De niño, siempre escuchaba fascinado las historias de mi abuelo. Él decía que nuestro legado familiar era nuestra tierra, pero un oscuro episodio casi lo despojó de nosotros. Don Eulalio, hombre de codicia insaciable, puso sus ojos en nuestra parcela, pero mi bisabuelo se negó a venderle el suelo que era nuestro sustento.
Entonces, comenzaron a ocurrir sucesos inexplicables. Las gallinas eran encontradas muertas al amanecer, y las cosechas fallaban sin razón alguna. Por las noches, los susurros inquietantes llenaban el aire, como si una multitud de sombras se congregara alrededor de nuestra casa. Y peor aún, figuras demoníacas danzaban en la oscuridad, y nuestras santas imágenes amanecían en el suelo, volteadas por una fuerza invisible.
Mi abuelo, siendo solo un niño en aquel entonces, tropezó con un tétrico hallazgo: una mezcla de cabellos y clavos oxidados atravesando una fotografía suya, ocultos bajo un montón de piedras en el monte. Aterrado, se lo llevó a su padre, quien, conocedor de las artes oscuras, reconoció el sello de una maldición. Después de ese día, el brazo de mi abuelo quedó seco, inmovilizado por la brujería de Don Eulalio.
Al final, un chamán fue llamado. A través de antiguos rituales, revirtió la maldad que se había arraigado en la tierra, pero algunos efectos eran irreversibles. Mi abuelo vivió toda su vida con la marca de aquel encuentro con lo sobrenatural, un recordatorio constante de que el precio de nuestra herencia era más que la simple tierra bajo nuestros pies. Las historias de mi abuelo no solo eran relatos de terror, sino advertencias de una verdad que muchos preferirían nunca conocer.
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