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En el 410 d.C. una confederación de pueblos bárbaros liderada por Alarico asaltó la Ciudad Eterna llevándose un inmenso botín mientras el Imperio Romano de Occidente se desmoronaba desgarrado por las invasiones y la guerra civil.
En el año 1129 después de la fundación de Roma (376 d.C.) una enorme horda bárbara cruzó el Danubio e invadió la provincia de Tracia. Empujados por los hunos desde el norte estos godos habían pasado la frontera para conseguir asilo con sus familias en el Imperio de Oriente, pero los enfrentamientos con las autoridades y la propia debilidad militar de los romanos provocaron la derrota del ejército imperial y la muerte del emperador Valente dos años más tarde en la batalla de Adrianópolis.
Su sucesor Teodosio I logró encauzar la situación con una reforma en profundidad del ejército y una nueva campaña contra el invasor bárbaro, con quien se firmó un foedus o pacto según por el que los godos se asentaban en Macedonia y la Dacia a cambio de poner sus armas al servicio del emperador. Este las usó pronto en su guerra contra el Imperio de Occidente para reunificar los dominos de Roma, pereciendo muchos godos en la batalla del río Frígido, donde fueron usados como carne de cañón en la vanguardia de Teodosio.
Tras lograr su victoria el emperador trasladó a gran parte de las legiones hacia Oriente para protegerse de revueltas y usurpadores, debilitando así a la mitad occidental del imperio de manera fatal de cara al futuro. La muerte de Teodosio en el 395 puso fin a la breve paz que este había conseguido imponer a la fuerza, y que sus ineptos hijos Arcadio (oriente) y Honorio (occidente) no tardarían en arruinar.
La ascensión de un nuevo emperador al trono de Constantinopla supuso también el fin del pacto con los godos, que fue roto por Arcadio en un intento de recuperar las dos provincias cedidas a los bárbaros por su padre. Alarico, el nuevo rey de la confederación visigoda (que incluía muchos más pueblos como hunos, getas y alamanes) decidió forzar al emperador de Occidente a entregarle tierras mediante una invasión de Italia en el 401, ataque que pese a ser rechazado por su favorito Estilicón terminó con los godos asentados en la provincia oriental de Iliria (hoy parte de Croacia) a las puertas de la península.
La invasión bárbara de la Galia
Seguidamente una rápida serie de desastres se abatieron sobre el Imperio de Occidente. En el 405 una segunda fuerza de godos liderados por Radagaiso cruzó los Alpes y devastó Italia hasta Florencia, donde Estilicón logró derrotarles, integrando a 12.000 de ellos en las filas romanas para cimentar su posición com generalísimo del Imperio.
Sin embargo el verdadero desastre llegaría al año siguiente. Estilicón había concentrado a las legiones en Italia con vistas a lanzar una invasión de Oriente junto a Alarico, desguarneciendo con ello la frontera del Rin. Este vacío militar fue aprovechado por los pueblos germanos de la otra orilla, que el 31 de diciembre de 406 cruzaron el río y se lanzaron a saquear la Galia.
Ante la inacción del gobierno imperial, bien seguro en la fortificada ciudad de Rávena, los romanos buscaron su salvación en el usurpador Constantino III, quien se levantó en armas con las tropas de Britannia, y logró recuperar el norte de la Galia empujando a los bárbaros hacia el sur. Sometidos a semejante presión estos cruzaron los Pirineos y empezaron a devastar Hispania, reduciendo aún más el precario control que tenía Honorio sobre lo que quedaba de su Imperio. Este se vio además obligado a entregar 1.800 kilos de oro a los godos de Alarico, quien aprovechando la crisis lo chantajeaba con una invasión de Italia si no pagaba.
Semejante sucesión de desastres y humillaciones provocaron la caída de Estilicón, quien fue desposeído de sus cargos en un motín del ejército. Tras su captura y ejecución Honorio purgó al ejército de godos, así que lo que lo que quedaba de los guerreros de Radagaiso se unió al ejército de Alarico.
Alarico invade Italia
Desposeído ahora de su principal valedor en la corte, el rey godo vió en la creciente debilidad del Imperio una nueva oportunidad para conseguir tierras y botín, de manera que penetró en Italia a al cabeza de una multicultural confederación arrasando las ciudades del valle del río Po.
Al no conseguir ninguna concesión de la corte imperial, el rey bárbaro decidió incrementar la presión dirigiéndose hacia la propia Roma. Aunque la ciudad hacía siglos que no era la capital del imperio seguía siendo su centro simbólico. Además al ser el hogar de una población de 800.000 habitantes y una rica aristocracia, su captura supondría un magnifico botín para los godos.
Estos asediaron la Ciudad Eterna por primer vez en octubre, exigiendo al Senado la fabulosa suma de 13.000 kilos de plata y 2.200 de oro a cambio de no asaltar las murallas. Abandonados por el ejército occidental concentrado en Rávena, y sin posibilidad de alimentar al pueblo en caso de que los bárbaros cortaran la llegada de trigo por el Tíber, a los senadores no les quedó más que claudicar y entregaron la suma acordada a Alarico.
Con sus seguidores saciados por estas riquezas el jefe bárbaro intentó de nuevo concertar la paz con Honorio, a quien ofreció convertirse en gobernador del Nórico (Austria), y proteger desde allí la frontera del Danubio a cambio de la entrega de grano con el que mantener a su pueblo.
Aunque cueste de creer el emperador se negó a aceptar estas razonables condiciones con la Urbe bajo asedio, y siguió empeñado en enfrentarse a los bárbaros sin salir de los muros de su capital. Así Alarico volvió de nuevo a marchar sobre Roma, obligando al Senado a coronar a un tal Prisco Atalo como emperador títere.
La llegada de nuevos refuerzos a Rávena desde oriente insufló nuevas esperanzas a los asediados romanos, pero estas se desvanecieron cuando ninguna legión salió al encuentro de los godos. Se concertó entonces una entrevista entre Alarico y el emperador, pero algunos oficiales romanos atacaron a traición a los godos antes del encuentro, por lo que estos rodearon Roma por tercera y última vez.
El saqueo de Roma
Fuera por pacto, traición o por la fuerza esta vez los bárbaros entraron en la ciudad a través de la Puerta Salaria. Desde la invasión gala del 390 a.C. ningún enemigo extranjero había tomado Roma, pero el 24 de agosto del 410 los bárbaros volvieron a recorrer sus calles en busca de saqueo. Sorprendentemente este pillaje no derivó en la orgía de violencia y muerte habitual en la época, sino que los godos respetaron a la población civil refugiada en las iglesias, y aunque se produjeron algunas violaciones, otras mujeres fueron conducidas por los mismos bárbaros a lugar seguro mientras se saqueaban sus casas.
Los históricos monumentos del pasado glorioso del Imperio fueron preservados así por Alarico de la furia bárbara, y solo se destruyeron algunos edificios en la zona de la Puerta y el Foro. Cristianos convencidos, los godos dejaron a un lado los templos católicos para concentrarse en desvalijar los palacios de la élite, reuniendo un inmenso botín que cargaron en los mismos carros en los que transportaban a sus familias. Entre lo saqueado se contaba un tesoro no menos valioso que el oro y las piedras preciosas: la hermosa princesa Gala Placidia, hermana de Honorio y con quien se casaría el sucesor de Alarico, el rey Ataúlfo.
La caída de Roma presagiaba sin duda el fin de su Imperio, y por toda su extensión se alzaron voces en amarga lamentación como la de san Jerónimo, quien desde Palestina afirmaba que “en una ciudad el mundo entero ha perecido”. Con todo el proceso de desintegración ya hacía años que estaba en marcha: las Galias e Hispania nunca se recuperarían de las recientes invasiones, Britania sería abandonada al poco por el emperador y África caería el 439 frente a los vándalos.
Los godos escaparon a la Galia con sus riquezas, pero en el camino Alarico cayó enfermo y murió. El saqueador de Roma fue enterrado con sus tesoros en el río Busento, cuyo curso fue desviado para excavar su tumba y luego restaurado para cubrirla para siempre bajo sus aguas. Al final Honorio tuvo que ceder y asentar a los visigodos en la provincia gala de Aquitania, desde donde conquistarían gran parte de Hispania hasta convertirla en su hogar en el siglo VII.
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