Era una noche calurosa de verano en una carretera solitaria de México, cuando mi coche empezó a fallar. No tuve más remedio que detenerme en un viejo motel que parecía surgir de la nada, un edificio desgastado y solitario bajo la luz de la luna.
La recepción estaba vacía, salvo por una campana polvorienta y un libro de registros que parecía no haber sido tocado en años. Dejé unas monedas en el mostrador y tomé una llave con un pesado llavero metálico. El pasillo hacia mi habitación estaba iluminado por luces parpadeantes que apenas rompían la oscuridad.
La habitación era un relicario de épocas pasadas, con muebles desgastados y una cama que crujía con cada movimiento. Agotado, me sumí en un sueño inquieto, plagado de pesadillas y sonidos extraños provenientes de las otras habitaciones.
Desperté sobresaltado en medio de la noche por un grito ahogado que resonó a través de las paredes delgadas. Mi corazón latía con fuerza mientras escuchaba pasos en el pasillo, arrastrándose lentamente hacia mi puerta y luego alejándose. Incapaz de dormir, esperé la mañana con una mezcla de miedo y ansiedad.
Al amanecer, decidí partir lo más rápido posible. El sol brillaba con fuerza, pero una niebla inusual se cernía sobre el motel. Al subir al coche, eché un último vistazo al edificio, y lo que vi me heló la sangre.
Mirando por el retrovisor, el motel que había sido mi refugio nocturno no era más que un montón de ruinas, consumidas por el tiempo y la desolación. Las habitaciones en las que creí haber dormido eran ahora escombros y polvo. La realidad de la noche anterior se desvanecía como un sueño, dejándome preguntándome si había sido testigo de un fragmento del pasado, un eco de almas perdidas en aquel lugar olvidado en medio de la carretera de México.
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