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De alma italiana y corazón eslavo, Croacia, en general, y la Costa Dálmata e Istria en particular, atesoran la esencia de un modo de vida que solo se puede definir como mediterráneo.
Visitar un lugar en distintos momentos de su vida, de su historia, es semejante a contemplar los anillos de un árbol al descubierto tras el paso de la sierra: en un punto son más gruesos, en otro, más atormentados, y hasta los hay que parecen haber vivido momentos de gloria expansiva. Algo así me sucede con Croacia. La primera vez que viajé allí lo hice en tren, con poco presupuesto, mucha inocencia y un visado de entrada en el que se leía “Yugoslavia”. Luego regresé durante unos años tristes, ejerciendo un periodismo que nada tenía que ver con el mundo del turismo.
Y en su última encarnación, mi tránsito por Croacia se ha convertido en una gloriosa sucesión de lugares maravillosos, redescubiertos como viajero profesional, armado de cámara y curiosidad. Diría que el éxito de Croacia como destino turístico se debe a que tiene todos los ingredientes de otros destinos reunidos en uno: playas de cantos rodados y aguas azules como las griegas, pueblos pintorescos poblados por artesanos queseros y bodegueros propios de Centroeuropa, ciudades con una arquitectura de indudable impronta veneciana o reservas con ríos y bosques que evocan visiones dignas de un país nórdico.
La dictadura del avión, por aquello de llegar pronto al destino, nos roba buena parte del paisaje al que uno acostumbra la vista poco a poco. Por eso recomiendo entrar en el país por tierra, en concreto por la península de Istria, esa especie de cuña triangular que se interna en el mar separando Italia de las tierras dálmatas. Tras las agonías balcánicas, el turismo de la región ha apostado por la calidad antes que la cantidad, en especial en la costa oeste de Istria, jalonada por ciudades de innegable regusto veneciano.
De norte a sur, la primera que encontramos es Porec, considerada la más limpia del país, algo que se refleja en las 13 banderas azules de sus playas de roca. Aquí se encuentra el único edificio de Istria que forma parte del catálogo de la Unesco, la basílica bizantina del Obispo Eufrasio, de mosaicos tan bellos como la vista que se obtiene al asomarse desde su campanario exento.
Más al sur, Rovinj proclama de forma más evidente su vinculación con la antigua república marinera del Véneto. Como es típico de Croacia, fue isla hasta el s. XVII, cuando la unieron a tierra firme con la Plaza del puente. Desde lo alto asoma por todas partes Santa Eufemia, una imagen de la Virgen que también funciona como veleta, advirtiendo a los pescadores. A primera hora de la mañana, estos venden su mercancía en el mismo muelle de atraque, envueltos por los colores pastel de las casas que despiertan con el sol. Y en el extremo sur, Pula se enorgullece de su pasado romano. El emperador Tito Flavio Vespasiano quiso embellecer la ciudad y de aquella época datan una bella ágora y un anfiteatro mejor conservado que el Coliseo romano, del cual es primo hermano, ya que se construyeron casi a la vez.
Para salir de Istria conviene atravesar las colinas del interior, donde la economía familiar de subsistencia fue la semilla de la producción artesanal de la zona: en Kaldir abundan las pequeñas bodegas que venden vino de malvasía, de aroma cítrico y paladar de albaricoque; en Varedin, la aceituna leccino, pendolino i černa prestan su retrogusto amargo a los platos; y en Motovun, los bosques umbríos intentan ocultar sin éxito la preciada trufa. Giancarlo Zigante encontró en 1999 un ejemplar que quedó inscrito en el Libro Guinness de los Récords. Alcanzó para invitar a 120 comensales.
Herradura verde de Zagreb
Donde ahora se buscan trufas, antes se talaban árboles para las naves de la Serenísima. Por eso pueblos como Spinokci o el propio Motovun abundan en leones alados y otras referencias venecianas. Pero la villa más atractiva es Groznjan, con apenas 800 habitantes y cierto aire bohemio. El ascenso del comunismo yugoslavo y las nuevas fronteras trazadas tras la 2.ª Guerra Mundial provocaron la huida masiva de pobladores italianos, que fueron reemplazados por artistas que encontraron aquí su burbuja, a prudente distancia de la capital del país.
Y, por cierto, conviene ahora acercarse a Zagreb. Su estación de tren y el vecino hotel Esplanade son toda una referencia para los viajeros del Orient Express en su ruta hacia Estambul, además de ser el broche del conjunto de plazas, bulevares y jardines conocido como Herradura Verde, tomadas literalmente por el público cuando luce el sol. El centro es compacto, fácil de recorrer a pie, y salpicado por la arquitectura germánica de Hermann Bollé, quien también se hizo cargo de reconstruir la catedral tras el terremoto de 1880. Las lámparas las donó un casino de Las Vegas. Muy cerca, el mercado Dolac pone todo el empeño en entretener al paseante antes de llegar a la iglesia de San Marcos, conocida por su techo cerámico con los escudos de Zagreb y Eslovenia. Cerca, entre el barrio de Kaptol y el de Gradec, la Puerta de Piedra cobija la imagen de una Virgen donde se detuvo el incendio de 1731. En la penumbra rezan fieles mientras cuelgan sus exvotos.
El turismo en Croacia viene de muchos años atrás, al menos de cuando el emperador Francisco José I inauguró el Teatro Nacional de Zagreb y decidió visitar luego el Parque Nacional de Plitvice, poniéndolo en el mapa de lo que entonces se conocía como “el Gran Tour”, así que no vamos a ser menos. A mitad de camino hacia la ciudad costera de Zadar, esta es una de las ocho grandes reservas protegidas del país y ocupa 30.000 hectáreas. Plitvice se recorre andando por pasarelas de madera que conectan 16 lagos, trasvasando el agua de uno al otro con estruendo de cataratas que, de vez en cuando, remansan en espejos donde se miran las hayas de la orilla. El contrapunto lo pone la piedra cárstica erosionada por siglos de humedad.
La Dresden croata
Las frondas de Plitvice se prolongan a lo largo del camino que lleva a Zadar, ciudad que fundaron los ilirios antes de llegar los romanos. Más tarde, el interés de los venecianos por asegurarse el control del Adriático encontró respuesta en el rey Ladislao I y sus problemas financieros, resueltos tras vender toda Dalmacia a los Dux de Venecia. La relación con Italia y su apego a Mussolini le costaron caras a Zadar durante la 2.ª Guerra Mundial: un intenso bombardeo le valió el apodo de “la Dresden croata”, si bien las explosiones revelaron las ruinas del olvidado foro romano. Los niños juegan hoy entre ellas frente a la iglesia de San Donato, obra cumbre del prerrománico local. Muy cerca, el Órgano Marino de Nikola Basic pone la nota musical, activado por el oleaje y, justo al lado, se enciende al atardecer el Saludo al Sol, un círculo gigante de células fotovoltaicas que pinta la noche de colores.
Zadar y la vecina Nin también fueron islas. La última me recuerda a Burano o Murano, en la laguna de Venecia, por sus casas de colores. Allí se alza “la catedral más pequeña del mundo”, donde tuvo sede el más antiguo obispado del país. Durante el solsticio de verano, la luz de sus tres ventanas converge en un punto, como en un filme de Indiana Jones. Nin tiene una de las pocas playas de arena de un litoral escarpado de aguas color zafiro: entre Zadar y Sibenik se despliegan las Kornati, archipiélago de 140 islas a las que solo se llega por medios privados, un modo de protegerlas de la masificación. Son característicos los acantilados o “coronas”, que dan nombre al conjunto.
La conjunción de este laberinto de islas con canales estrechos ocultos a la vista dio lugar a puertos muy protegidos, como el de Sibenik. Vigilada por el castillo de San Miguel, que la protegía de los otomanos, su catedral es la mayor del mundo construida sin madera ni ladrillo. Se empleó solo piedra de la isla de Brac, al igual que en la Casa Blanca de Washington. En su interior destaca el baptisterio esculpido por Giorgio Orsini, más conocido como Juraj Dalmatinac, también autor del friso de cabezas de vecinos de la ciudad que dan la vuelta al templo por fuera. Por cierto, el apóstol Santiago, a quien está dedicado el templo, no impidió la epidemia de peste que asoló Sibenik en el s. XVIII. Lo peor aconteció un mes de mayo, y por eso todavía hoy no se celebran bodas durante esos días.
Desde Sibenik se llega con facilidad al Parque Nacional de Krka, al pie de los Alpes Dináricos. Su mayor atracción es la catarata escalonada de Skradinski Buk, de 800 metros de longitud, que acaba por formar una piscina natural muy agradecida en época estival. En otro remanso, río arriba y sobre una isla, se levanta el pintoresco monasterio franciscano de Visovac.
Un par de fotos, y enfilo hacia Split, la segunda ciudad del país y su puerto principal, aunque en ruta la medieval Trogir reclama un alto. Pocos enclaves de esta costa retienen mejor la esencia de la arquitectura veneciana en su interior. Además, la capilla de Sv. Ivana de la catedral de Trogir se considera uno de mejores monumentos renacentistas de estas costas. Poco se lo hubiera imaginado Diocleciano, el último emperador que persiguió con saña a los cristianos, y mucho menos que su mausoleo se convertiría con el pasar de los años en la catedral de Split.
En esta ciudad intensa, de amplio paseo marítimo donde amarran los más impresionantes yates de lujo, Diocleciano hizo construir un palacio que era a la vez villa imperial y guarnición. La totalidad de su superficie constituye el centro histórico de la ciudad, después de haberse convertido en ciudad fortificada durante la Edad Media. Los devotos de Split también reconvirtieron el Templo de Júpiter en baptisterio, aun hoy visitable. Es justo en ese contraste entre lo antiguo y lo contemporáneo, en esa nueva vida que tiendas y restaurantes insuflan a los viejos muros, donde radica la belleza de esta ciudad. Aquí los monumentos no se visitan: se viven.
Deseada Dubrovnik
Tras un último vistazo a Split desde el parque de Marjan, reserva natural con vistas panorámicas sobre la urbe, el camino apunta hacia la deseada Dubrovnik, que puede ser largo porque la estrecha carretera que lleva hasta allí es una auténtica ratonera, en especial porque en parte pasa por una faja de tierra reservada a Bosnia–Herzegovina como acceso al mar tras la guerra de los años 90, detalle que implica control de pasaportes. Pero todo se olvida cuando al fin aparece la silueta de la antigua Ragusa. Codiciada como pocas, en el s. XIII fue veneciana, ¡cómo no! Luego, turca, cuando ya la llamaban Dubrovnik por los dubrava o bosques de robles que abundaban en el monte Sdrj. Hoy crecen allí cipreses, por la ley que obligaba a cada habitante a plantar cien de esos árboles y garantizar así el suministro de madera a los astilleros.
La ciudad es compacta, como se comprueba al pasear por el camino de ronda de las murallas que la envuelven, además de peatonal en todo su centro. Los nombres de las tiendas están escritos en los faroles que iluminan las puertas, para no ensuciar las fachadas. La atraviesa de parte a parte la calle Placa o Stradun, antiguo cauce que separaba las casas nobles de las populares. Por eso en la parte sur las vías se esponjan y sorprenden con un palacio gótico tras otro, testimonio del poderío local en el s. XV; Dubrovnik hasta se permitió participar en la expedición de Cristóbal Colón con dos de sus mejores marinos.
Entrando en Placa por la puerta de Pile enseguida se escucha el borboteo del agua en la fuente de Onofrio, con caños que manan de una serie de máscaras de piedra. Justo enfrente, el monasterio franciscano conserva una farmacia de 1317 y un claustro delicioso. En el otro extremo de la calle se eleva la columna de Orlando o Rolando, héroe que sucumbió en Roncesvalles defendiendo al emperador Carlomagno. Este cuento nada tiene que ver con la ciudad y despierta todo tipo de especulaciones, pero no por ello la columna ha dejado de ser el símbolo del orgullo y la independencia de Dubrovnik. Otra leyenda atribuye a Ricardo Corazón de León la aportación que hizo posible construir la catedral aledaña, agradecido tras sufrir un naufragio en la cercana isla de Lokrum… pero los paseantes parecen menos interesados en la historia que en localizar las escenas de Juego de Tronos rodadas aquí.
Marco Polo no era veneciano… o sí
Cerca de Dubrovnik, al sur de las Kornati, la isla de Korčula atrae a viajeros de todo el mundo, y no solo por sus bellas plazoletas y tortuosas medievales que confluyen frente al templo dedicado a San Marcos, sino porque mucho afirman que fue aquí donde nació el viajero Marco Polo en realidad. De hecho, muchos lugareños todavía se apellidan como él. Más allá de la leyenda, lo que parece un hecho comprobado es que el célebre comerciante comandaba una galera cuando fue apresado por los genoveses frente a Korčula en el año 1298 d. C. Durante el tiempo que pasó encarcelado, dictó el famosísimo Libro de las Maravillas, donde narra sus aventuras en la corte de Kublai Khan.
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