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La mejor preservada de las Baleares engancha. A los menorquines, muy celosos de su isla, no les hace gracia que se sepa demasiado, pero esta joyita insular sin depredar esconde las esencias del Mediterráneo en su estado más noble.
Siglos antes de asomar por sus costas fenicios y romanos, musulmanes y piratas, en el interior de Menorca se asentó una misteriosa civilización que, huyendo a saber de qué desde no se sabe bien dónde, cargó en sus embarcaciones ganado, semillas y todo lo necesario para emprender una nueva vida. Llevan inventariados no menos de 1.500 yacimientos talayóticos por los apenas 50 kilómetros de largo por 20 de ancho de esta isla cuyos vecinos, muy suyos, han sabido defender a capa y espada de la invasión del ladrillo.
Aunque a regañadientes y más tarde que en Ibiza o Mallorca, la mayoría reconocía necesitar turismo. Sobre todo a raíz de que industrias tan potentes como la del calzado cayeran en picado. Pero no lo querían a cualquier precio. Antes pues de que la sostenibilidad se convirtiera en la palabra de moda, ellos ya estaban a pico y pala en la senda.
Se cumplieron en 2023 tres décadas del reconocimiento de Menorca como Reserva de la Biosfera, tan crucial para consolidar el siempre difícil equilibrio entre las economías y el medioambiente. La protección del territorio, que prohibía desde segregar fincas hasta edificar sin ton ni son, acabó abarcando sus aguas, donde tanto pescadores como yates de recreo han de cuidarse muy mucho de dañar unos fondos de transparencias caribeñas forrados de posidonia oceánica, barcos naufragados incluso de tiempos romanos y grutas submarinas que hacen relamerse a los buceadores.
En su celo por cuadrar lo útil con lo bello, se terminó por preservar hasta su cielo, declarado Destino Starlight por la fundación que avala las mejores bóvedas celestes para disfrutar las estrellas. Con especial mimo en el Parque Natural de la Albufera des Grau, donde en invierno llegan a contabilizarse más de once mil aves acuáticas de casi un centenar de especies y al que pertenece la paradisiaca isla de Colom, el 66 % de esta rara avis balear goza de alguna figura de protección, y se nota al recorrerla.
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Aquí no hay apenas edificios altos ni se los espera. Ni siquiera abundan por focos turísticos como Cala Galdana, Son Bou o la favorita de los británicos Cala en Porter. A cambio, las geografías de Menorca son una constante de verdor festonado por todos los azules que le caben al Mediterráneo en su estado más noble. Desde Monte Toro —su mayor elevación a pesar de no alcanzar ni los 400 metros— se la divisa entera, con las cuadrículas de cercados de piedra seca para caballos y vacas dibujando un tapiz de patchwork entre los encinares, bosques de acebuches y pinares que a menudo llegan a la mismísima orilla del mar.
Sin mamotreto alguno que estropee las vistas, desde sus alturas también se atisban los contrastes entre sus mitades: el ventoso roquerío del Norte o Tramuntana, de playas rojizas más salvajes e inaccesibles, en oposición al sureño y agrícola Migjorn, con arenales blancos sobre aguas turquesa entre los acantilados y, aquí sí, algo a resguardo del viento loco de esta joyita insular sin depredar.
Échale la culpa al puerto
A tres cuartos de hora una de otra de no hacer un alto en Ferreries, Es Mercadal o el inmaculado caserío de Alaior, en cada extremo de la única carretera que atraviesa la isla de punta a punta aguarda la eterna rivalidad entre su capital, Mahón, y la aristocrática Ciudadela, sede secular de la nobleza y el clero. Si esta última ha ejercido de siempre como la guapa oficial, Mahón “solo necesitaba empezar a creérselo”, aseguran no pocos. Porque razones para encandilar tampoco le faltan.
Encaramada sobre un promontorio a la bahía y cuajada de miradores junto a plazoletas e iglesias, las ventanas de guillotina de sus casonas hacen que el casco viejo no haya perdido ese regusto british de cuando los súbditos de su graciosa majestad, amén de Gibraltar, se quedaron con Menorca tras el Tratado de Utrecht (1713). Fueron ellos —¡y la cosa aún escuece en Ciudadela!— quienes trasladaron aquí la capital, en parte para alejarse de los tejemanejes de los nobles y, definitivamente, por su soberbio puerto natural. Es tan inmenso que, con las limitaciones de velocidad para las embarcaciones, se puede tardar una hora en salir a mar abierto desde los atraques más apartados de la desembocadura.
Por su flanco sur se alinean restaurantes donde enfrentarse a una primera caldereta de langosta, tienditas muy del hippy-chic isleño y locales de copas en los que reina con todos los honores su majestad la pomada, la versión menorquina del gin-tonic, con limonada casera de estar bien hecha y, herencia cómo no de los ingleses, ginebra local Xoriguer. Se sale de ambiente en verano.
Especialmente cuando, desplazando por unos días a los tradicionales llaüts de vela latina, docenas de veleros clásicos atracan todos juntos por el muelle de Levante durante las regatas de la Copa del Rey de Barcos de Época, este año del 29 de agosto al 2 de septiembre. Estos maseratis de los mares fondean donde antes lo hicieran todas y cada una de las grandes civilizaciones del Mare Nostrum desde que el general cartaginés Magón, hermano del mítico Aníbal, fundara con su nombre la ciudad del puerto más codiciado.
Él fue el culpable de que, solo en el siglo XVIII, Menorca cambiara seis veces de manos entre españoles, franceses y británicos. Mientras a estos últimos les permitía guarecer una flota con la que controlar el occidente del Mediterráneo, los galos aspiraban más que nada a que el puerto no diera ventaja a sus rivales. Semejante vaivén de una potencia a otra, sumado a saqueos a Mahón tan furibundos como el del corsario Barbarroja en 1534, explican la concentración de defensas a su vera.
A un lado de la bocana se alza lo poco que quedó en pie del castillo de San Felipe y el mucho más en forma Fort Marlborough, ambos en el vecino municipio de Es Castell, donde no perderse el delicioso puerto pesquero de Cales Fonts. Y del lado opuesto, la fortaleza de la Mola, desde la que se avista tanto el islote del lazareto con el que antaño se contenían las epidemias llegadas por mar, como la Illa del Rei, donde la inauguración en 2021 de la galería Hauser & Wirth ha colocado a Menorca en el mapa artístico mundial.
Como apunta al mostrar las mastodónticas hechuras de la Mola el guía Lluis Ameller, “Gran Bretaña había amenazado con hacer cualquier cosa con tal de que Menorca no volviera a ser francesa, lo cual obligó a Isabel II —la española— a construir de forma preventiva esta fortaleza tan costosa que casi arruina al país”. Para colmo de males, esta obra faraónica, perteneciente hoy al Ministerio de Defensa pero abierta a las (imprescindibles) visitas, quedó enseguida obsoleta y pasó a albergar el infausto penal de Mahón. Algún recluta añoso todavía recordará el disgusto de haber sido destinado a hacer la mili en esta especie de Alcatraz patrio.
Ovación al atardecer
La Punta de s’Esperó, a un extremo de la Mola, presume de ser el punto más oriental de España. Es decir, el primero que saluda y se despide del sol. No es aquí sin embargo donde, desde hace unos años, más se congregan los cazadores de atardeceres para aplaudir al astro rey cuando el día baja el telón. Sí, también en la isla serena ha calado entre algunos visitantes lo de dedicarle al sol una ovación cerrada al ocaso, quién sabe si a la espera de los bises. Tras un día en la playa o de caminata por los senderos del Camí de Cavallsque circunda junto al mar Menorca entera, suelen enfilar cada tarde hacia un escenario diferente. De no tocar una terraza convenientemente orientada o los acantilados a cuchillo de la gruta chill-out de Cova d’en Xoroi, podría ser el Monte Toro o, mejor aún, el hilván de faros por todo el litoral.
Los paisajes lunares del de Favàritx son un claro favorito, aunque los menos gregarios deberían madrugar para asistir al espectáculo del amanecer, sin tanto público como a la puesta de sol. Igual ocurre en el de Cavalleria, al final de una lengua de roca poco más allá del encanto marinero del pueblo de Fornells, o, entre otro puñado de faros, el de Punta Nati, levantado sobre un zafarrancho de acantilados en el costado occidental de la isla. Por este, como una barcaza invertida en plena campiña, se alza piedra a piedra la Naveta des Tudons, uno de los legados más icónicos de la cultura talayótica, muy cerca de los mucho menos visitados restos ciclópeos del poblado de Torrellafuda.
Allí, sin pago de entrada ni horarios de visita, se camuflan bajo viejísimos acebuches las cuevas de enterramiento, el talayot y el recinto de taula de los que, a decir de los que saben, se sirvieron sus habitantes hasta el final de la época romana. Muy cerca también, sería un pecado saltarse las galerías kársticas de la cueva de s’Aigua, habitada por aquellas gentes prehistóricas antes de empezar a construir tantas aldeas que los fenicios, cuando navegaban estas costas, bautizaron la isla como Nura (fuego) por la cantidad de hogueras que la iluminaban en la noche. De no emprenderla a pie o en bici por sus caminos rurales, a apenas 10 minutos al volante habrá de buscarse el otro plato fuerte de las canteras de Líthica, un laberinto onírico cuya piedra clara de marés se utilizó por toda Menorca.
Las callejas medievales de Ciudadela dan buena prueba de ello. Bajo la luz bruja del atardecer, aunque aquí no se aplaude, enamoran los destellos miel de sus palacios y mansiones señoriales: el barroco Can Saura o los neoclásicos Casa Salort y Cas Comte de Torre-Saura; Casa Olivar, plantada frente a la catedral gótica de Santa María; el Palau Episcopal o Cal Bisbe, con su patio ajardinado…
Gravitando junto a la monumental plaza des Born y los soportales de la calle Ses Voltes, unos y otros van aflorando en un paseo amable y casi todo peatonal por este cogollo acotado entre las lindes de la antigua muralla y el puerto, defendido aquí por el castillo de Sant Nicolau. Se mandó construir después de que una flota otomana arrasara la ciudad y se llevara a más de tres mil menorquines convertidos es esclavos. Ocurrió en 1558, pero todavía lo recuerdan como el año de la desgracia.
Como ha llovido desde entonces, boutiques y hotelitos con pedigrí, restaurantes donde comer como un príncipe y talleres de artistas se han instalado por los caserones de este entramado de aires italianos donde, por estas fechas, ya calienta motores la noche de San Juan. Siguiendo unos protocolos que se remontan al siglo XIV, jinetes engalanados en blanco y negro y caballos de pura raza menorquina se abren paso entre las enfebrecidas multitudes que abarrotan cada centímetro de la plaza des Born.
El 24 de junio es el día grande, pero las celebraciones habrán comenzado el domingo anterior ¡y son solo el pistoletazo de salida! Porque esta estampa delirante de los caballos aupados sobre sus cuartos traseros entre la muchedumbre marca la entrada oficiosa del verano. Hasta San Nicolás, en septiembre, por cada población irán rotando estas fiestas del “jaleo” donde el caballo, herencia aquí de los árabes, es protagonista absoluto. Por eso, cuando en la noche de San Juan se escucha de madrugada en Ciudadela “Fins l’any vinent si Déu vol!” (hasta el año que viene si Dios quiere), no hay que creérselo del todo.
Calas de pecado
A cualquier lugar conviene llegar leído, pero a Menorca más. Porque incluso para ir a la playa se habrá de estar familiarizado con claves como la tramuntana, el llevant, el migjorn… A merced siempre del viento, lo suyo es mirar primero cuál impera ese día para dirigirse al lado opuesto. Es decir, si sopla del norte se enfilará a las playas del sur y viceversa. ¿A cuál? Eso tiene difícil respuesta, pues las hay vírgenes a puñados y a cual más despampanante.
Por el sur se hilvanan pesos pesados de la talla de cala Turqueta y cala Escorxada, Es Talaier, Macarella o Macarelleta, tan asombrosas que suelen llenarse demasiado en verano, o algunas más secretas, como Trebalúger, cala Llucalari, Ses Olles… La elección, también, dependerá de cuánto se esté dispuesto a andar, porque muchas exigen una buena caminata de la que conviene igualmente ir leído. En temporada, cuanto más lejos a pie, menos gente, y cuanto más temprano, más fácil encontrar dónde aparcar.
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