La unión dinástica entre Petronila y Ramón Berenguer fue el pilar sobre el que, dos siglos después, se sustentaron las conquistas de territorios como Mallorca o Cerdeña
La historia de Aragón, cuna de militares tan aguerridos como José de Palafox, defensor de Zaragoza durante la invasión francesa, se encuentra algo difuminada. Vayamos por partes. Sus raíces se hunden en los condados que nacieron tras la formación de la Marca Hispánica, creada en el siglo VIIII por el Imperio Carolingio al sur de los Pirineos como protección contra los musulmanes. Durante su decadencia, Ramiro I heredó en el 1035 una de estas antiguas regiones: Aragón. Hijo ilegítimo, nunca se atrevió a nombrarse rey; apostó por fórmulas tan curiosas como «quasi pro rege». Sin embargo, en la actualidad se considera su primer monarca.
A la postre, las luchas intestinas contra sus hermanos le permitieron hacerse también con otros condados cercanos. Y lo que no logró así, lo hizo a golpe de espada. Su vástago, Sancho Ramírez I, continuó esta labor. Acababa de nacer una dinastía ávida de ganarse un hueco en la península.
Sucesor a sucesor, y feudo a feudo conquistado, el trono recayó en el año 1104 sobre Alfonso I, más conocido como el Batallador. Y no es para menos, pues incorporó unos 25.000 kilómetros a la corona aragonesa. Soldado tan aguerrido como misógino –afirmaba que un guerrero verdadero debía pasar su tiempo con otros hombres, en lugar de con mujeres– este controvertido personaje logró ganarse a espadazos la fama de ser un militar de casta. Aunque no le ocurrió lo mismo a nivel político. De hecho, en varias ocasiones perdió en las mesas de negociación lo que había ganado con el mandoble.
Con estos precedentes parece normal que no tuviera descendencia y dejara sus posesiones a las órdenes militares de los Templarios, los Hospitalarios y el Santo Sepulcro de Jerusalén. Sobre el papel, aquel testamento idílico demostraba quiénes habían sido sus verdaderos amores en vida. En la tierra de los mortales, no obstante, provocaba un grave problema sucesorio.
Unión y fuerza
Dicen que las situaciones desesperadas solo se pueden solventar con medidas desesperadas. Y eso es lo que ocurrió: se llamó al trono a su hermano, futuro Ramiro II el Monje, entonces obispo de Roda. Este dejó los hábitos y, a toda prisa, se dispuso a la noble tarea de engendrar un descendiente que pudiera optar a la poltrona. Se podría decir que el resultado fue agridulce, ya que la que vino al mundo fue una niña: Petronila. A partir de ese momento, la mayor preocupación que se vivió en tierras aragonesas fue la de organizar una boda que resultara en una cabeza (de varón) visible.
El doctor en Historia Esteban Sarasa así lo afirma en el artículo ‘Petronila de Aragón’, escrito para el Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia: «Su vida estuvo consagrada a procurar la sucesión y buscar la alianza más conveniente a través del matrimonio». En principio se pensó en casarla con el pretendiente de Castilla, pero el miedo a que el poder de Aragón se diluyera hizo que se apostara por Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona.
La prisa primaba y, cuando apenas había cumplido una primavera, Petronila fue entregada como esposa a un noble que sumaba ya veintitrés años. Ramiro II dejó por escrito que su pequeña llevaba bajo el brazo un buen regalo: «Yo […] te doy a ti, Ramón, conde y marqués de Barcelona, a mi hija por esposa, con todo el reino de Aragón íntegramente».
Los esponsales se ratificaron en una boda celebrada en 1150, cuando la niña se convirtió en mujer a ojos de la ley, a los catorce años de edad. Con todo, la unión fue dinástica, y no territorial o política. Ejemplo de ello es que Ramón Berenguer IV siempre se consideró «princeps», pues el Monje mantuvo sus privilegios nominales hasta que murió. Alfonso II, hijo de este matrimonio, fue el que heredó ambos territorios y comenzó la sagrada tradición de hacerse llamar rey de Aragón y Conde de Barcelona, y jamás de Cataluña, como el nacionalismo pretende instaurar.
Llega el Imperio Mediterráneo
Después de décadas de lucha contra el musulmán, y con Barcelona como puerto más destacado, la resultante Corona de Aragón puso sus ojos sobre el Mediterráneo. Con ello, el mítico Jaime I el Conquistador (nieto de Alfonso II) pretendía conseguir una victoria doble: llenarse de caudales y acabar con la mala fama de la aristocracia catalana. Se cuenta que fue en un copioso banquete en 1228 cuando le propusieron levar anclas y hacerse con Mallorca, entonces en poder de piratas que, como moscones, molestaban a los mercaderes que comerciaban por mar.
A pesar de estar poco versado en el noble arte de surcar las olas, el monarca arribó a su destino y castigó con dureza a sus defensores. La isla capituló. Otro tanto ocurrió con Menorca y, poco después, también con Ibiza y Formentera.
Aquella misión fue la precursora de otras tantas que se llevaron a cabo en territorio extranjero de la mano de Pedro III, hijo de Jaime I. Este monarca desembarcó con sus huestes en Sicilia en 1282; oficialmente, porque sus habitantes solicitaron su ayuda para liberarse del dominio galo. Fue excomulgado por ello –pues el Papa no podía permitir, por diferentes vaivenes políticos, aquella conquista–, pero se hizo con la región. En el siglo siguiente (el XIV) la Corona continuó su política expansionista y, allá por 1323, invadió Cerdeña, aunque con la ayuda de uno de sus «juzgados» o comarcas. El premio fue bueno, ya que consiguió dominar la mayor parte de la isla.
Otro tanto sucedió con los ducados de Atenas y Neopatria (Tesalia), anexionados gracias a los versados y letales almogávares. El último golpe se perpetró en 1442, cuando Alfonso V se hizo con el Reino de Nápoles, donde instaló su corte. El resultado fue lo que historiadores nacionales como David Barreras y extranjeros han denominado como un verdadero Imperio Mediterráneo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario