miércoles, 22 de marzo de 2023

La desleal treta con la que la ‘Royal Navy’ arrebató Gibraltar a España tras una épica defensa

  



Diego de Salinas, antes de abandonar Gibraltar AUGUSTO FERRER-DALMAU
Diego de Salinas, antes de abandonar Gibraltar AUGUSTO FERRER-DALMAU

El Peñón, reconocida como ciudad británica esta misma semana, cayó en manos inglesas en plena Guerra de Sucesión

Han hecho falta dos intentos y 180 años –casi dos siglos, que se dice pronto– para que Gibraltar haya sido reconocida como ciudad del Reino Unido. Una larga espera para sus habitantes, pero que se ha saldado esta misma semana después de que la urbe hiciera formal la petición a principios de año con motivo del Jubileo de Platino de Isabel II. Las siete décadas de reinado, vaya. Mucho se ha hablado de que fue en 1713, tras el Tratado de Utecht, cuando España entregó el territorio a Gran Bretaña, pero poco de que fue unos años antes cuando, una dolorosa trampa mediante, la ‘Royal Navy’ hizo sucumbir las defensas del peñón…

Problemas en guerra

Los comienzos del siglo XVIII fueron más que negros para nuestra España. Tras la muerte de Carlos II sin descendencia, los vientos de guerra arribaron en 1701 a la Península Ibérica de la mano de los dos candidatos que querían sentarse en el trono: Felipe V de Borbón (el sucesor que había elegido el propio monarca antes de que la parca le diese su gélido abrazo) y el archiduque Carlos de Austria. A favor del primero se posicionó media Europa a la cabeza de Francia, y en apoyo del segundo acudió la otra media (ingleses y holandeses). El conflicto resultante se cobró -atendiendo a las fuentes- más de un millón de vidas y, por si fuera poco, también fue testigo de una de las mayores felonías perpetradas por la pérfida Albión ; la conquista a traición de Gibraltar en agosto de 1704 .

El origen de la conquista de Gibraltar se encuentra por entonces, en 1704, año en que los mandos ingleses (movidos más por sus intereses nacionales que por los del candidato de la casa Austria) ansiaban meter el dedo en el ojo a nuestra España. Con este objetivo partió el almirante Rooke con una flota angloholandesa formada –según desvelan los autores de ‘Historia general de España y América’- por 30 barcos ingleses y 18 de las Provincias Unidas de Holanda, además de otras embarcaciones de menor calado. Muchos historiadores se han adentrado en la difícil e ingrata tarea de desvelar el número concreto de marinos y soldados que le acompañaban. Sin embargo, la cifra sigue siendo un interrogante.

Lo que sí está claro es que a las órdenes de las fuerzas de desembarco destacaba el príncipe teutón George de Hesse Darmstadt y que uno de los objetivos principales de la armada de la pérfida Albión era acabar con las defensas de Barcelona. Según explica Cesáreo Fernández Duro en su obra magna ‘Historia de la Armada española desde la unión de los reinos de Castilla y de Aragón’, ambos oficiales arribaron a las costas catalanas a finales de mayo y «echaron a tierra un cuerpo de 3.000 hombres, intimando a la vez la entrega de la ciudad con amenaza de destruirla». En la obra del siglo XIX ‘Historia de Gibraltar y su campaña’, Francisco María Montero es de la misma opinión y, a su vez, añade que los británicos iban cargados de «manifiestos y proclamas» para «sublevar la ciudad».


George de Hesse Darmstadt ABC


De poco les sirvieron a los ingleses sus amenazas y sus papelotes. De hecho, fueron una fanfarronada similar a la que perpetró Edward Vernon durante la batalla de Cartagena de Indias contra el virrey Eslava y el mitificado Blas de Lezo. Ejemplo de ello es que, tras algunas semanas al calor del puerto, los ingleses y sus aliados holandeses plegaron banderas y se retiraron ante la imposibilidad de rendir la urbe. «Estuvo la escuadra fondeada desde el 18 al 31 de Mayo, tiempo en que arrojó unas 300 bombas sobre los edificios antes de adquirir el convencimiento de haberse frustrado los deseos de Darmstadt, con el cual se alejó Rooke el 2 de Junio, reembarcada su tropa», desvela Duro en su obra.

Por si huir con el rabo entre las piernas no fuese ya suficiente, Rooke recibió además la noticia de que una considerable flota franco-española había partido desde Tolón con órdenes de mandar los bajeles de la ‘Royal Navy’ al fondo del mar. Por eso, para evitar más disgustos a la corona, ordenó poner las velas en dirección hacia la costa portuguesa. La decisión no se demostró, a la postre, excesivamente heroica, pero le permitió unir a su armada otra veintena de cascarones más pertenecientes al también almirante Cloudesley Shovell. «Este, con otros 23 navíos, le puso al frente de 72, en que iban más de 30.000 hombres de mar y tierra», señala Fernández Duro.

Golpe de mano

Desde la seguridad del puerto, el frustrado George de Hesse Darmstadt se propuso dar un golpe de mano allí donde más molestase a los nuestros. Y así fue como fue alumbrada la idea de hacerse con Gibraltar, la entrada natural al Mediterráneo. «Se ingenió el de Darmstadt para insinuar entonces al almirante inglés el disgusto que en Londres, lo mismo que en Lisboa, producía su inacción; la critica y aun la indignación de los Ministros aliados y las imputaciones calumniosas que darían pasto a la maledicencia si acababa de pasar el verano sin conseguir algún resultado de importancia con el poderoso armamento de que disponía. Propúsole seguidamente, un intento contra Gibraltar», desvela Fernández Duro.

No pudo elegir mejor su objetivo el inglés. Y es que, las defensas de la plaza habían sido descuidadas y, en su interior, apenas había una guarnición de 56 hombres alistados. Algo similar sucedía con las baterías, la mayoría ubicadas en unos edificios de carácter medieval. «Las fortificaciones de Gibraltar consistían en una larga cortina [de baterías de artillería] tendida de Norte a Sur y rematada por ambos extremos en los muelles denominados Nuevo y Viejo, en que había montada artillería gruesa, y algo más al Norte del primero un bastión, igualmente artillado», desvela el autor español. En la práctica, la totalidad de las bocas de fuego ascendía a 100, aunque la mayoría en condiciones preacarias o desmontadas.

Por el contrario, los ingleses disponían de una armada más que envidiable. En la obra de finales del XVIII ‘La historia antigua y moderna de Gibraltar’, el británico James Solas Dodd enumeró pormenorizadamente los buques que acudieron hasta la ciudad. En sus palabras, el grueso de la flota estaba formada por 45 navíos de línea de entre 50 y 96 cañones; seis fragatas y una docena de buques de múltiples usos. Fernández Duro afirma que en este último grupo había «dos bombardas, siete navíos de fuego, dos hospitales y un yate». Por su parte, Montero añade que, sin contar con los transportes, del total 51 eran ingleses y 10 holandeses.

Al final, Rooke celebró un consejo de guerra en Tetuán a bordo de la ‘Real Catalina’ junto a sus capitanes ingleses y holandeses. Aquel día, la decisión fue unánime: había que asaltar la ciudad. Más allá de la desigualdad que puede verse en los números, así comenzó la que, a la postre, sería la batalla en la que España perdería Gibraltar. Una afrenta que, en el XIX, seguía escociendo a Fernández Duro: «El descuido, pecado incorregible de los españoles, tenía entregado el Peñón la suerte que sin él no corriera y desde entonces lloran; reconociéronlo los enemigos al confesar que les fuera imposible entrarlo de tener guarnición suficiente».

Batalla por Gibraltar

El devenir de aquella aciaga jornada es narrado en la obra de Montero. En sus palabras, el día 1 de agosto la flota arribó a las costas de Gibraltar y, en apenas unas horas, de ella desembarcó un contingente con órdenes de tomar el itsmo ubicado al norte de la urbe. ¿El objetivo? Simple, pero efectivo: cortar la comunicación entre la Península Ibérica y los sitiados. Una buena parte de las fuentes afirman que el ejército británico estaba «a tiro de escopeta» de los nuestros. Sin embargo, el autor español niega la mayor ya que, según su testimonio, ‘Punta mala‘ (donde se verificó la llegada del enemigo) distaba media legua (cinco kilómetros) de las defensas principales. Otro tanto ocurre con el número de enemigos que desembarcaron, entre los 1.800 y los 4.000 atendiendo a las fuentes

En cualquier caso, lo que sí está claro es que los británicos y holandeses, a las órdenes de Darmstadt, tuvieron poco problema para cumplir su misión. De hecho, aquella rápida victoria les motivó hasta tal punto que, en la mañana del 2 de agosto, el oficial envió una carta a los defensores instándoles a rendirse. La proclama iba firmada por el archiduque ya que, al menos oficialmente, los asaltantes actuaban en su nombre. Esta misiva le fue entregada al gobernador Diego de Salinas quien, tras reunir a los principales dignatarios locales en el ayuntamiento, decidió emular batallas como la de Numancia ante la república de Roma. El político, con más naso que cabeza, se limitó a contestar «que tenían jurado por su rey y señor natural á Don Felipe V y que como sus fieles y leales vasallos sacrificarían las vidas en su defensa».

Instantes después hizo valer lo prometido y ordenó reclutar y armar a cuántos más ciudadanos, mejor. Al final, los mandos españoles lograron reunir a 400 civiles dispuestos a defender Gibraltar. Estos se unieron a los militares presentes en la ciudad y fueron divididos en varios contingentes.

Fuerzas españolas en lid

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    Unos 200 vecinos fueron destinados al ‘Muelle viejo’ (ubicado en la parte superior de la costa occidental de Gibraltar) al mando del Maestre de Campo Juan de Medina.

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    150 milicianos fueron destinados uno de los principales accesos a la ciudad: el ‘camino cubierto de la puerta’. Estos fueron puestos al mando del también Maestre de Campo Diego de Ávila.

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    40 combatientes recién reclutados recibieron la orden de defender el ‘Muelle nuevo’ (al sur de la costa occidental). A su mando estaba Francisco Toribio de Fuentes.

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    Finalmente, los soldados profesiones tomaron posiciones en el castillo, cuya defensa habían tenido asignada desde el comienzo.

Los días siguientes no destacaron por ningún movimiento especial de tropas. De hecho, las fichas de esta curiosa partida de ajedrez se quedaron quietas. En el caso inglés, porque Rooke estaba convencido de que su imponente potencia naval haría que el enemigo se rindiese sin necesidad de atacar. A los de la ‘Royal Navy’ tan solo se les escapó algún cañonazo que otro cuyo único objetivo era que los españoles no se olvidaran del peligro que corrían. Finalmente, y cansado como estaba de tanta espera, el 3 de agosto Darmstadt envió un ultimátum de media hora a los defensores. El mensaje, por supuesto, fue respondido con una sonora negativa.

Ya con la certeza de que habría batalla, Rooke ordenó esa misma jornada a sus vicealmirantes (Byng y Vanderdussen) que se ubicasen en las mejores posiciones y desjarretasen una ingente cantidad de bolazos de cañón sobre la pared principal de la ciudad. «Igualmente mandó al capitán Hicks que con el ‘Yarmouth’, ‘Tiger’ y ‘Hampton-Court’ se apostase en frente del muelle nuevo, y batiese toda la parte del mediodía de la ciudad», añade Francisco María Montero en su obra.

Las órdenes, para su desgracia, no pudieron cumplirse hasta la noche por las molestas corrientes de la región. Un día después empezó la pelea. «Al amanecer del domingo 4, puestos en línea de combate, sobre treinta buques comenzaron un terrible cañoneo contra la plaza, tan continuo y tan fuerte que en seis horas que duró arrojaron á ella sobre quince mil balas destruyendo casi todo el lienzo que daba vista á la bahía», completa el experto. Los buques cumplieron su objetivo y dejaron tan maltrechas algunas posiciones defensivas, que tuvieron que ser abandonadas por los españoles.

A British Man of War before the Rock of Gibraltar, de Thomas Whitcombe


En vista de que las fortificaciones del ‘Muelle nuevo’ habían sufrido lo indecible, Rooke ordenó a sus hombres que desembarcaran y se hiciesen con ese punto. Los encargados fueron los capitanes Hicks y Jumper, que pisaron tierra con un centenar de hombres y entablaron combate con los civiles españoles. «Al final, se apoderaron del puesto, no sin gran resistencia de los habitantes que lo guarnecían», añade Montero. Tampoco se libró del asalto el ‘Muelle viejo’. Y es que Rooke ordenó al capitán Withaker que lo tomase junto a 600 hombres. Los nuestros, al ver esa ingente cantidad de ingleses, se retiraron. Pero dejaron una curiosa sorpresa para los enemigos en la torre de Leandro, ubicada en las cercanías del puerto… ¡Una bomba!

«Reventó una mina haciendo volar la torre por los aires con tan terrible estrépito y causando tales estragos que sumergió siete lanchas, llenas de soldados enemigos con muerte de trescientos, según unos, y de cuarenta marineros según otros, y con mas de sesenta heridos; contándose entre los muertos á dos oficiales. Un historiador inglés confiesa la pérdida de sesenta hombres y doscientos diez y seis heridos como baja total que experimentaron los aliados en la conquista», desvela Montero.

Trampa final

La lucha no dio para más. Si antes las fuerzas inglesas ya eran superiores en número y en armamento, ahora disponían de todas las piezas de artillería que habían capturado a los españoles. Solo era cuestión de tiempo que entraran en la ciudad tras masacrar a los defensores. Por ello, Diego de Salinas se decidió a claudicar después de negociar unas honrosas capitulaciones. Así lo demuestra el que, entre otras cosas, los nuestros pudieran salir de la urbe con sus armas y pertrechos, que se les facilitaran barcos y caballos para marcharse de la región y, finalmente, que se mantuvieran los privilegios de los ciudadanos de Gibraltar.

Sin embargo, los hombres de la pérfida Albión todavía se guardaban una última jugarreta. Aunque oficialmente los españoles se habían rendido ante el archiduque, Montero afirma que Rooke decidió enarbolar la bandera inglesa en lugar de la de la casa de los Austrias, que había sido izada primero. Así pues, tomó posesión de la plaza en nombre de Ana de Inglaterra. «Sufrió el de Darsmtadt, según parece, con resignación el ultraje, acaso en la creencia de que Rooke obraba así por órdenes secretas de su Gobierno; y temiendo dar pábulo á un disgusto que privase al suyo de tan poderoso aliado, ó tal vez, y es lo mas probable, que la bondad de su carácter le hiciese cerrar los ojos al agravio presente, fiando al tiempo su reparación y enmienda», destaca el autor español.

La espera no le sirvió de mucho. Ni a él ni a España. Y es que, a pesar de que Felipe V obtuvo la victoria en la Guerra de Sucesión , Gran Bretaña sigue a día de hoy en poder de la región.


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