martes, 11 de abril de 2023

Canal Historia : A bordo de un Galeón

 laamericaespanyola


A bordo de un galeón español en los siglos XVI y XVII, numerosos marinos y pasajeros tuvieron la ocasión de comprobar la dureza de las travesías oceánicas. Tanto entre España y América como entre América y Asia, los galeones españoles fueron además de los primeros, los que mayor número de veces surcaron sus aguas.

Pero no era lo mismo la travesía oceánica entre España y América que se podía hacer en menos de un mes desde las islas Canarias, que el increíble galeón de Manila cuyo durísimo viaje a Nueva España podía durar hasta 6 meses, aunque en ambos casos el pasaje sufría de forma asombrosa, al menos a los ojos de hoy.

En el siglo XVI, estos galeones representaban un avance tecnológico en el mundo del transporte. No existía en esta época otro medio de transporte que pudiera superar a este barco en capacidad de carga, ni tan siquiera en velocidad media sostenida. Se trataba de un almacén móvil que trasladaba personas y mercancías de un punto geográfico a otro a través de los mares.

El galeón surge del concepto de comercio armado y por primera vez unas ordenanzas reales dictarán a los constructores navales nuevas proporciones que se aplicarán en el arte de la construcción naval. El típico galeón de las flotas de Indias era una nave de unas 300 a 500 toneladas fuertemente armada.

La primera mención al galeón se dio en España en 1509, cuando en un relato sobre la conquista de Orán se habla del galeón del Conde Pedro Navarro. La segunda en 1516 cuando se menciona al galeón de Bernal Brunet de 100 toneles en la Armada para Orán. La tercera en 1526 en un registro del Consejo de Indias: «salió la armada del comendador Aguilera y cogió un galeón francés«.

Galeón español 1565-1600.

La denominación «galeón» se aplicó genéricamente a todos los barcos, sin importar el tamaño, destinados a mantener las comunicaciones con América y el dominio de los mares y perduró hasta 1732, cuando el Rey Felipe V ordenó sustituir los galeones por buques más ligeros, los «navíos inmatriculados» (los navíos de línea del siglo XVIII propiamente dichos). 

Durante el siglo XVI se publicaron cédulas y ordenanzas para la navegación a Indias en 1552, 1567, 1569 y 1573, en las que se reglamentaba entre otras las características de las naves.

En aquel momento, la flota atlántica contaba con las mejores técnicas y los avances más recientes en navegación; sus planos, diseño y construcción de Naos y Galeones eran un secreto guardado celosamente.

Aún después de que perdieran su vigor inicial, los galeones no dejaron de ser un enemigo formidable, cuya neutralización requería fuerzas poderosas y una batalla naval, con pérdidas superiores a las que los piratas estaban dispuestos a incurrir.

Aunque había dos tipos de galeones, los que se dedicaban a la guerra y los que dedicaban al transporte de personas y mercancías, se puede considerar un tercer tipo que era el más habitual: un galeón adaptado para personas y mercancías y artillado medianamente o con parte de los cañones desmontados. Esta versatilidad los hizo muy útiles.

Los galeones de guerra ya se utilizaban para proteger a las flotas cuando en 1562 Pedro Menéndez de Avilés partió a las Indias con una armada de 49 naves de los cuales seis eran de guerra.

Galeón español de guerra en 1550.

Según las ordenanzas, estos galeones de guerra del siglo XVI, de unas 500 toneladas, deberían llevar entre 28 y 50 piezas de artillería.

La dotación normal para este tipo de galeón se componía por lo general de gente de mar (marineros) y gente de guerra (soldados). En 1550 la razón solía ser de un hombre de mar por cada 5,5 toneladas y un modelo más o menos estándar era el siguiente:

Gente de Mar: Capitán de mar, piloto, contramaestre, condestable, maestre de jarcia, maestre de raciones, guardián, 25 a 36 marineros, 20 a 28 artilleros, 15  a 20 grumetes, trompeta, buzo, 2 carpinteros, alguacil de agua, despensero, cirujano, escribano de raciones, capellán y 8 a 10 pajes. Hacían un total de entre 90 y 103 personas

Gente de Guerra: Capitán de infantería, alférez, sargento, cabo de escuadra de capitán, 4 cabos de escuadra, 15 aventajados, 40 mosqueteros, 54 arcabuceros, 1 abanderado, 1 pífano y 2 tambores. En total 121 personas.

Importantes fueron las «Ordenanzas para las armadas del mar Océano y flotas de Indias» entre 1606 y 1613, que bajo el reinado de Felipe III estuvieron vigentes durante todo el siglo XVII.

En 1629, la Junta de Guerra utilizó una nueva fórmula para el cálculo de la dotación de un galeón que establecía un marinero por cada 6,25 toneladas y un infante de marina por cada 3,8 toneladas.

En la ordenanzas de la Armada Real de 1663 se unificó el mando de la gente de mar y de guerra, quedando un solo capitán de mar y guerra y la relación se modificó a favor de la infantería, siendo de 1 marinero por cada 6,4 toneladas y 1 infante por cada 2,3 toneladas. Posteriormente en 1700, se cambió otra vez, pero entonces a favor de la marinería considerándose 1 marinero por cada 3,24 toneladas, no variando la infantería.

También en dichas ordenanzas se fijaba el siguiente vestuario para el uniforme de la marinería de guerra:

Seis camisas, tres blancas y tres azules, dos pares de calzones, uno de paño azul y otro listado blanco y azul; Un capotillo con su capucha, de paño burdo afelpado por dentro, de color pardo y tejido en la espalda con el escudo de las armas reales. un casquete encerado y un birrete de lana colorado; un par de medias coloradas de estambre; un par de zapatos abotinados hasta más arriba del tobillo; un cuchillo con su vaina; dos peines; una bolsa para ponerlos y para el tabaco, con agujas e hilo azul y blanco. Una cuchara de box y vaso de cuerno; una faja de capullo, listada en blanco y colorado; un petate para conservar y guardar la ropa.

Ya a bordo del galeón, el capitán de mar y el capitán de guerra se alojaban en la cámara principal situada en la popa de la nave, donde se guardaban sus pertenencias personales, y varios pertrechos del buque, como una caja con hachas de combate que iba debajo de la cama del  capitánSi había capitanes de infantería, compartía su cámara con ellos. Sobre ella estaba la cámara del piloto y del maestre y su ayudante; también en la popa se alojaban el despensero y a veces el condestable.

Otras veces el condestable se alojaba en la santabárbara junto a los artilleros. El capellán se alojaba en la toldilla, entre el palo mayor y la cámara principal.

En el castillo de proa y debajo de él se situaban los camarotes del contramaestre, el guardián de cubierta, el calafateador, el carpintero, el tonelero y sus ayudantes. Los marineros iban también a proa y dormían repartidos entre el alcázar y la primera cubierta. Las hamacas empezaron a usarse hacia finales del siglo XVI.

Había tres turnos de guardia de ocho horas que cumplían oficiales y marineros. El primero comenzaba a las cuatro de la tarde hasta 12 de la noche, era llamada la guardia del capitán;la segunda desde medianoche hasta las ocho de la mañana, y era llamada la guardia del piloto, también llamada «modorra»; y la tercera desde las ocho de la mañana a la cuatro de la tarde, era llamada la guardia del maestre. Los marineros hacían dos guardias de cuatro horas cada día, aunque la guardia de la tarde se rotaba en turnos de dos horas. Estaban exentos de las guardias los pañoleros, bodegueros y rancheros.

Había una brigada llamada impar que cubría los puestos de guardia de estribor y otra par que cubría los de babor. En el castillo de proa se situaban los vigías y cofas de los palos trinquete y mayor, dotados de catalejos.

Dado que del hombre de guardia podía depender la seguridad del barco, el que se dormía era castigado severamente. Para no dormirse se aconsejaba que los que estuvieran de guardia permanecieran de pie, mirando a proa, pues era por donde podía surgir el peligro, y a barlovento, pues era por donde podían presentarse las tormentas, debiendo comunicar al piloto o al contramaestre cualquier incidencia que se presentase.

Las maniobras de la nave las dirigía el oficial de guardia desde el  alcázar y el segundo de a bordo que iba en la proa las repetía para que fueran cumplidas. La rutina diaria comenzaba por la mañana:

La primera tarea consistía en sacar el agua que hubiera  entrado en el navío por la noche, y que se encontraba en la sentina (espacio bajo el suelo de la bodega), usando las bombas de achique, misión realizada por los carpinteros y los calafates. «Espumeando como un infierno y hediendo como el diablo sale el agua de las bombas». La sentina es una especie de pozo destinado a recoger los derrames del agua de la vasijería, y como estos corren por toda la bodega en contacto con varias materias, y van recogiendo las impurezas, con el movimiento, el calor y la falta de ventilación, se corrompen y llegan a ser foco infecto si no se cuida de extraerlas frecuentemente».

Se comprobaba que  las velas se encontraran en buenas condiciones, y durante el resto de día se realizaban las tareas habituales, tal como mantener las cubiertas limpias, reparar velas e izarlas cuando se ordenaba, atar y colocar cabos, arreglar cuerdas, trepar a los palos, fregar la cubierta, y hacer diversas reparaciones.

La tarea de manejar las velas era muy dura, y requería una máxima coordinación, por ello las tripulaciones entonaban canciones rítmicas mientras izaban, amarraban y empujaban la barra del cabrestante.

Cada tarea tenía su propio ritmo, que se compaginaba con la fuerza empleada. Uno era un ritmo de marcha, empleado para girar alrededor del cabrestante  o moverse para recoger anclas. Otro era un ritmo más lento, para trabajos que exigían un pausa y pasar un cabo de mano en mano. Otros trabajos necesitaban un ritmo de dos tiempos. Se empleaba para tareas pesadas, como izar velas, o subir pertrechos de peso. Cantar estos ritmos se llamaba saloma. En los galeones de guerra, el silbato del contramaestre solía sustituir a las canciones.

Al mediodía el despensero repartía las raciones de comida entre la marinería, la cual previamente cocinaba en calderos colocados en el fogón (se solían llevar dos fogones, uno por cada cien tripulantes). Esta era la única comida caliente al día, salvo cuando el bizcocho se encontraba en mal estado y agusanado. En ese caso los restos llamados mazamorra se cocinaban como sopa por la noche, lógicamente  para no ver su contenido.

Al caer la tarde las actividades iban disminuyendo, dedicándose un tiempo al descanso, charlar, tocar algún instrumento musical, y a pesar de estar prohibido, jugar a los dados o a los naipes. También se celebraban carreras de animales que iban a bordo, o peleas de gallos. Si el barco quedaba al pairo los marineros pescaban o nadaban.

Al iniciar los turnos de guardia de noche, se convocaba a todos los tripulantes a la oración, presidida por el capitán o religioso que estuviere a bordo. Se rezaba el Padrenuestro, Avemaría, Credo y se cantaba la Salve Marinera, y el paje pronunciaba la fórmula para desear buenas noches a todos: «Amén y Dios nos dé buenas noches, buen viaje, buen pasaje haga la nao, señor capitán y maestre y buena compañía». A continuación la tripulación se iba acomodando para dormir. Los soldados en estas naves dormían con los artilleros en la Santabárbara.

Las leyes concernientes al aprovisionamiento de mercancías se regularon por medio de una ordenanza de 1543, año en el que se estimó conveniente regular los tamaños y cantidades de género que hubiese de ocupar una tonelada. Se consideraba de la máxima importancia cubicar adecuadamente la nave a fin de evitar la sobrecarga de la misma, dado el peligro que ello podía comportar.

El recipiente más utilizado para el transporte era la denominada “Pipa”, un tonel con 443,5 litros de capacidad. Dos pipas ocupaban el espacio equivalente a una tonelada. Existía un contenedor algo más grande, que se denominaba “Bota”, con una capacidad aproximada de 532 litros. Lo recipientes más pequeños recibían el nombre de “Quintaleños”, que tenían 64,5 litros y también se utilizaba otro envase más reducido, de forma casi esférica y boca ancha denominado “Botija”, con una capacidad aproximada de 20-30 litros. Otros recipientes eran los fardos o cajones, cuyas dimensiones eran variables.

Un galeón de guerra de 650 toneladas con 362 personas a bordo necesitaba 400 pipas de agua, 200 de vino, 15 de vinagre, más de 1.000 quintales de galletas, más de 500 quintales de cecina y 100 barriles de sardinas.

Y un galeón mercante de 500 toneladas para una navegación de 90 días entre España y América cargaba 14.000 kg de bizcocho, 2.100 kg de tocino/cecina, 1.032 kg de bacalao, 567 kg de arroz, 567 kg de garbanzos, 455 kg de vinagre, 344 kg de queso, 200 kg de aceite y 20.250 litros de vino.

La vida a bordo en los galeones mercantes o mixtos tanto de la tripulación como de los pasajeros, también se regía por unos protocolos de actuación que se solían cumplir, dado el siempre peligroso escenario que podía acontecer en cualquier momento. La primeras sensaciones de navegación para el neófito eran el contínuo crujir de la madera,  el ruido producido al romper el agua contra el casco y el quejido de los cabos.

No eran unos navíos que se distinguían precisamente por su velocidad, los más grandes tenían una eslora de entre 40 y 60 metros y de entre 500 y 1.300 toneladas en su versión más común, llegando a alcanzar alguno de los que navegaron por el Océano Pacífico las 2.000 toneladas.

Los más pequeños albergaban a bordo no menos de 100 personas entre tripulación y pasaje, y los más grandes podían llevar embarcadas por encima de las 500 personas.

Es difícil imaginar cómo y dónde se colocaban y asentaban los pasajeros, cuando lo habitual era que permanecieran en las cubiertas, dado que las mercancías y muchos animales ocupaban las amplias bodegas.

La tripulación estaba organizada jerárquicamente según según su rango, pero los pasajeros de distinto estatus social y origen tenían que convivir en el espacio reducido que les tocaba, normalmente según iban eligiendo cuando ellos embarcaban; por tanto era importante ser de los primeros. Pero también los pasajeros que pagaban por derecho de carga tenían reservados los mejores sitios.

Las tripulaciones de los barcos que desde finales del siglo XV y principios del XVI hacían la ruta de las Américas iban, por regla general, provistas de todo lo necesario para efectuar el viaje en las debidas condiciones. No obstante, la comida constituía una preocupación permanente. Por ello, era normal embarcar alimentos en cantidades que excedían sobradamente la duración prevista de la singladura.

El hacinamiento era algo habitual y con ello el peligro de contraer enfermedades, además del riesgo que suponía para la salud la proximidad de animales domésticos (gallinas, ovejas, cabras y cerdos). Los caballos, asnos, mulas y bueyes viajaban en las bodegas colgados del techo con unas cinchas y fajas. La lógica falta de higiene personal y la podredumbre de algunos alimentos implicaba que con el paso del tiempo los pasajeros sufrieran gastroenteritis, tifus o el temido escorbuto.

Por tanto se hacía necesario intentar mantener limpios los navíos y se realizaban batidas sistemáticas para erradicar las plagas de ratas y ratones.

Todos los enfermos eran trasladados a la enfermería situada en el alcázar a estribor y allí eran atendidos sanitariamente por el cirujano o el barbero y espiritualmente por un religioso.

Si alguien fallecía, cosa no infrecuente, su cuerpo se cubría con una tela gruesa, se ataba a algún tipo de lastre y, luego de una pequeña ceremonia de cierta solemnidad, se tiraba al mar.

Las reglas a bordo solían respetarse, ya que de lo contrario el capitán actuaba con celeridad y ante la comisión de un  delito como por ejemplo el hurto, se aplicaban los castigos según lo establecido en el Libro del Consulado del Mar.

También estaba prohibido desnudarse, jurar, blasfemar y tener relaciones sexuales a bordo. A parte de que estaba mal visto implicarse sexualmente con mujeres que viajaban con su familia o solas al reencuentro de un esposo que previamente había partido para labrarse un futuro en algún territorio allende los mares. Pérez Mallaina ha escrito que la habitual falta de mujeres favoreció las prácticas homosexuales convirtiéndose en uno de los secretos mejor guardados de algunos de los hombres del mar.

Todo ello podía castigarse en alta mar con unos azotes, suspensión de salario, pérdida de bienes, o el ingreso en prisión y el destierro una vez llegados a puerto. Las ejecuciones únicamente se reservaban en casos muy graves.

El piloto de cada barco dirigía la navegación durante toda la travesía y transmitía sus órdenes a la tripulación por medio del contramaestre. Los tripulantes además de las faenas a las que dedicaban parte de su día, disponían de dos momentos de cierta relajación de sus quehaceres que era durante cada una de las dos comidas diarias, que rompía con la monotonía.

La comida, más bien escasa, estaba basada en una dieta en donde lo más usual era el arroz, las pasas, el tocino, la carne (dos veces por semana), el pescado y la harina, con la que se realizaban los bizcochos o galletas (tortas duras de harina de trigo); y por supuesto mucho vino o vinagre con agua, cuando ésta por la dureza de la travesía, empezaba a estropearse.

El fogón permitía una comida caliente al día, al menos cuando no hacía mal tiempo o excesivo viento. Se situaba bajo el castillo de proa y consistía en una caja metálica y rectangular con una plancha de hierro rodeada por tres lados y abierta por la parte superior sobre la que se colocaba un fondo de arena y donde se montaba la leña y el carbón; se encendía generalmente a partir del mediodía y se apagaba al anochecer. Era misión del contramaestre comprobar este último extremo. Realmente cocinar a bordo constituía un auténtico peligro, pues el fuego debía mantenerse encendido con lo que el riesgo de incendio era permanente.

El alimento formaba parte de la remuneración de las tripulaciones. La ración estaba reglamentada y su valor energético superaba en ocasiones las cinco mil calorías por hombre y día, a pesar de lo cual era monótona y desequilibrada por exceso de glúcidos y proteínas y carencia importante de vitaminas.

Teóricamente las necesidades de las dotaciones respecto a las proteínas, grasas e hidratos de carbono estaban cubiertas por la ración diaria, al menos en la fase inicial de los viajes, aunque las proteínas eran prácticamente de origen animal. Los hidratos de carbono estaban constituidos fundamentalmente por el insustituible bizcocho, el arroz y las legumbres secas, pero faltaban los de origen vegetal, presentes en las frutas, verduras y hortalizas frescas. La falta de agua provocaba deshidrataciones y un exceso en el consumo de alcohol (vino), que por regla general era la única bebida que no se estropeaba.

Otras vituallas que se solían incluir eran las anchoas (en barriles), higos, carne de membrillo (en cajas), cebollas, alcaparras (en jarras), mostaza (en jarras), almendras y azúcar. También se llevaba en poca cantidad verduras frescas, ajos, cebollas y pimientos, así como alimentos especiales para enfermos, heridos y oficiales de alta graduación. Animales como pollos y gallinas iban en cubierta dentro de gallineros; corderos, cerdos y hasta vacas eran de la partida. Los huevos se guardaban en barricas sumergidos en agua del mar reservándose para los oficiales y enfermos.

Los oficiales tenían a veces ciertos privilegios, como un vino de más calidad, bizcocho blanco o bonito en lugar de atún. Pero cuando el viaje se prolongaba y los alimentos comenzaban a escasear, compartían con el resto de la tripulación el hambre y la sed.

El queso era un componente importante de la dieta en los casos de mal tiempo. Normalmente se repartía entre uno y dos litros de agua por persona y día, pero si el viento cesaba o se producía alguna avería, la ración de agua se reducía drásticamente, para mayor sufrimiento de los embarcados. Su reposición solo podía efectuarse mediante las correspondientes aguadas en zonas costeras.

El bacalao se llevaba seco, abierto y atado en grandes fardos, debiendo ser conservado al aire libre, al igual que el jamón  y el tocino, siendo estos últimos colgados de la balaustrada de los corredores de popa, dándose el caso de quedar al alcance de los tiburones cuando el barco cabeceaba violentamente.

En los viajes de los descubrimientos la inanición constituía una de las causas importantes de los fallecimientos. El hambre hacía verdaderas matanzas, debido a que una parte importante de los alimentos embarcados se estropeaban por falta de condiciones adecuadas en su almacenamiento.

Cuando hacía mal tiempo, la dotación comía carne o pescado en salazón. El despensero era el encargado de pesar y repartir las raciones y un alguacil el responsable de la distribución del agua.

Si lo que sufrían era una temible calma sobre todo en zonas tropicales, el barco se convertía en un horno, el vaho ardiente que exhalaban las maderas hacía que los alimentos fermentaran y  se corrompieran, echándose a perder.

A la dieta desequilibrada y con el tiempo exigua, se debía sumar las limitaciones de espacio, ya que al caer la noche, y mientras el galeón surcaba los mares, pasajeros y tripulantes iban a descansar eligiendo los mejores sitios que pudieran. No se dormía totalmente a la intemperie pues por la noche se desplegaban unos toldos entre la proa y la popa y los distintos mástiles, pero sí costaba organizarse, más aún cuando las comodidades estaban reservadas a algunos ilustres pasajeros, al capitán y a oficiales de alto rango.

Los pasajeros (y muy ocasionalmente la tripulación) solían emplear su tiempo en leer, conversar y jugar, y si bien estas eran actividades aceptadas y llevadas a la práctica, la última no era bien vista. A pesar de que en algunas ocasiones las prohibiciones intentaron erradicar el juego ante el peligro que suponía, los dados y los naipes eran actividades dinámicas que hacían más llevadero el viaje. Y a su vez, derivado de éstas, otras en donde fundamentalmente los pasajeros apostaban su dinero y posesiones. También se pescaba con los aparejos que llevaban algunos y entonces podían tomar pescado fresco. Las narraciones de historias de diversa índole leídas o contadas,  además de los cantos, amenizaban los momentos de excesivo aburrimiento.

Entre los géneros prohibidos para transportar sin licencia de Su Majestad se encontraban las armas, particularmente los pistoletes y cualquier otro artículo de hierro de Lieja y de Alemania, de forma que ni en bruto ni de manera labrada podía llevarse más que el procedente de Vizcaya. Por otra ordenanza se prohibía trasladar a las Indias libros de “historias fingidas y profanas” y los de materias deshonestas. Además, para todo lo que hubiere de llevarse sería requisito imprescindible, además de los despachos regulares, licencia del Santo Tribunal de la Inquisición.

Algunos marineros llevaban chirimías (flautas) o guitarras, que tocaban en las noches estrelladas, mientras unos cantaban romances y otros las oían melancólicos.Todos los buques debían llevar estas chirimías porque servían para transmitir órdenes y para tocar himnos de combate. Pero, también eran utilizadas lúdicamente en las travesías.

Pero las mayores alegrías se producían cuando el buque arribaba a alguna de las escalas; en el viaje de ida a las Indias, a las islas Canarias y semanas después a la isla Dominica o a la isla Martinica en el Caribe; en el de retorno la escala era en las islas Azores. Era una buena oportunidad para saltar a tierra, asearse adecuadamente, beber agua, ingerir alimentos frescos y divertirse antes de volver a su prisión flotante.

En los galeones se comprobaba la hora y se ajustaba a las doce del mediodía al verificar la altura del sol, comprobando que la sombra proyectada debía tocar el norte de la aguja de marear (brújula), a las doce en punto. Los datos de velocidad  se recogían en una pizarra y posteriormente se pasaban al diario de a bordo.

Durante la noche, para mantener atenta a la guardia, un grumete gritaba «el alerta» cada media hora, dando la vuelta al mismo tiempo a un reloj de arena y haciendo sonar una campana, y recitando un verso:«Una va de pasada, y en dos muele; más molerá si mi Dios Querrá; a mi Dios pidamos que buen viaje hagamos; y a la que es Madre de Dios y abogada nuestra, que nos libre de agua, de bombas y tormentas». Al final gritaba dirigiéndose a proa: ¡Ah de proa! ¡ Alerta y vigilante!

El cambio de timonel y vigía se efectuaba cada hora. El timonel  saliente comunicaba al oficial de guardia el rumbo, el cual a su vez  pasaba ese dato al  timonel entrante, e igualmente se establecían vigías tanto a popa como a proa.

Enfrente del timonel se colgaba el tablero de bordada. En este, se marcaba con clavijas el rumbo que había llevado y la distancia que calculaba que había recorrido el barco cada media hora.

Para medir la velocidad del barco, se usaba la corredera, que consistía en una pieza de madera, reforzada con plomo a un lado para que flotara vertical. Se lanzaba por la popa y permanecía casi estacionaria mientras el barco seguía navegando. La cuerda que la sujetaba estaba marcada a intervalos regulares con nudos, y midiendo el número de nudos que pasaban, controlados por medio del reloj de arena, se podía hallar la velocidad del barco.

Para conocer la profundidad los marineros echaban el escandallo al fondo, que era una soga plomada de más de 40 brazas de longitud (una braza equivale a dos brazos extendidos, menos de dos metros).

Para hallar la latitud, es decir, la distancia a la que estaban más al Norte o más al Sur del ecuador, se utilizaban instrumentos como el astrolabio, el sextante y el cuadrante.

El sextante era un palo con una pieza cruzada corrediza, que empezó a usarse en el siglo XV. El marinero deslizaba el travesaño a lo largo del palo, que estaba dividido en secciones, hasta que podía ver el nivel del horizonte en la parte inferior del travesaño, y el sol o la estrella en la parte superior. A continuación, leía la marca que medía el ángulo entre el horizonte y la estrella, y a partir de esto podía hallar la latitud del barco, o lo que es lo mismo, su posición al Norte o Sur del ecuador.

Las necesidades naturales se satisfacían  directamente sobre el mar, bien sujetándose de las cuerdas del navío o a una tabla o asiento agujereada situadas a babor y a estribor que pendía sobre las olas, llamadas «jardines». 

Estas letrinas o «beques» también situadas a proa se usaban sin ningún pudor y prácticamente a la vista de todos, los hombres orinaban y defecaban subiéndose al borde del buque y agarrándose con fuerza para no caer al océano.

Fray Antonio de Guevara describió esta indecorosa situación con las siguientes palabras:

Todo pasajero que quisiere purgar el vientre y hacer algo de su persona, le es forzoso de ir a las letrinas de proa o arrimarse a una ballestera, y lo que sin vergüenza no se puede decir, ni mucho menos hacer tan públicamente, le han de ver todos asentado en la necesaria como le vieron comer en la mesa (Cit. Martínez, 1987: 99).

Más adelante, en las naos y en los galeones de la Carrera de Indias se habilitó una tabla agujereada en popa que facilitaba las defecaciones de la tripulación, sin riesgo de caer al mar.

Los olores en el barco podían ser nauseabundos por muy diversos motivos: primero por el hacinamiento, y segundo por la lógica falta de una higiene personal. Si además había mar gruesa los malos olores se multiplicaban por los vómitos de unos y de otros. Por ello, se organizaban limpiezas periódicas de los navíos.

En caso de mal tiempo o bien por pudor, se usaban baldes o bien se hacían las necesidades en la sentina, que en climas cálidos se hacían fétidas e insanas, llegando a ser venenosas y provocando el vómito entre los tripulantes cuando procedían a achicar el agua. 

En caso de temporal no se podía secar la ropa ni encender fuego, y al concentrarse la marinería bajo cubierta, con el hacinamiento correspondiente, sin poder abrir las portas, el hedor era considerable, y más si tenemos en cuenta que el navío podía llevar animales vivos bajo cubierta: caballos, vacas, ovejas, gallinas etc.

Además del mareo y las fiebres de todo tipo, las enfermedades más frecuentes eran la disentería y el escorbuto, este por la ausencia de ácido ascórbico (vitamina C) presente en cítricos y algunas frutas y verduras. Los síntomas son manchas oscuras en el cuerpo (pequeñas hemorragias), articulaciones hinchadas, heridas que no se curan, encías inflamadas y sangrantes que hacen imposible la alimentación, y la pérdida de dientes. No se descubriría la causa y el remedio hasta bien entrado el siglo XVIII. Otro suceso que se padecía a bordo era el estreñimiento, producto de la dieta alimentaria.

Las travesías oceánicas en los galeones no fueron placenteras en ningún caso y siempre suponían muchos sacrificios. Aunque había momentos de distracción que ayudaban a amenizar su día a día, tripulantes y pasajeros debían lidiar con momentos de soledad, de sopor y de miedo ante los ataques y las adversidades que de forma abrupta podían poner punto final a su vida muy lejos de su hogar y de los suyos.

Las inclemencias del tiempo, los ataques corsarios o, simplemente, el hecho de encallar en algún risco costero, suponía un riesgo considerable para la mayor parte de los tripulantes.

Las tormentas eran de lo más frecuente y el resultado podía ser con cierta probabilidad el naufragio. También, un accidente podía acabar con el buque en el fondo del océano, como un fuego provocado por la pólvora.

Se estima que en los siglos XVI y XVII se perdieron un total de 700 barcos, perdiendo la vida varias decenas de miles de personas (Pérez-Mallaína, 1997: 27).

De acuerdo con el mapa de naufragios elaborado por Chaunu, los lugares de mayores pérdidas fueron Veracruz, Matanzas (Cuba), Bermudas, Azores y Cádiz. En el período estudiado por Chaunu (1503-1650) los naufragios en la barra de Sanlúcar supusieron el 8,98 % y los barcos perdidos en total el 10%.

Otro estudio de Fernando Martínez Laínez en su libro “Tercios de España: Una infantería legendaria” recaba los siguientes datos:

Entre 1540 y 1650, el periodo de mayor volumen de tráfico en el transporte de oro y plata, de los 11.000 buques que hicieron el recorrido América-España se perdieron 519 barcos, la mayoría por tormentas y otros motivos de índole natural. Solo 107 lo hicieron por ataques piratas, es decir menos del 1 %.

Este bajo porcentaje se debió en gran parte al sistema de Flotas que tuvo dos regulaciones, la primera en 1543 desarrollando la flota obligatoria y la segunda en 1564 que estableció las dos flotas anuales.

Hundimiento del Galeón Nuestra Señora de Atocha. 1622.

Cuando la nave amenazaba hundimiento por una tormenta o huracán, se intentaba cortar los mástiles de raíz o se lanzaban al agua los cañones atados a modo de ancla. Si a pesar de todo el naufragio era irremediable solía haber algunos botes o barcazas en las que se podían refugiar los tripulantes. Pero en los siglos XVI y XVII eran escasos e insuficientes para albergar a toda la tripulación. Y es que como afirma Fernando Serrano, el objetivo de estas pequeñas barcas era utilizarlas para ir a tierra o para pasar de un barco a otro, no para salvar a la tripulación en caso de naufragio. Por ello en caso de naufragio, la mayor parte de la tripulación estaba condenada a perecer ahogada si no recibía la urgente ayuda de la costa o de otros navíos con los que viajaba. De hecho, éste fue uno de los motivos por el que se implantó en la navegación indiana el sistema de flotas. Nadie podía comerciar con las Indias si no era dentro de la conserva de una de las dos flotas anuales.

A ello hay que añadir, que cuando había tiempo para desalojar el barco, la difícil y dramática decisión sobre quién debía salvarse era muy distinta a la que se tomaría actualmente. El criterio era que debían salvarse las personas más útiles a la sociedad entre los que se encontraban los varones empezando por los de ascendencia nobiliaria. Los más débiles como las mujeres, ancianos y niños quedaban condenados al ahogamiento (Pérez Mallaína, 1997: 51).

Otros males que había que soportar a bordo de un galeón era la existencia y proliferación de insectos y animales no deseados, que también eran de la partida:

Las cucarachas eran una plaga en los buques sobre todo en los trópicos, pues transmitían a todo cuanto tocaban un olor desagradable y solían roer la ropa y los libros. Atacaban y destruían gran cantidad de víveres. Se dieron casos de voladuras de navíos, ya que estos insectos roían los estopines y provocaban una deflagración. El único beneficio de las cucarachas es que se comen a las chinches. Se utilizaba el humazo para erradicar la plaga, vaciando todo el contenido del buque cuando estaba en tierra, se cerraban las escotillas y se preparaban hornillos con mercurio que se calentaban en la bodega.

La rata es el animal navegante por excelencia, y suele ser el primero en habitar la nave, se multiplica rápidamente y molesta más por lo que destruye que por lo que come. Causa averías en las mercancías transportadas, y llegan a perforar la tabla de costado, por bajo a línea de agua, llamándose a estos agujeros enrrataduras

Otros acompañantes desagradables en los navíos eran los piojos y las pulgas, propios de los navegantes cuando les faltaban los medios y el tiempo para lavar la ropa y asearse, viviendo juntos y amontonados sin desnudarse.

No faltaban las chinches que se alojaban en las grietas y rendijas de las maderas, por lo que un barco es el lugar propicio para criarlas a millones. Su actividad es nocturna. El bergantín-goleta Ebro, llegó a infectarse de tal manera de chinches, que toda la tripulación tenía que dormir en cubierta, colocando en las escotillas centinelas con farol y escoba para eliminar a la masa que subía al anochecer. También la sarna producida por un insecto acárido y género Sarcoptes, era frecuente en estos ambientes, que se contagiaba por contacto.

Galeón Santiago 1625.

Algunos buques que venían de Centroamérica, al estar construidos con maderas no adecuadas, transportaban escorpiones entre sus rendijas. «De día están ocultos, saliendo de noche a cazar insectos, con lo que acontece ver a marineros picados, sobre todo porque van descalzos».

A pesar de todas estas calamidades y aunque parezca increíble, desde el mar y con estos y otros barcos se construyó un vasto imperio, aunque con un notable sacrificio de vidas humanas; lo cierto es que las miserias, el hambre y las penurias que tenía que soportar la tripulación en unas condiciones más que infrahumanas, permanecieron durante varios siglos. Desde los ojos de hoy parece una tarea hercúlea, de locos o de desesperados, pero no, era el paradigma de la época, y los españoles fueron la vanguardia.

Ellos llenaron y redefinieron el mayor vacío cartográfico del planeta, sus navíos surcaron dos océanos y sus estelas unieron tres continentes, recordándonos aún hoy, que un camino de ida y vuelta sobre la mar nos convirtió, a pesar de las distancias, en lo que somos.

Para finalizar traigo aquí de nuevo las palabras del gran historiador español Américo Castro

”Para llevar a cabo la conquista de tantos países, cruzar tantos mares, tantos ríos, valles, bosques y montañas; para seguir el curso del Amazonas, desde su nacimiento en Perú, hasta el Atlántico, como hizo el asombroso Orellana; para desafiar a Moctezuma y a Atahualpa en su propia tierra, como hicieron Cortés y Pizarro; para sobrevivir a las marchas a lo largo del cauce del maravilloso río Magdalena, era preciso atesorar una gran idea, además de la voluntad humana (la voluntad humana mitiga el cálculo); se precisaba algo que centrase la mente, al igual que también era precisa alguna idea para sostener a los españoles durante los 700 años que duró su lucha contra el islam.”

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