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El mayor general cartaginés de la historia cruzó los Alpes con su ejército para asestar un golpe definitivo a los romanos en su propio país; aunque los derrotó, nunca logró doblegar su voluntad de resistencia.
El mayor general cartaginés de la historia cruzó los Alpes con su ejército para asestar un golpe definitivo a los romanos en su propio país; aunque los derrotó, nunca logró doblegar su voluntad de resistencia.
TRANSCRIPCIÓN DEL PODCAST
Los informes que llegaban a Roma no dejaban lugar a la esperanza […] Se afirmó que el ejército, con sus dos cónsules, había sido aniquilado y que todas las fuerzas habían sido eliminadas. Nunca antes, con la propia Ciudad todavía a salvo, se había producido tal conmoción y pánico intramuros […] Como aún no se conocían con certeza los hechos, se lloraba indiscriminadamente en todas las casas tanto a vivos como a muertos». Esto escribía el historiador romano Tito Livio cuando, dos siglos después de los hechos, evocaba la espantosa derrota de las legiones en Cannas, en 216 a.C., una auténtica carnicería con decenas de miles de muertos.
Cuando las noticias de la catástrofe llegaron a su ciudad, los romanos no albergaron ninguna duda sobre el oscuro destino que les aguardaba. Aníbal, el temido general cartaginés, parecía a punto de franquear los muros de la Urbe. Durante dos años, Roma le había opuesto un ejército tras otro, y él los había aniquilado acabando con decenas de miles de hombres. Pero ahora, parecía haber asestado un mazazo definitivo al poder romano.
La invasión de Italia
La guerra que Roma y Cartago libraban desde hacía dos años era la segunda contienda que enfrentaba a las dos superpotencias del Mediterráneo. La primera, acabada más de veinte años atrás, se había saldado con la clamorosa derrota de Cartago, uno de cuyos generales, Amílcar, había hecho jurar a su hijo odio eterno a los romanos. Aquel niño era Aníbal, y su apellido era Barca, «rayo» en lengua cartaginesa. Fue él quien en 219 a.C. puso asedio a Sagunto, la ciudad hispana aliada de Roma, que tomó en 218 a.C. Con este acto empezó la segunda guerra púnica, la mayor deflagración de la Antigüedad. Estratega genial, cuando los romanos decidieron enviar sus tropas a Hispania y África, tomó la iniciativa y en otoño de 218 a.C. atravesó la cordillera de los Alpes –en lo que fue una de las mayores gestas bélicas de la historia–y a finales de octubre se plantó en la Galia Cisalpina, el norte de la península itálica, al frente de 26.000 soldados y una treintena de elefantes.
Esto era todo lo que quedaba de los 46.000 combatientes con los que había partido de Hispania, después del durísimo paso alpino, que incluyó el acoso de tribus galas, un frío devastador y el tránsito por temibles despeñaderos. Pero el sufrimiento de los hombres y la determinación de Aníbal habían compactado sus heterogéneas fuerzas, en las que militaban, entre otros, africanos y guerreros de Hispania (celtíberos, honderos de las Baleares, lusitanos...). Como resultado, lo que pudo haber sido una tropa incontrolable y difícil de comandar se había convertido en una máquina de guerra unida alrededor de un comandante carismático e inteligente, al que los soldados obedecían ciegamente. Ya en el norte de Italia, Aníbal engrosó sus efectivos con galos descontentos por el dominio romano, destrozó a las legiones en las batallas del Tesino, el Trebia y Trasimeno y llegó con su ejército a una pequeña población de la región de Apulia, Cannas. Corría el verano del año 216 a.C.
La matanza
Para entonces, los romanos habían conseguido levantar dos potentes ejércitos dirigidos por los cónsules Terencio Varrón y Lucio Emilio Paulo. El día 2 de agosto, Varrón, en contra de la opinión de su colega, decidió unir ambas fuerzas en la margen norte del río Ofando, próximo a Cannas. Sus 86.000 legionarios –todas las armas de Roma– se iban a enfrentar al invicto ejército cartaginés, compuesto por 50.000 guerreros fuertemente unidos a su poderoso general africano.
Aníbal dispuso sus tropas en formación convexa: sus líneas, adelantadas en forma de media luna, fueron retrocediendo ante el empuje legionario hasta formar una bolsa que engulló al grueso de las legiones en una trampa mortal, sellada por la caballería y las tropas de élite cartaginesas, donde quedaron constreñidos más de 70.000 romanos sin margen para la defensa, esperando el turno para ser ensartados por una espada enemiga.
La historia de la batalla de Cannas es la de un baño de sangre que duró horas y en el que perecieron la juventud de Roma, sus defensores y parte de su nobleza. La República estaba indefensa. En la gran urbe cundió el pánico, y por primera vez en siglos se ofrecieron sacrificios humanos para ablandar a unos dioses adversos.
Media vuelta
Sin embargo, Aníbal decidió no aprovechar la victoria de Cannas para poner sitio a Roma. Se han vertido ríos de tinta sobre sus razones para no lanzarse sobre la capital. La justificación más plausible vendría por la imposibilidad de tomar la ciudad –cuyas defensas debieron de ser imponentes– sin apenas maquinaria de asedio y sin noticias de que Cartago la fuera a proporcionar. La fuerza de Aníbal estaba en la maniobrabilidad de sus fuerzas gracias a su poderosa caballería, que le ofrecía la ventaja de la sorpresa, como había demostrado en las grandes batallas. Pero un gran asedio, quizá de meses, era algo muy distinto.
En realidad, Aníbal estaba esperando a que los pueblos itálicos, sometidos por Roma, la abandonasen; entonces, la aislada capital del Lacio no tardaría en caer en sus manos. Una ciudad le abrió sus puertas después de Cannas: Capua. No era una ciudad cualquiera, sino la más importante de Italia después de Roma, y Aníbal la utilizó como su base en la península. Pero eso fue todo: aparte de algunas plazas menores, ya no habría más defecciones entre los itálicos. Por su parte, los romanos se aprestaron a resistir de forma más inteligente: sabiéndose inferiores a Aníbal, evitaron el choque directo con los cartagineses, pero no dejaron de acosarlos.
Mientras tanto, Aníbal inició su marcha hacia el sur con la mirada puesta en la estratégica ciudad de Tarento, un puerto en el mar Adriático donde podría recibir los refuerzos que le enviase su nuevo aliado Filipo V de Macedonia, quien atacó a los romanos en los Balcanes. Sólo en 212 a.C. pudo hacerse con Tarento –una facción procartaginesa le abrió las puertas–, pero la ciudadela, que amenazaba el puerto, siguió en manos romanas.
El gran fracaso
Aquel mismo año tuvo lugar otro acontecimiento decisivo. Cuatro legiones asediaron Capua, que pidió ayuda a Aníbal. Éste se vio en la disyuntiva de seguir presionando sobre Tarento o levantar su ejército para ayudar a su aliada. Por primera vez desde que llegó a Italia no tenía clara la línea de acción, y optó por una postura intermedia: continuó en persona el asedio a la ciudadela tarentina y envió a su lugarteniente Hannón en auxilio de Capua, pero éste fue derrotado por los romanos. La situación de Capua era desesperada. Si caía, el prestigio de Aníbal se resentiría gravemente, y muchas localidades italianas cuya alianza con los cartagineses colgaba ya de un hilo podían inclinarse por Roma. Por ello el propio general africano decidió marchar hasta Capua, con el fin de atraer a los sitiadores a una batalla campal.
Pero los romanos no mordieron el anzuelo, y Aníbal dirigió sus tropas contra aquella Roma que seguía luchando a pesar de las derrotas. Su intención no era conquistar la Urbe, sino forzar a los sitiadores de Capua a marchar en defensa de Roma. En aquella primavera del año 211 a.C., el pánico se apoderó nuevamente de Roma. Pero Fabio Máximo –el hombre que después de Cannas había instado a los romanos a no presentar batalla a Aníbal–, zanjó la cuestión: «El ejército que se encuentra actualmente en la Ciudad será suficiente para nuestra defensa, pues contará con la ayuda de Júpiter y los otros dioses» (Tito Livio XXVI, 8). Las tormentas impidieron que los enemigos trabaran combate y el tiempo jugaba en contra de Aníbal, que no podía encontrar provisiones en un territorio hostil.
El cartaginés no tuvo más remedio que volver sobre sus pasos y dar la espalda a Capua, cuya suerte estaba irremediablemente echada. La ciudad cayó en aquel año, y sus calles fueron testigo de uno de los baños de sangre más terroríficos de toda la guerra. La estrella de Aníbal en Italia declinaba, y pronto perdería todo su brillo. Los romanos arrebataron Hispania a los cartagineses, y Asdrúbal, hermano de Aníbal, la abandonó para cruzar los Alpes y reunirse con éste en Italia. Pero los romanos terminaron con él a orillas del río Metauro y enviaron su cabeza a Aníbal, quien comprendió que ya no podría esperar refuerzos de Cartago y se atrincheró en el sur de Italia.
De allí marchó a África en 203 a.C. para enfrentarse a Publio Cornelio Escipión, que había desembarcado en las cercanías de Cartago. Las tornas habían cambiado, y ahora eran los romanos quienes daban a probar a sus enemigos la medicina de Aníbal.
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