CanalViajar
El viajero tiene la sensación de que los controles de seguridad de los aeropuertos, lo mismo que la actitud de los aduaneros, actúan como abanderados de cada país. En Río de Janeiro, el aduanero charla amistosamente, esforzándose por chapurrear el español. Y cuando el viajero le cuenta su propósito de viajar del Atlántico al Pacífico, comenta que, como Brasil, no encontrará otro lugar en el mundo.
El taxista que traslada al viajero hasta la capital carioca está orgulloso de su GPS porque, en lugar de mapas, emite fútbol non stop a través de la gran pantalla que preside el salpicadero.
BRASIL
Es verano en Río de Janeiro, pero la gente no se baña en un mar poco acogedor, sino que permanece tumbada durante largos periodos en las playas y muchos caminan por la calle en ropa de baño alejados de las convenciones urbanitas.
Se vislumbran dos tipos de transeúntes: gordos con barrigón y flacos como un fideo. Los hay de clara ascendencia africana, en contraste con los caucásicos que a veces tienen la piel todavía más oscura carbonizada por un sol inclemente. Los barrios turísticos gozan de notable vigilancia. Copacabana, por ejemplo, es la anarquía organizada. Para algunos, el lugar más adecuado donde exhibir sus cuerpos serranos moldeados en interminables horas de gimnasio; al lado de los que juegan a voleibol en la playa valiéndose de los pies y de la cabeza, o bien los que hacen simplemente ejercicios de gimnástica en las instalaciones preparadas al efecto. Los más dejan transcurrir el tiempo mirando al infinito con el perfil de los edificios costeros y las grandes cadenas hoteleras detrás.
Vendedores de cocos, de camisetas, de pareos, de todo, se distribuyen a lo largo del paseo marítimo, a juego con las orquestas ubicadas en los múltiples chiringuitos, donde la gente bebe caipiriñas y caipivodkas y se entretiene escuchando sambas y bossa novas. El ambiente en Ipanema es parecido pero más chic; en contraste con el bohemio barrio de Lapa donde los turistas se desplazan para visitar la Escalera de Selarón. Ahí está todo más decadente, así como en otros distritos populares de Río. Bolsonaro hizo mal a la concordia y Amazon mató definitivamente el pequeño comercio.
Ese día toca desplazarse a la estación de Cosme Velho para subir en funicular hasta el Corcovado, donde reside el famoso Cristo Redentor y al que se llega tras 20 minutos de ascensión por el Parque Nacional de Tijuca en compañía de otros 133 pasajeros. En la cima se consuma una auténtica bacanal de selfies. Colas de media hora para que cada poseedor de un teléfono móvil obtenga los correspondientes registros visuales que certifican que estuvo ahí: posan con los brazos extendidos, de frente, de espaldas, desde el suelo… de espaldas a un Cristo Redentor estupefacto que observa, sin mediar palabra, las curiosas evoluciones de los seres humanos.
Después de la obligada ascensión al otro gran mirador de la ciudad, el dedicado a São João en la cumbre del Pan de Azúcar, desde donde se contemplan los barrios de Botafago, Flamengo y el pequeño término de Urca, residencia permanente del cantante Roberto Carlos, es posible una inmersión en los populares enclaves de Saara para visitar su populoso mercado. En él se exhiben todo tipo de gangas y comidas económicas, no lejos del puerto donde los 3.000 metros cuadrados que ocupan los Murales de las Etnias, obra del artista Kobra, que trabajó 12 horas al día durante dos meses para pintarlas, se destiñen lentamente a la espera de una restauración. Al lado atracan los cruceros y una legión de turistas se conjura para incrementar el número de visitantes que ascenderán al Corcovado y al Pan de Azúcar.
Pero cuando realmente Río estalla es durante el Carnaval. En un recinto situado a unos cinco kilómetros del Sambódromo, en la denominada Cidade do Samba, accesible para los visitantes, las Academias preparan en riguroso secreto las seis carrozas que el esperado día del desfile liderarán la escenografía, los bailes, la música y, sobre todo, la originalidad para conseguir, si el Gran Jurado lo considera conveniente, el codiciado trofeo que otorgan a la más imaginativa. Los beneficios para la ciudad son espectaculares y el Estado invierte a gusto por el rédito y la popularidad del evento. Todo un año trabajando para saborear con pasión carioca 85 minutos en el Sambódromo.
Otro punto álgido de la ciudad es una espléndida pastelería heredada de los portugueses: la cafetería Colombo. Todavía conserva la decoración original de 1894 y se diría que mantienen las mismas costumbres del siglo XIX, hasta el punto de que cuando el viajero pregunta si tienen conexión a internet y pronuncia la palabra “password”, el camarero le mira como si fuera un ser de otra galaxia que se dirige a él en un idioma desconocido. “No, aquí, por descontado, no”, contesta.
BOLIVIA
Es verano y el Parque Nacional del Pantanal está inundado. El viajero no tiene más remedio que suspender la visita prevista y decide tomar un vuelo directamente desde Río hasta Santa Cruz de la Sierra. El taxista, el primer contacto que tiene después de calibrar la amabilidad o la hostilidad de los aduaneros, presume de la tranquilidad y el buen estado de la economía de la ciudad. “Vienen europeos y gringos temerosos de que Rusia y Estados Unidos se enzarcen en una guerra nuclear”, comenta, orgulloso, antes de depositarlo en la Plaza de Armas 24 de Septiembre, el corazón de la ciudad, donde se ubica el hotel elegido. La vida se concentra en este punto y desde ahí se expanden todos los barrios en calles longitudinales en las que se concentran los diferentes gremios: en una todo son impresores, otra está repleta de librerías y la más cercana agrupa establecimientos que proponen mayoritariamente pollo a la brasa.
Las dos siguientes ciudades camino del oeste son Patrimonio de la Humanidad: Sucre y Potosí. En la primera se firmó la Declaración de Independencia de Bolivia y cuenta con una catedral de estilo colonial dedicada a Nuestra Señora de Guadalupe, situada en la Plaza de Armas 25 de Mayo, con la Casa de la Libertad y un cementerio municipal repleto de muñecos, botellas de Coca-Cola, cigarros puros y todo tipo de objetos que fueron apreciados en vida por los que reposan en los nichos. Una colección que se acrecienta en la zona dedicada a los niños, que a veces parece más una juguetería que un camposanto.
A Potosí se llega en autobús, a bordo de furgonetas rápidas pero cargadas al límite o de una flota, como denominan en esta parte del mundo a los autobuses. Cabalgan al son de una música andina que por repetitiva machaca el oído de los pasajeros por lo menos cuatro horas, si bien el viaje en estas condiciones también es más llevadero para adaptar el cuerpo al ascenso de 3.900 metros de altura. Ayuda masticar hojas de coca que se encuentran en todas partes. Por la Villa Imperial de Potosí pasean pocos turistas, pero la vida local es tremendamente participativa. Destacan sus grandes edificios monumentales, fácilmente visibles desde la Plaza de Armas 10 de Noviembre, y la mina de plata de Cerro Rico, fiel reflejo de la historia minera de la ciudad. Cervantes acuñó la frase aludiendo que las cosas valiosas “valen un Potosí” en una época que esta pequeña ciudad hoy prácticamente olvidada era la capital de un imperio. Tenía la misma población que Londres y más habitantes que Madrid, Roma o París.
Aunque también asequible por carretera es más cómodo tomar un avión desde Potosí hasta Uyuni, la puerta de entrada a un salar de casi 11.000 kilómetros cuadrados y 120 metros de profundidad. Visitar una parte de esta extensión y los alrededores merece dos o tres días de estancia. Los visitantes acceden a esta experiencia a través de unas lagunas teñidas de tonalidades ocres apodadas los Ojos del Salar, donde una familia de fotógrafos provistos de pequeños dinosaurios de plástico, botellas y latas de cerveza juega con la profundidad de campo y el infinito para simular perspectivas divertidas que obligan a los modelos a ensayar poses inverosímiles. Luego hay una parada obligatoria en la isla Incahuasi, que en quechua significa “la casa del inca”, una pequeña montaña repleta de cactus que a veces sobrepasan los 10 metros de altura.
Es agradable dormir en los diversos hoteles de sal bien ubicados en este desierto blanco tras tomar fotos de espejismos, reflejos y puestas de sol espectaculares, reforzadas por la altitud de una atmósfera a casi 3.700 metros sobre el nivel del mar. La excursión junto a la frontera con Chile que empieza por un salar menor, el de Chiguana en la región del Lípez, conduce al viajero a círculos de volcanes de tonos grises que descuellan entre paisajes parecidos a las fotos que conocemos del planeta Marte. Desde el mirador del volcán Ollagüe, de 5.868 metros, hasta un conjunto de lagunas pobladas por tres especies de flamencos, sobrecoge la belleza letal de la laguna Hedionda, con sus anillos de arsénico y azufre que evocan los colores de Saturno.
Desde ahí la ruta transcurre en un trasfondo épico y rocoso, sin árboles y con una vegetación ensombrecida que culmina en la montaña Mokopata, entre laderas que trasladan al visitante a imaginativos cráteres lunares. Aguardan más sorpresas paisajísticas junto a la laguna Turquiri, porque está rodeada de figuras de piedra que recuerdan la Ciudad Encantada de Cuenca, el mismísimo Cabo de Creus en Girona o las montañas de Montserrat multiplicadas en extensión dios sabe cuánto, para acabar el periplo del segundo día en el extraordinario Cañón de la Anaconda, donde las llamas y las alpacas pululan rodeadas de zorros colorados, gansos andinos, vizcachas bolivianas y colibríes puneños.
El viaje hasta La Paz también es asequible en un vuelo económico. En el aeropuerto de Uyuni el ejército despide a los viajeros en posición de firmes mientras tiene lugar el embarque. Una vez en el aeropuerto internacional El Alto hay que bajar al centro. Desde hace cinco años, varias líneas de teleféricos unen los diferentes barrios de una ciudad encajada en el cañón del río Choqueyapu, entre picos y formaciones rocosas de perfiles irregulares que culminan en el volcán Illimani a 6.462 metros. Ahí todavía reposan inaccesibles los restos de los 29 pasajeros que viajaban a bordo del vuelo 980 de Eastern Air Lines que se estrelló en 1985. A partir de entonces cambiaron las rutas aéreas con destino a la capital de Bolivia.
Desde los barrios más elegantes, como Calacoto, es posible acceder a muchos enclaves de La Paz cómodamente aposentados en las cabinas de teleféricos, desde cuya estructura transparente se observan paisajes no aptos para viajeros afectados de vértigo. Las líneas tienen diferentes colores, igual que el metro en otras ciudades, y combinando el verde, el amarillo, el plateado, el rojo, el naranja, el blanco y el celeste es posible visitar distintos barrios desde las alturas, invirtiendo apenas un par o tres de euros en los desplazamientos.
Ya a pie y desde el centro histórico, en la gran plaza que rodea la basílica de San Francisco surgen calles de una gran personalidad, como Sagárnaga, Comercio o Linares, donde se ubica el Mercado de las Brujas, declarado patrimonio cultural inmaterial de esta gran urbe andina. En esencia era un antiguo enclave proveedor de ofrendas rituales para la medicina tradicional, sobre todo para los sacrificios a la Pachamama, aunque ahora es un lugar colonizado en un noventa por ciento de comercios turísticos. En los pocos locales tradicionales que todavía persisten se pueden ver numerosos fetos de llama y pequeños lechones momificados, a veces envueltos en billetes bancarios, para enterrarlos en los cimientos de nuevos edificios o antes de emprender un negocio arriesgado. No faltan hojas de coca, amuletos y todo tipo de pócimas, tanto para arreglar dolencias físicas como para paliar el mal de amores, atraer clientes o incrementar la actividad sexual. También los chamanes se ofrecen para todo tipo de trabajos, como denominan a sus mediaciones, que al parecer remedian casi todo:
“Se realiza lecturas para la salud, trabajo, negocios, amor.
En coca, cigarro, cartas del tarot, naype, tabaco, alcohol, velas.
Se hacen pagos a la pachamama, a los chullpas, a las wacas, a los tios, tias.
A los cerros Pachjiri, Uchumachi, Illimany, Apacheta, Waraco y demás.
Hacemos limpias espirituales, baños de florecimiento, baños contra hechicerías, baños de purificación, curamos de todo tipo de brujerías y maldades”
Finalmente el viajero abandona La Paz a través del caos y la pobreza de El Alto, y emprende la ruta por un altiplano que reverdece y se llena de vacas y campos de cultivo en la medida que el autobús se acerca al lago Titicaca, camino de la frontera de Desaguadero. Viaja en autobús, precedido por innumerables camiones que transportan combustible y aceite vegetal. Los trámites para pasar de un país a otro son lentos, pero la primera impresión, una vez superada la aduana, es favorable: Perú parece un país con mejores recursos económicos, aunque surcado de carreteras con obras permanentes.
PERÚ
La ruta transcurre por el distrito de Copani con la presencia constante del lago a la derecha y una sucesión de ovejas, alpacas, casas de adobe y techos de calamina en las innumerables casitas desperdigadas en una llanura cada vez más fértil. A 4.000 metros de altura y con el sol en su cénit, el Titicaca regala un color azul intenso, con vistosos cumulonimbos de algodón procedentes de las columnas de aire cálido y húmedo, eternamente parados sobre un lago que adopta la forma de un puma atrapando un conejo y mide 8.500 kilómetros cuadrados. Aquí surgió la poderosa civilización inca.
“Inca significa hijo del sol, lo que ligaba a las personas con la luz. El corazón sería el sol y era representado por el oro, que a su vez representa la grandeza del ser humano”, indica un pasajero para iniciar una conversación que no se prolonga demasiado. Puno está repleto de pizzerías y de agencias de viaje que proponen visitas a las islas donde habitan los Uros Chulluni.
En esta ciudad, que celebra como ninguna las fiestas de la Candelaria, muchos optan por pernoctar en la isla de Taquile y otros dedican la jornada a visitar la isla Amantani, la más poblada del lago y la más alta del mundo, donde sus habitantes se jactan, entre otras virtudes, de ser estrictamente vegetarianos. El trayecto de regreso a Puno dura tres horas y media. Barcas motorizadas surcan el lago para visitar por riguroso orden las islas de los Uros, construidas con bloques de raíces de totora, una planta acuática cuyo tallo mide entre uno y tres metros, de manera que todas se benefician por igual de las visitas turísticas.
Unos tres mil nativos viven de la venta de artesanía, ubicados en pequeñas parcelas tejidas en escasos metros cuadrados, y redondean sus beneficios invitando a los turistas a navegar en balsas de juncos a cambio de una donación voluntaria. “Kamisaraki” o “Cami saraki” es una expresión en aymará que significa “Hola, ¿cómo estás?”, aunque según indica el guía que también es uro, se puede interpretar como “Dios pagará”. Pero pobre del turista que no deje sendos soles peruanos en su visita a las islas, porque el control sobre los visitantes cuando no compran recuerdos turísticos es implacable.
En esta larga travesía en dirección al océano Pacífico vale la pena recorrer por carretera la ruta que conduce de Puno a Cusco, aunque también es posible realizar el mismo trayecto en tren. En la estación de buses unas voces extremadamente escandalosas anuncian los destinos de cada flota con el mismo tono que los niños de San Ildefonso cantan los números de la lotería de Navidad. “Arequipa, Arequipa, Arequipa” “Copacabana, Copacabana, Copacabana” “Cusco, Cusco, Cusco”. Sin duda, antes de contratar al personal que vende los boletos en las taquillas, se les somete a algún tipo de prueba para calibrar su timbre de voz.
Una pareja de mochileros transporta una maleta extra que contiene un gato, enfrentándolo a unas carreteras en restauración permanente. El bus elegido por el viajero, una flota que responde al nombre de Libertad, tiene la luna delantera rota y la han restaurado con un pegamento que impide la visibilidad, aunque al menos los cinturones de seguridad funcionan. Los cristales se entelan a medida que el autobús asciende hasta que la ruta traspasa el pueblo de Kunurana Alto, en la cordillera andina de La Raya. Una vez superado el puerto de montaña denominado Abra la Raya, a 4.338 m, la carretera se desliza entre valles fértiles y sugerentes colinas.
Antes de llegar a Cusco, también ciudad Patrimonio de la Humanidad, existe la posibilidad de visitar un lugar que en esta travesía de visos planetarios introduce ahora al viajero a paisajes equiparables a la superficie de Júpiter. Se trata de las montañas coloreadas de Palccoyo, a 4.971 metros de altura, menos turísticas que las de Vinicunca, pero más accesibles una vez rebasada la población del mismo nombre. Caminando apenas tres cuartos de hora se llega al tercer mirador, el principal, aunque hace falta pagar una tarifa de entrada, cinco euros contributivos para la comunidad, si bien a la vista de la falta de recursos de que adolecen sus habitantes a semejante altura se da por bien empleado el donativo.
Una vez pasado Urcos, otro pueblo típico por las tradicionales vestimentas de sus mujeres, cuatro grandes pancartas separadas por unos 10 kilómetros dan una cálida bienvenida a los viajeros. “Cusco. Capital histórica de Latinoamérica”. Los grandes muros de la calle Hatunrumiyoc, restos de una antigua plataforma ceremonial inca construida en piedra diorita verde; una Plaza de Armas —la más bella del mundo andino— ubicada sobre un antiguo pantano donde se erigen la catedral y la iglesia de la Compañía de Jesús; el convento de Santo Domingo; la calle Intik’ijllu; el parque arqueológico de Sacsayhuamán; el templo del Qoricancha (el más importante del imperio inca); el mirador del Cristo Blanco; el bosque ritual de Q’enqo o el fuerte de Puca Pucara, sin contar las innumerables callejuelas que conducen a la plaza de San Blas o al pintoresco mercado central de San Pedro, confirman el rango monumental de una ciudad que también es la puerta de entrada a Machu Picchu.
Hay muchas maneras de llegar hasta esta fortaleza perdida sobre el valle sagrado de los incas, una obra maestra de la arquitectura y de la ingeniería divulgada para el mundo en 1911 por obra y gracia de Hiram Bingham, aunque con la ayuda del pequeño Pablo Recharte. En realidad, el norteamericano buscaba la ciudad perdida de Vilcabamba y está demostrado que Agustín Lizárraga, un peruano de Mollepata, conocía ya su existencia nueve años antes, pero no pudo dar a conocer su descubrimiento debido a la falta de medios en su país. La National Geographic Society y la Universidad de Yale colaboraron en los trabajos arqueológicos de Machu Picchu, si bien las malas lenguas afirman que muchos tesoros arqueológicos del Perú fueron expoliados con rumbo a Estados Unidos y a múltiples colecciones privadas, amparados por el consentimiento que las autoridades concedieron exclusivamente para este lugar.
Un tren turístico que es bastante caro, aunque también es la manera más cómoda de trasladarse hasta la población de Aguas Calientes, rebautizada Machu Picchu Pueblo, se toma en la bella localidad de Ollantaytambo. No es raro que el dúo de asistentes de cada vagón interpreten, convenientemente disfrazados de incas, historias de amor del tipo Romeo y Julieta; o protagonicen un pase de modelos para entretener a los viajeros, cuando estos no están absortos contemplando el espeso bosque que pende sobre el río Urubamba o la montaña de Sahuasiray al otro lado. Los trenes hacen una parada en el famoso kilómetro 104 para los animosos que desean llegar hasta la fortaleza caminando por el Camino del Inca. Aparte, el cupo de entradas a Machu Picchu están limitadas y conviene encargarlas con anticipación.
Una vez visitado Cusco y sus alrededores, un avión lleva al viajero en una hora y media a Lima, la capital del Perú. Ahí, desde el lujoso enclave del Larcomar que se asoma a la Costa Verde de Miraflores, o descendiendo hasta el Océano Pacífico a través del puente peatonal que concluye la bajada de baños en el barrio de Barranco, se puede finalizar la travesía que se inició en las aguas del Atlántico, en la lejana Río de Janeiro. Tres mil ochocientos kilómetros aproximadamente en línea recta. Es posible dejar para cualquier otro momento la visita al centro histórico de Lima o un obligado paseo por los barrios de Miraflores y Barranco. En total, un recorrido culminado en tres semanas de viaje, combinando el trayecto con vuelos cortos o en flotas locales, para observar paisajes interplanetarios al lado de campesinos y campesinas con polleras coloreadas y sombreros de hongo. Compañeros de viaje parcos en palabras, pero honrados a carta cabal. Un viaje inolvidable recorriendo la distancia entre dos grandes océanos.
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