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El país de los faraones puede abrumar por su majestuosidad. Sin embargo, lo ideal es empezar con estas paradas imprescindibles.
El Cairo
No importa cuántas veces uno haya ido a El Cairo. Sumergirse en esta impresionante urbe de unos 20 millones de personas es algo esencial que ver en Egipto. Tiene siempre algo de vértigo, el asalto de miles de estímulos simultáneos, no todos ellos necesariamente agradables. La ciudad más densamente poblada del mundo es un caos de tráfico, bullicio, olores y sonidos. Pero todo es El Cairo. Los incansables claxons, las demandas de los vendedores callejeros, el humo de los tubos de escape, el olor de las especias, la llamada a la oración de las mezquitas junto a las cruces de las iglesias coptas, sus inextricables callejuelas, el sol que desciende al atardecer y se esconde tras un velo de arena en suspensión mientras otorga una pátina anaranjada a toda la ciudad. Y el Nilo, por supuesto, el gran río, atravesando la ciudad en dos.
Pese al poso de eternidad que destila, El Cairo no siempre estuvo aquí. Las pirámides eran ya reliquias y Cleopatra llevaba seis siglos enterrada cuando Al Asen, un líder fatimí, plantó su campamento en este lugar durante la expansión islámica por el norte de África. Al Qahira (la Victoriosa) se encuentra a apenas 25 km de las pirámides de Giza, pero lleva allí no más de 1400 años. Desde entonces ha crecido –sin aparente orden– y se ha abierto en plazas como la de Tahrir, que soñó con convertirse en el París del Nilo; se ha reinventado en distritos modernos como Ma’adi, Heliopolis o Zamalek, en la isla de Gezira; se ha remansado en paseos fluviales, como la Corniche, donde familias y parejas acuden a pasear por las tardes; se ha detenido en el tiempo en bazares como Jan el Jalili, se ha replegado en La Ciudad de los Muertos y se ha alzado en afilados minaretes como los de la mezquita de Al Azhar.
Al atardecer es posible alquilar un bote para cruzar el río o relajarse en una de sus cafeterías tradicionales, dejándose embriagar por el aroma del té a la menta y el tabaco de manzana de las pipas de agua. Para desplazarse entre su caótico tráfico, las compañías locales de VTC como Uber o Careem son una opción segura en la que el importe está pactado de antemano y el conductor, perfectamente registrado en la plataforma.
Los nuevos museo de El Cairo
La capital egipcia inauguró en 2021 el Museo Nacional de la Civilización Egipcia, un gran complejo situado en Fustat, 7 km al sur del centro de El Cairo. Este ambicioso museo traza un viaje desde la Prehistoria hasta la actualidad pasando por la época de los faraones, la Grecia Antigua y el Imperio Romano. La principal sala es la de las momias reales, pero también expone arte copto e islámico, así como artesanías textiles o instrumentos musicales.
Por otro lado, aunque aún no está inaugurado, el nuevo Grand Egyptian Museum y sus faraónicos espacios ya son algo imprescindible que ver en Egipto. El que será el mayor museo arqueológico del planeta ya exhibe varios tesoros de la época de Ramsés II en su exterior y en su impresionante hall. Eso sí, aun guarda como un secreto su gran tesoro: el impresionante ajuar de Tutankhamon, que no se mostrará hasta su fastuosa apertura, programada sine die a finales de año.
LAS PIRÁMIDES DE GIZA
El Cairo bullicioso y estridente llega ya hasta Giza. Esta llanura atemporal donde desde hace más de cuatro milenios las pirámides nos contemplan sintetiza a la perfección lo que un viejero espera ver en Egipto. Desde el coche, las amplias y nuevas barriadas que llenan el espacio entre El Cairo y Giza, llamando a la creación de una inmensa megalópolis, fusionan el pasado y el presente. Si el viajero se anima a ir en metro contemplará, probablemente con perplejidad, que Giza tiene su propia estación. Es cierto que en ocasiones hay que hacer un esfuerzo para tratar de imaginar estos impresionantes monumentos funerarios sobresaliendo en la llanura dorada y aislados del caos que se repira a su alrededor. Autobuses, coches aparcados en la misma base de las pirámides, vendedores, guías espontáneos y jinetes a camello o caballo, componen un cuadro imposible de olvidar para quien se enfrente por primera vez a las pirámides, un complejo declarado Patrimonio de la Humanidad en 1979.
La Gran Pirámide de Giza –también llamada de Keops o Khufu– es la más antigua de las tres y la única superviviente de las siete maravillas de la Antigüedad. Entrevista en imágenes y películas, resulta tan reconocible como una vieja amiga. Su tamaño, su color tan cambiante como la luz del desierto y el silencio de su cámara mortuoria, impresionan. Issam, mi guía, me cuenta que fue acabada en torno al 2560 a.C., que en Egipto hay unas 70 pirámides –un número exiguo comparado con el vecino Sudán– y que todas ellas parecen inspirarse en la de Giza.
Como si fuera uno de los administradores al servicio del faraón, Issam me confirma que está compuesta por dos millones seiscientos mil bloques de piedra, y que posee un volumen total de más de dos millones y medio de metros cúbicos y un peso superior a los siete millones de toneladas. También que fue el edificio más alto del mundo durante cuatro mil años, hasta la construcción, en 1311, del campanario de la catedral de Lincoln (Inglaterra), con 160 m. El cúmulo de cifras astronómicas es comparable al de sensaciones: visitar la Gran Pirámide es como realizar un minúsculo viaje al pasado, como rozar con los dedos un pedacito de eternidad.
Alineadas en diagonal, se alzan las pirámides de Kefrén –con la Esfinge a poca distancia de ella– y la de Micerinos.Las tumbas de los faraones que les prestan el nombre se alzan sustancialmente más altas que las de las reinas. Un grupo de viajeros se fotografían excitados ante el peso de la Historia en este lugar. No es muy numeroso. Incluso antes de la pandemia por el covid-19, las cifras de turismo no habían vuelto a la normalidad tras la revolución de 2011. El gobierno espera relanzarlas con el megaproyecto del Gran Museo Egipcio, situado aquí, en Giza, y cuya esperada inauguración se prevé para el mes de diciembre de 2022. Su enorme silueta de cristal y hormigón se adivina a lo lejos: una instalación de más de 50.000 m2 que albergará más de 100.000 piezas, incluidas las casi 6000 procedentes de la tumba de Tutankhamon. Su magnitud, tan colosal como solo es posible imaginar en Egipto, lo convertirán en el mayor museo arqueológico del mundo.
SAQQARA Y DASHUR, LAS PIRÁMIDES SIN TURISTAS DEL SUR
Apenas una hora de coche al sur de El Cairo, aparecen más pirámides... y menos turistas. Se alzan solitarias, en medio de la arena, sin casas ni vendedores, ni camellos ni autobuses. Son pocos los que se salen de los circuitos organizados y se animan a acercarse a las pirámides Romboidal y Roja, en Dahshur, morada final de Senefru, primer faraón de la cuarta dinastía.
Otra opción fabulosa es la pirámide escalonada de Saqqara, considerada la primera gran construcción en piedra de la humanidad. El arquitecto Imhotep la diseñó para el faraón Djoser, de la tercera dinastía. Ni en sus mejores sueños de eternidad habría podido imaginar que su obra despertaría tanta admiración cuatro mil años después. Las ruinas de Abu Ruwaysh y Abusir, y las bellísimas tumbas de la necrópolis de Memphis, la primera capital del Alto Egipto, componen un conjunto que comparte con Giza el título de Patrimonio Mundial por la Unesco.
NAVEGAR EL NILO
El viaje por el Egipto faraónico continúa Nilo arriba en busca de otros enclaves míticos: Luxor, Asuán y Abu Simbel.A Luxor (la antigua Tebas) se puede llegar a través de varios medios: en coche de alquiler; en un vuelo de una hora escasa desde la capital; o en trayectos de unas diez horas tanto en autobús de línea como a bordo de un tren nocturno, aunque es conveniente familiarizarse primero con las cifras arábigas. Estas dos últimas opciones se pueden reservar online, son económicas y garantizan una auténtica inmersión en la vida local.
Se llegue como se llegue, es imprescindible vivir la experiencia de navegar por el Nilo para entender Egipto, comprender la supremacía del río y ver cómo la vida y el culto a la muerte se alternan en sus orillas. Los cruceros son barcos enormes de hasta cuatro plantas de altura que suelen ofrecer recorridos de cuatro a ocho días entre Luxor y Asuán.
Desde que se pone un pie a bordo, la vida fluye, como el mismo Nilo.El barco avanza muy lentamente, a contracorriente, remontando el gran río entre pequeñas embarcaciones y vendedores fluviales que aprovechan las paradas en las esclusas para lanzar la mercancía a nuestra cubierta con una destreza difícil de igualar, esperando que el dinero les retorne por el mismo medio.
Los ojos se llenan de río hasta apreciar los cambios en su superficie. Es fácil imaginar a los antiguos pobladores observando estas mismas aguas, tratando de detectar en ellas la más mínima señal que anunciara la llegada de las crecidas y el tiempo de las cosechas.
Los días se sostienen en esa rutina agradable e indolente. Empiezan muy temprano para tratar de escapar del calor del mediodía y culminan en atardeceres infinitos, entre retazos de soberbios paisajes, animales abrevando en sus orillas, niños saltando al agua y gráciles palmeras danzando con la brisa. Y no, no hay cocodrilos; los representantes en la tierra del dios Sobek están al otro lado de la presa, en las aguas que anegaron el valle tras su construcción y dieron origen al lago Nasser.
LUXOR: UN MUSEO AL AIRE LIBRE
Dicen que Luxor es el mejor museo al aire libre del mundo y probablemente así sea. La recientemente inaugurada Avenida de las Esfinges, de 3 km de longitud, nos permite acceder al Templo de Karnak, que con una extensión de 2 km2, es el conjunto de templos más grande de Egipto. A partir de aquí y en un desfile de tres o cuatro días, los viajeros se sienten transportados en el tiempo. Todo destila ese olor a arena caliente y polvo viejo que asociamos con la eternidad. Todo es impresionante: desde el templo de Amón-Ra hasta las tumbas reales donde se encuentran tanto viejos conocidos como Tutankamón, Nefertari o la reina-faraón Hatshepsut, que se hacía tratar como un hombre. Los colosos de Memnón observan –sin rostro y desde sus 18 m de altura– nuestros pasos en busca de las inscripciones del templo de Horus, el hijo de Isis y Osiris, llamado a vengar la muerte de su padre.
ASUÁN: LA ÚLTIMA FRONTERA
El trayecto fluvial culmina en Asuán, la ciudad más meridional de Egipto, a la altura de la primera catarata. Fue la frontera sur del Antiguo Egipto así como un punto clave en las rutas comerciales con el resto de África. Su nombre original, Swenet, ya citado en el Libro de los Muertos, se deriva de la deidad con el mismo nombre. Egipto comenzaba en Swenet porque la navegación desde aquí al delta no encontraba ya ninguna barrera geográfica. De sus canteras de granito se extrajo la sienita, la piedra usada para levantar estatuas, obeliscos y pirámides del imperio. Si se observa con detenimiento, todavía se detectan en la piedra los restos del trabajo de los picapedreros de hace tres mil años.
Merece la pena reservar un par de días para visitar la ciudad antes de regresar a El Cairo. En Asuán es fácil perderse en un zoco de tamaño manejable lleno de especias y perfumes, visitar las tumbas de los Nobles, en las que aún se siguen efectuando trabajos de excavación, o embarcarse en un nuevo crucero, esta vez por el lago Nasser.
Navegar en falúa es imprescindible. En estas barcas de vela tradicionales se puede acceder al jardín botánico de la isla de Kitchener o al islote de Philae o File para visitar el templo de Isis. El lugar es especialmente mágico por lo que representa: la última inscripción conocida en lenguaje jeroglífico, datada del año 394. Al observarla casi se puede asistir al fin de una era.
La isla Elefantina, lugar de mitos y leyendas, se alza también aquí, frente a Asuán. En sus orillas se encuentra el museo de la ciudad, pero también uno de los nilómetros que poblaban el río. Los nilómetros servían para medir el tamaño de las crecidas y cobrar impuestos en proporción de la altura de las aguas, puesto que se consideraba que cuanto mayor fuera la inundación, mayor sería la prosperidad de los ciudadanos.
O así fue durante miles de años, hasta que, en el siglo XX, la impredecible alternancia del nivel de las crecidas convirtió en catastrófico un ciclo que había perdurado durante milenios. Se dijo que las repetidas inundaciones y las hambrunas hacían necesaria la construcción de una presa. O quizá simplemente era que un país moderno y muchísimo más poblado necesitara asegurarse un suministro de electricidad. Entre 1959 y 1970 tuvo lugar una de las últimas obras faraónicas del país.
EL 'MILAGRO' DE ABU SIMBEL
La presa alta de Asuán, unida a la presa baja construida en 1900, se alzó a lo largo de 5 km con una altura de 76 m;de esas obras surgió el lago Nasser que anegó para siempre unas cuantas decenas de aldeas nubias. La mítica Abu Simbel habría desaparecido, pero gracias al esfuerzo internacional se consiguió mover uno a uno los templos afectados por el embalse, desmantelándolos y desplazándolos a un lugar 65 m más alto: un esfuerzo de cuatro años con un coste de 36 millones de dólares. En agradecimiento, Egipto regaló algunos templos, como el de Debod a la ciudad de Madrid o el de Dendur al Met de Nueva York.
Lo malo es que, preocupados por el impacto arqueológico, los técnicos no tuvieron en cuenta el impacto ambiental ni tampoco la sedimentación excesiva aguas arriba, la erosión aguas abajo, la desaparición de especies migratorias y la salinización del delta
Eso sí, el Gran Templo y el Templo Menor de Abu Simbel, a tres horas en vehículo desde Asuán, se salvaron. Por segunda vez, quizá, porque el conjunto ya estuvo a punto de sucumbir bajo la arena tiempo atrás. Construidos durante el siglo XIII a.C, los dos templos fueron excavados en la roca bajo el reinado de Ramsés II en el siglo XIII a.C., para conmemorar su victoria en la batalla de Kadesh y reforzar la influencia de la religión egipcia en la región. El enclave quedó abandonado, comenzó a cubrirse de arena y permaneció olvidado hasta que, en 1813, el suizo Johann Ludwig Burckhardt dio crédito al relato de los pastores nubios, que llamaban Ipsambol a un lugar en que torsos gigantes asomaban entre la arena. Movido por su relato, el italiano Giovanni Belzoni fue el primero en adentrarse en los templos.
Las colosales estatuas de Ramsés II, su esposa Nefertari, su madre y sus hijas sonríen enigmáticamente, rodeadas por tres decenas de babuinos protectores esculpidos en piedra. La orientación del templo provoca que durante los días 21 de octubre y 21 de febrero (61 días antes y después del solsticio de invierno) los rayos solares penetren hasta el santuario, situado al fondo del templo, e iluminen tres de las cuatro estatuas sedentes, excepto la estatua del dios Ptah, el dios relacionado con el inframundo (Duat), que siempre permanece en la oscuridad.
Antes de volver al autobús, una pareja de turistas araña los últimos segundos para hacerse una foto ellos solos ante las ruinas. Un testimonio de que han estado aquí. Y quizá de su permanencia. No es tan distinto del mismo deseo de los antiguos faraones, gritado desde la piedra para siempre.
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