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Una desmitificadora biografía académica del historiador y arqueólogo Duane W. Roller arroja luz sobre la vida de uno de los personajes más famosos de la historia.
Ateniéndose a los poderes de los que gozaba como triunviro, Marco Antonio convirtió a Cleopatra en la monarca más poderosa del Mediterráneo oriental. La flamante reina de reyes y soberana de Egipto, Chipre, Libia y Celesiria, ataviada como la diosa Isis, vio como sus hijos —Cesarión, fruto de su relación con Julio César, y Alejandro Helios, Ptolomeo Filadelfio y Cleopatra Selene, vástagos de su nueva pareja romana—, acomodados sobre tronos de oros, recibían también una serie de honores y concesiones territoriales que literalmente significaban despojar a Roma de sus conquistas al este del Asia Menor central.
Las popularmente conocidas como Donaciones de Alejandría, una fastuosa y teatral demostración de planes de futuro acompañada de un lujoso banquete, celebradas en el año 34 a.C., fueron, sin embargo, el detonante final de la ruptura de Antonio con la Urbs. El momento en el que la animadversión mutua entre el triunviro y su homólogo Octaviano, el futuro Augusto, acrecentada desde 44 a.C. y focalizada en la cuestión de quién era el auténtico heredero de César, alcanzó sus cotas máximas. Poco después estallaría la guerra civil.
Fue precisamente en ese momento de mayor poder cuando comenzaron a propagarse con gran virulencia todo tipo de chismes difamatorios, ataques y rumores sobre Cleopatra. Tachada por la propaganda augustea como una peligrosa hechicera, una fornicadora alcohólica o una deshonra de la dinastía ptolemaica cuyo único objetivo consistía en conquistar Roma, a la soberana egipcia se le acusó de cometer todo tipo de crímenes, entre ellos los de sus hermanos, saquear tumbas o corromper y luego abandonar a un deprimido y degradado Antonio. En palabras del poeta Horacio, había sido un «fatale mostrum«.
No obstante, la memoria popular que pervive aún sobre Cleopatra VII (69-30 a.C.) encuentra sus raíces en esa campaña denigratoria que avivaron los artífices de su derrota. En realidad, la reina egipcia, una de las figuras más notables de la historia mundial, es «un personaje histórico sorprendentemente poco conocido y, por lo general, mal interpretado», tal y como asegura Duane W. Roller, profesor emérito de Clásicas en la Universidad Estatal de Ohio, en Cleopatra (Desperta Ferro), una desmitificadora biografía de la que emerge una audaz, culta y polifacética monarca que contrasta con la deslumbrante imagen de Hollywood y el retrato de malvada seductora —solo se le conocen un matrimonio dinástico y dos parejas sexuales—.
Cleopatra fue una diestra comandante naval, célebre autoridad médica, hábil diplomática, oradora consumada —hablaba siete lenguas— y una gobernante que administró su reino con habilidad, tratando de devolverlo a su periodo de mayor esplendor y dominio territorial, a pesar de la pujanza de Roma. De hecho, fue la única mujer de toda la Antigüedad clásica que gobernó por derecho propio y no simplemente como sucesora de un esposo muerto.
Aunque mencionada por un centenar de autores, el grueso de la evidencia procede de las obras de Plutarco (Vida de Antonio, redactada a finales del siglo I d.C.), su contemporáneo Flavio Josefo y Dion Casio (Historia Romana, principios del siglo III d.C.). Su primera mención en las fuentes —una inscripción en la cripta del templo de Dendera que plasma su estatus legal como regente— corresponde al año 52 d.C.
El árbol genealógico
Cleopatra VII fue descendiente de dos de los generales de Alejandro Magno. Por un lado, del primer Ptolomeo, que había sido uno de los principales consejeros y comandantes del conquistador macedonio en su larga campaña oriental. Casi un siglo después, Ptolomeo V se casó con Cleopatra I, cuyo tatarabuelo era Seleuco I, otro de los diádocos. El padre de la reina fue Ptolomeo XII y su madre probablemente una mujer egipcia perteneciente a la familia de sacerdotes egipcios de Ptah. Tuvo cuatro hermanos, ninguno de los cuales falleció de muerte natural.
«Algunos de los episodios más célebres de su biografía sencillamente no tuvieron lugar», asegura Roller, que en su obra brinda una gran importancia a la relación de Cleopatra (y el Antiguo Egipto) con Roma y a la herencia ptolemaica que recibió —un amalgama de rasgos históricos, religiosos y culturales de la monarquía egipcia con el concepto de la realeza griega inspirada en Alejandro Magno—. «No es cierto que se presentara ante César envuelta en una alfombra, no era precisamente una seductora, no se valió de sus encantados para conseguir que los hombres que la rodearan perdieran el juicio, ni tampoco murió víctima de la picadura de un áspid. Es posible que ni siquiera concibiera un hijo de César».
Sobre los últimos días de Cleopatra, Olimpo, su médico personal, escribió un informe del que se valdría Plutarco. Pero el relato del galeno no hace ninguna mención a un áspid o una cobra egipcia, simplemente que, tras visitar la tumba Antonio, que se había suicidado unas jornadas antes, la reina consumió unos suculentos higos que un campesino le había llevado en una cesta. La versión que se haría famosa aseguraba que el reptil había sido introducido precisamente con las frutas.
Dion Casio precisó que las únicas marcas detectadas en el cadáver de la soberana fueron unos pinchazos, lo que concuerda con la mordedura… o con el empleo de una aguja o un alfiler para quitarse la vida. El primer autor que mencionó la historia del áspid fue Estrabón, que visitó Alejandría por la misma época y reseñó las distintas versiones que circulaban en torno a la muerte sobre el empleo de una cobra o de una pócima venenosa.
En su regreso triunfal de Egipto, Octaviano exhibió una imagen de Cleopatra con un áspid enroscado en el cuerpo, según Plutarco. Roller baraja que podría tratarse de una malinterpretación de los atributos reales serpentiformes de la efigie, como el uraeus, el emblema protector de los faraones. Una creencia popular que se habría consolidado como la crónica dominante. En cualquier caso, el propio historiador romano escribió que «la verdad, nadie la sabe».
El autor, también arqueólogo, aborda su esclarecedora obra, entre otras muchas cuestiones, el misterio de localización de la tumba donde Cleopatra ordenó dar sepultura a Antonio y donde luego Octaviano la enterró a ella. Se trataba de una estructura independiente de los enterramientos de sus ancestros ptolemaicos y del de Alejandro Magno, que había sido ingeniado por el fundador de la dinastía. Todas las misiones de búsqueda han resultado infructuosas hasta el momento.
La teoría que propone Roller es que la sepultura probablemente desapareció poco después de las muertes del triunviro y la reina egipcia. «Es posible incluso que el cadáver de Antonio no tardara en ser trasladado a Roma y que la tumba de Cleopatra fuera rápidamente olvidada o hasta demolida, quizá previo traslado de sus restos mortales para reunirlos con los de sus antepasados», escribe. Aunque sí pudo servir como prototipo de las sepulturas dinásticas de la familia imperial romana y sus reyes aliados (Herodes el Grande, por ejemplo), como demostraría el mausoleo que se construyó Augusto en el límite septentrional del Campo de Marte.
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