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Un viaje único por la India. Venerados como reyes, los maharajás sembraron el estado de Rajastán de monumentalidad. Siguiendo su rastro en uno de los trenes más caros del mundo, en la semana a bordo irán aflorando palacios y fuertes principescos, bazares y hasta tigres.
La friolera de 25 millones de usuarios al día, más de 8.000 estaciones y de 70.000 kilómetros de vías; lo que, arriba o abajo, vendría a suponer casi dos vueltas a la Tierra siguiendo la línea del Ecuador. Semejantes cifras para el Guinness de los Récords se gasta la compañía ferroviaria de la India. A ella pertenecen, aunque en el extremo opuesto a esos vagones hacinados que provocan tanto espanto como sed de aventura cuando se ven en los documentales, joyas de la corona como el Palace on Wheels, el Deccan Odyssey y, entre otro par de tren-hoteles de lujo, el más prohibitivo de todos: el Maharajas Express, reconocido por los World Travel Awards como el más lujoso del planeta. Sus itinerarios introducen con vaselina en los antiguos reinos principescos del Estado de Rajastán a un máximo de 88 pasajeros de cualquier rincón del planeta. Todos, eso sí, con el riñón bien cubierto.
Uno tras otro, los afortunados a punto de embarcarse en su ruta The Heritage of India irán asomando a la hora acordada por el hotel Taj Mahal Palace de Bombay. Tras saldar varias formalidades en uno de sus salones de gala y disfrutar un aperitivo mientras les van presentando a la tripulación, el viaje arranca por la tarde en la monumental estación que la urbe más gigante del subcontinente estrenó en 1887, justo el año en que se celebraba el medio siglo de gobierno de la reina Victoria. En tan certero punto de partida para este recorrido en el tiempo, y ante el pasmo de la muchedumbre que va y viene por los andenes, la banda de música de la Policía, literalmente a bombo y platillo, escolta al pasaje hasta esta extravagancia sobre raíles.
El Maharajas express suma catorce vagones. La suite presidencial ocupa uno entero
A su vera, con las palmas de las manos unidas bajo la barbilla y envueltos en sus turbantes y sus uniformes de Las mil y una noches, les recibe una hilera de camareros, cocineros y mayordomos como Raju, Bansi o Surender, encargados cada uno de atender un único vagón. Mientras estos ayudan a los recién llegados a instalarse en la que será su habitación durante la semana siguiente, seguro les indicarán que el Maharajas suma catorce coches para alojar a sus huéspedes, cada uno bautizado con el nombre de una piedra preciosa.
Sin embargo, es probable que obvien elegantemente que también en el rey de los trenes hay clases y clases. Porque si la mayoría de sus vagones se dividen en cuatro camarotes Deluxe, la descomunal suite presidencial abarca uno entero y sus ocupantes –al igual que los de las demás suites–, en vez de visitas en grupo por los alicientes de la ruta, las harán rigurosamente en privado.
En cualquier caso, el servicio a bordo es de primera y, aquí sí, para todos por igual: el mimo con el que cuidan cada detalle desde Hemant Kumar, el manager, hasta el último de los 55 tripulantes a sus órdenes; las golosinas que por arte de magia aparecen en el compartimento antes de dormir o los masajes en su cabina rodante a la vuelta de las excursiones; los cócteles que prepara el elegantísimo Anil en el Safari Bar mientras el tren avanza hacia su próximo destino, o, de pecado, la gastronomía. Esta, como el propio expreso, recrea la desmesura de aquellos reyes entre reyes que fueron los maharajás.
COCINA EN MOVIMIENTO
Dispuesta en vajillas de Limoges, John Stone, el chef, presume cada velada de la cocina de una región distinta del país. Aunque este carismático personaje presume más todavía de que todo cuanto se sirve ha sido elaborado por su equipo en su cocina en movimiento, ya sean los cruasán del desayuno o las pastas de la hora del té, los bombones que los viajeros se encontrarán en la mesilla antes de acostarse o el helado de azafrán con el que refrescar el paladar tras una cena de infinidad de platillos de curris.
Y como eje vertebrador de tanto exceso, el recorrido por esta tierra de tradiciones empecinadamente arraigadas y colores vibrantes que los maharajás manejaron como un cortijo: el Estado de Rajastán, en palabras del escritor Javier Moro, “la Andalucía de la India”, aquí en su versión más opulenta.
PASAJE A LA INDIA
Casi sin excepción, entre traqueteos que al menos los primeros días no hace fácil pegar ojo, el tren se pone en marcha al atardecer para aterrizar de mañana en un nuevo lugar por descubrir. Mientras del otro lado de sus ventanales el paisaje se vuelve cada vez más desértico, por sus dos coches-restaurante desfilará la cena; luego las copas y los encuentros en los sofás del Raja Club, y, tras una nueva noche en sus cabinas, otro desayuno digno de un rey.
Y cuando la megafonía anuncia que ya están listos para desembarcar, una jornada tras otra se repite el mismo espectáculo por cada estación: a pie de vía, al final de la consabida hilera de tripulantes despidiendo a los viajeros, una charanga de músicos y bailarines les da la bienvenida con el más chirriante folclore local. Terminadas sus fanfarrias de flautines y pétalos de flores, los guías contratados por el Maharajas toman las riendas para desvelar a sus huéspedes lo más suculento de cada localidad.
Tras haber visto difuminarse los infinitos arrabales de Bombay la noche anterior, el primer bocado de esta singladura a todo tren será la treintena de cuevas de Ajanta, con sus espléndidos santuarios budistas excavados en las montañas, antes de poner rumbo hacia los palacios posados sobre los lagos que, ya en Udaipur, presidirán el día siguiente. Más adelante, desde un adrenalínico recorrido en tuk tuk por los bazares de Jodhpur hasta, en pleno desierto del Thar, la antaño ciudad caravanera Bikaner, a cuyas afueras les tienen reservada una cena entre las dunas a la que se llega en carretas tiradas por camellos.
El pasaje disfruta de un safari en busca de tigres por el parque nacional de Ranthambore
Sobre las alfombras entre la arena, animando la fiesta, más músicos con el porte presumido de un rey gitano y más bailarinas, en sus saris de princesa, girando al son de las percusiones y las gaitas a medida que el Sol se esconde por este escenario de fantasía para exclusivo disfrute de los comensales.
Le seguirá Jaipur, la capital de Rajastán, engalanada con más palacios y templos, el vecino fuerte de Amber, hasta el que algunos ascienden a lomos de elefante, o el observatorio astronómico que se mandó construir el maharajá Jai Singh II cuando, a principios del XVIII, fundó esta villa que, siglo y pico más tarde, pasaría a conocerse como La Ciudad Rosa: ante la inminente visita del príncipe de Gales, el maharajá de turno ordenó pintar sus barrios de este color, símbolo aquí de la hospitalidad, y hoy sigue siendo obligatorio so pena de multa.
Aquí y allá tampoco faltarán banquetes en mansiones no siempre abiertas al público, ya que otro de los alicientes del Maharajas es colar a su pasaje por lugares en ocasiones vetados al común de los mortales, amén de platos fuertes como un safari en busca de tigres por el Parque Nacional de Ranthambore o, antes de terminar la travesía en Delhi, un desayuno con champán sobre unos jardines plantados ante el mismísimo Taj Mahal.
LA CAÍDA DE UN IMPERIO
Con semejante guinda, el tren ultima otro de sus viajes inspirados en los príncipes más excéntricos de la Tierra, capaces de despilfarrar a manos llenas mientras su pueblo sobrevivía de los despojos. Incluso en tiempos de los británicos, cuando los maharajás habían perdido su soberanía en favor de su graciosa majestad, se embarcaron en una especie de competición a ver cuál epataba más y mejor a las nuevas autoridades.
Fueron sonadas las recepciones para las que engastaban de joyas los colmillos de los elefantes, sus flotas de Rolls-Royce y descapotables de oro y plata, o los viajes por Europa donde, del brazo de sus bellas marajanís, se codeaban con la flor y nata. Pero ninguna fiesta dura para siempre y la suya se les aguó en la pasada década de los 70. Indira Gandhi, años después de la Independencia de la India, liquidó sus últimos privilegios y, tras abolir sus títulos nobiliarios, les obligó a pagar impuestos por tanta propiedad como atesoraban. Aunque sigue habiendo maharajás, y algunos muy bien situados, ya no ostentan poder alguno y muchos, para llegar a fin de mes, hace lo suyo que se vieron obligados a reconvertir sus residencias en hoteles de lujo.
El regusto colonial de esta semana a bordo es, pues, pura quimera; un atisbo de lo que podría haber sido viajar en aquellos días de pompa y circunstancia. La India real, con su gloria y sus miserias, discurre del otro lado de los ventanales panorámicos del Maharajas, donde el legado de estos príncipes delirantes no es ni por asomo capaz de camuflar la pobreza que convive con tanto palacio, tanto monumento y tanto arte.
Muchos palacios de los antiguos Maharajás han sido reconvertidos en hoteles
Inevitable sentirse un niño mimado cuando el expreso avanza paralelo a esos vagones hacinados en los que ni siquiera hay asientos para el caudal de humanidad que los abarrota. Y hasta un voyeur, pues de día los cristales del tren no permiten ver su interior desde fuera, pero sus ocupantes sí pueden observar sin ser vistos a las desarrapadas familias cargadas de maletas que aguardan en las estaciones, el aseo matutino de quienes viven junto a las vías o el vaivén de mujeres en sari y hombres de orgullosos bigotones deambulando a todas horas por los andenes.
VENTANA A LA VIDA
Alguno incluso, en un desliz de coquetería, aprovecha el espejo en que se convierten las ventanas del expreso para atusarse el peinado sin sospechar que del otro lado, a un palmo escaso, tiene un puñado de ojos pendientes de la escena. La diferencia entre el Maharajas y los convoyes con los que se cruza resulta tan abismal que uno entendería una cierta inquina de los pasajeros de a pie hacia los de esta versión asiática del Orient Express. Pero en India, también para esto, funcionan otras lógicas. Las bromas y el palique con perfectos desconocidos afloran sin buscarlos, y en cuanto entra en acción el ejército de bailarines que recibe a pie de andén a sus viajeros de postín, quienes pasaban por allí desenfundan el móvil para grabar el jolgorio y disfrutarlo, también ellos, como el que más.
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