Con aquella fuerza tan exigua cambiaba completamente el panorama. Kutlushah envió veinte mil jinetes al Valle del Jordán para proteger al gobernador mongol de Damasco, arrasando cuanto encontraron por el camino; pero una vez terminada esa razia retornó a su país. Los cristianos tuvieron que dar por terminada la aventura y volver a Chipre, aunque dejaron una guarnición en Ruad. Mientras Jacques de Molay empezaba una ruta itinerante por las cortes europeas en busca de ayuda, en noviembre de 1301 el Papa otorgó la posesión de la isla a la orden del Temple, que envió refuerzos y se dedicó a una intensa labor poliorcética.
El gran maestre recurrió a todos los grandes reyes: Eduardo I de Inglaterra, Jaime II de Aragón, Felipe IV el Hermoso de Francia… Ninguno quiso comprometerse porque en esos momentos tenían sus propios asuntos que atender, ya que los aragoneses centraban su atención en hacerse con el control de Sicilia mientras que los otros guerreaban entre sí por Aquitania. Por lo tanto, la idea de una décima cruzada se fue retrasando y, mientras, los mamelucos se prepararon para la reconquista de Ruad, que en manos enemigas constituía una verdadera espada de Damocles que no podían permitir.
Y así, una flota de dieciséis barcos zarpó de Egipto en 1302 hacia la isla, poniéndole sitio. Los mamelucos lograron desembarcar en dos puntos y montar un campamento desde el que lanzar ataques, mientras las naves se encargaban de bloquear el paso a cualquier posible aprovisionamiento o ayuda. Dado que Ruad es muy pequeña y carece de agua potable, la necesidad pronto empezó a hacer mella en los defensores, que estaban al mando de Bartolomé de Quincy. Confiaban en la llegada de auxilio desde Chipre y, en efecto, una flota zarpó de Famagusta al rescate.
No hay datos sobre cuántos atacantes se congregaban en el sitio de Ruad pero los cristianos sumaban ciento veinte caballeros (entre ellos templarios catalanes como Hugo de Ampurias y Dalmau de Rocaberti), quinientos arqueros chipriotas y sirios, aparte de unos cuatrocientos turcópolos; un número considerable que equivalía aproximadamente a la mitad de la fuerza templaria que hubo en Jerusalén en el siglo XII. Ahora bien, de poco sirve ser muchos y tener buenas defensas si no hay comida ni bebida. No quedó más remedio que capitular.
De las negociaciones se encargó el caballero Hugo de Dampierre, que acordó abandonar la posición el 26 de septiembre a cambio de paso franco hacia territorio cristiano. Sin embargo, los mamelucos no respetaron el pacto y en cuanto los defensores salieron de sus muros cayeron sobre ellos. fue una masacre a la que únicamente sobrevivieron unas decenas de templarios que fueron llevados a El Cairo para pedir un rescate; éste nunca llegó y todos fueron muriendo en cautividad con el paso de los años, negándose a aceptar la fe islámica que les hubiera supuesto la libertad.
La flota de Chipre destruyó la ciudad de Damour como represalia y en la primavera de 1303 por fin, apareció Ghazan con ochenta mil hombres y un ejército auxiliar armenio. Pero para entonces ya no había posibilidad de ataque conjunto y en abril sus generales Kutlushah y Mulay cayeron derrotados en Marj al-Saftar, cerca de Damasco, en una batalla que la historiografía islámica considera trascendental.
El khan murió al año siguiente y aunque su hermano y sucesor, Öljaitü, intentaría renovar la alianza contactando con el nuevo papa, Clemente V, éste estaba ocupado llamado a su presencia a Jacques de Molay para aclarar las denuncias de paganismo y herejía que había sobre la orden. Empezaba el juicio contra los templarios y, con él, se ponía fin a la quimera de otra cruzada.
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