Gaius Aurelius Valerius Dioclecianus, que tomaría para sí el nombre de Diocleciano, ascendió al trono imperial en el año 284 d.C., en un tiempo donde la grandeza de Roma se veía empañada por las crisis internas y las amenazas externas. La majestad de los césares se hallaba tambaleante ante las repetidas incursiones bárbaras, las revueltas internas y una economía que se ahogaba en su propia complejidad.
Diocleciano, un hombre de origen humilde que se elevó por los rangos militares, comprendió que la vastedad del Imperio Romano era tanto su mayor fuerza como su talón de Aquiles. Gobernar un territorio que se extendía desde las brumosas islas de Britania hasta las ardientes arenas de Egipto era una tarea hercúlea que ningún solo hombre, ni siquiera un emperador divinizado, podría gestionar eficientemente.
Con la perspicacia de un estratega consumado, Diocleciano ideó una solución radical: la tetrarquía, o el gobierno de cuatro. Esta división administrativa no era meramente una delegación de poder; era una reimaginación del concepto de imperium. En el 285 d.C., nombró a Maximiano como co-emperador, o Augusto, en el oeste, mientras él mismo gobernaría el este. Más tarde, cada Augusto nombró a un César subordinado, Galerio en el este y Constancio Cloro en el oeste, con la idea de que asumirían el papel de Augusto tras su abdicación.
El Imperio se dividía, pero no se fragmentaba. La tetrarquía fue diseñada como un ballet político, donde cada paso estaba calculado para mantener el equilibrio del poder. Diocleciano, desde su corte en Nicomedia, enfatizó la unidad del Imperio incluso en la diversidad administrativa, reforzando las fronteras, reformando las finanzas y persiguiendo a los cristianos, que veía como una amenaza para la tradición romana.
Sin embargo, como todo lo humano, la tetrarquía estaba condenada a enfrentar la prueba del tiempo y de las ambiciones. Las abdicaciones programadas de Diocleciano y Maximiano en el 305 d.C. sentaron las bases para futuros conflictos, ya que sus sucesores designados y los usurpadores desafiaron el nuevo orden, conduciendo a décadas de guerras civiles que finalmente pondrían fin a la tetrarquía.
La visión de Diocleciano sobrevivió en forma transformada. La división del Imperio se consolidó definitivamente en el siglo IV bajo el reinado de Teodosio I, cristalizando en dos entidades separadas: el Imperio Romano de Occidente y el Imperio Romano de Oriente, o Imperio Bizantino. El primero se marchitaría y moriría en los siglos siguientes, mientras que el último perduraría como un faro de la antigüedad hasta la caída de Constantinopla en 1453.
El legado de Diocleciano y su división del Imperio es complejo. Por un lado, proporcionó un respiro necesario para un imperio asediado por problemas. Por otro, sembró las semillas de un cambio irreversible que llevaría a un mundo dividido entre el Occidente medieval y el Oriente bizantino, una división que resonaría a través de los ecos de la historia, delineando culturas y geopolítica durante milenios.
En la cresta del horizonte, donde se unen el pasado y el futuro, la figura de Diocleciano se erige como el arquitecto de un mundo que fue y del que vendría, un soberano que, al dividir, intentó inmortalizar la gloria de Roma, preservándola en las páginas de la historia para que nunca se desvaneciera en el olvido.
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