El análisis de 68 cuerpos de esta civilización de hace 3.500 años del sureste peninsular desvela que ninguno de los restos femeninos adultos investigados tenía relación genética entre sí
La cultura argárica ―formada por más de un centenar de asentamientos, algunos de ellos verdaderas ciudades fortificadas― se extendió entre los años 2200 y 1550 a. C. por unos 35.000 kilómetros cuadrados en el sureste peninsular. Las ciudades más importantes, como La Bastida de Totana (Murcia), ocupaban una media de cinco hectáreas e incluían obras públicas para la gestión y aprovechamiento del agua (cisternas, diques, canales), edificaciones para la toma de decisiones políticas (salas de audiencias), viviendas, talleres y almacenes, además de zonas alfareras especializadas y otras de producción metalúrgica. Administraban un territorio parcelado en áreas destinadas a la agricultura de secano y regadío. Pero hace unos 3.500 años, y tras violentas rebeliones seguidas de incendios, esta cultura desapareció sin más. Los expertos debaten sobre las causas, lo que no es óbice para que sigan investigando sus enigmáticas costumbres sociales. Ahora la revista Scientific Report ha publicado el estudio Prácticas de parentesco en la sociedad estatal temprana de El Argar, en la Iberia de la Edad del Bronce, donde se desvela otro de sus sorprendentes aspectos: se intercambiaban mujeres entre los poblados y cuando estas tenían descendencia femenina volvían a repetir el proceso con las hijas. Lo demuestra el análisis de 68 cuerpos donde no se ha encontrado a ninguna mujer adulta emparentada genéticamente con otra, a excepción de madres con sus niñas muertas prematuramente.
“Los sitios argáricos ofrecen una oportunidad única para abordar cuestiones de relación biológica y parentesco, ya que una proporción sustancial de la población fue enterrada en tumbas simples o dobles, colocadas debajo de las áreas habitadas [casas o edificios públicos]”, señala el estudio. En 2013, por ejemplo, bajo el Parlamento argárico de La Almoloya (Pliego, Murcia), se encontró la tumba de una princesa con un espectacular ajuar compuesto por una diadema de plata, cuatro dilatadores de oreja de oro y plata, anillos, un puñal, brazaletes y piedras semipreciosas. Estas prácticas funerarias, diferentes según los grupos sociales a los que pertenecían los individuos enterrados, permiten a los expertos vincularlos entre sí, estudiar su extracción social, conocer las causas de sus muertes e, incluso, descubrir sus lugares de origen.
Para conocer más de este pueblo, los investigadores del Instituto Max Planck de Leipzig y de la Universidad Autónoma de Barcelona seleccionaron 86 individuos del yacimiento de La Almoloya, de los que solo 68 conservaban perfiles idóneos para ser estudiados. Los análisis de ADN antiguo confirmaron que entre ellos existían 13 relaciones de primer grado (padre, hijos y hermanos) y 10 de segundo grado (nietos, sobrinos, abuelos, medio hermanos o primos). Lo llamativo de los datos obtenidos es que había más individuos de primer grado que de segundo, lo cual no resulta lógico en una pirámide generacional. Por lo general, siempre habrá más nietos que abuelos en una familia. La única respuesta posible a esta situación es que los integrantes del segundo grupo no fueron enterrados en el lugar.
La relación biológica entre los cuerpos resulta también muy curiosa. Se hallaron descendientes de un mismo linaje de varones de hasta cinco generaciones, pero ninguno correspondiente a una hija, hermana, hermano o medio hermano, aunque sí a sobrinos y nietos. Y lo más llamativo: ninguna de las 30 mujeres analizadas tenía relación genética con el resto de adultas. Por lo tanto, ni eran hermanas, ni hijas, ni sobrinas, ni tías, ni abuelas.
Sin embargo, los expertos sí descubrieron que un hombre inhumado en La Almoloya estaba relacionado genéticamente con una mujer del yacimiento de Madres Mercedarias, en Lorca, a unos 50 kilómetros. “Esto podría sugerir, junto a que no existen relaciones consanguíneas entre mujeres adultas, la práctica de la exogamia femenina y de la patrilocalidad”, indican los autores. Es decir, las mujeres jóvenes abandonaron sus hogares (exogamia) en otras ciudades para vivir junto a su marido en La Almoloya (patrilocalidad). “Las mujeres adultas enterradas en tumbas dobles [principalmente con sus maridos] apoyan estas prácticas, ya que no cuentan con padres ni madres en el mismo asentamiento y, aparte de sus retoños, tampoco tienen otros parientes adultos, lo que sugiere que vinieron de fuera de la comunidad y que se integraron en ella a través de su unión con hombres locales”, explican.
“Hay que destacar que el hecho de que no encontremos relaciones de primer o segundo grado entre mujeres adultas en La Almoloya”, incide Vicente Lull, catedrático de Prehistoria de la UAB y codirector de las excavaciones de La Almoloya, junto a Rafael Micó y Cristina Rihuete, “sugiere que esta práctica pudo ser recíproca entre asentamientos, y que las mujeres jóvenes nacidas en La Almoloya también se mudaron a otros sitios. Pero la patrilocalidad no implica necesariamente la ausencia de movilidad de los hombres. De hecho, nuestros resultados también confirman la movilidad de estos últimos, como lo demuestra la presencia de menos parientes de segundo grado [nietos] que de primer grado [hijos] en el sitio”. Sin embargo, la total ausencia de cuerpos de hijas y nietas muestra que la patrilocalidad, con excepciones, era un hecho evidente. Además, si llegaban más mujeres que hombres, a la postre provocaría la aceptación tanto de la monogamia como de la poligamia.
Los investigadores se centraron también en el caso de dos niñas enterradas juntas (una de entre 14 y 17 meses y otra de 8 o 9 años), que eran medio hermanas por parte de padre. Su progenitor fue enterrado junto a una mujer que solo era madre de una de ellas. “El contexto arqueológico no proporciona pistas sobre si las dos madres vivieron al mismo tiempo o no, ni si este caso representa un ejemplo de monogamia en serie o de poligamia”. Sin embargo, el hecho de que las medias hermanas fueran sepultadas juntas refleja la conciencia (por parte de las personas que las enterraron) de la relación de parentesco entre las dos niñas, independientemente de sus diferentes madres biológicas, “y muy probablemente también significa el reconocimiento de la paternidad y que las uniones matrimoniales fueran temporales y solubles”. Es decir, que la sociedad aceptase la separación o el divorcio.
La desigualdad social es otra característica sobresaliente del período argárico que los enterramientos analizados confirman. Los expertos han identificado tres clases sociales: una poderosa (10% de la población), otra con derechos político-sociales (50%) y una tercera de esclavos o servidumbre (40%). En el caso de La Almoloya, se han documentado cuatro tumbas de élite. La primera es una impresionante cista de lajas de piedra que contiene los restos de un hombre con una alabarda de cobre y una daga enterrado sobre una mujer. Otro de los enterramientos hallados corresponde también a la tumba principesca “lujosamente amueblada” para dos individuos que comparten riqueza y espacio simbólico, pero que no tienen ningún ancestro genético en el asentamiento, “lo que aumenta la posibilidad de que se trate de integrantes de una élite gobernante externa” que dirigió o se asentó en la ciudad en momento de crisis. La mujer estaba tocada con una diadema de plata que ceñía su cabeza.
Por lo tanto, concluyen los investigadores: “El número sustancial de individuos genéticamente no relacionados en las tumbas argáricas se explicaría por factores políticos y económicos, muy probablemente incrustados en un marco general de alianzas y conflictos”, en el que la consanguinidad y el matrimonio jugaron un papel destacado en esta enigmática cultura.
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