Carmen López García
La noche era oscura y tormentosa, y yo estaba conduciendo por una carretera solitaria. El GPS de mi celular se había apagado, y no tenía idea de cómo salir de ahí. El silencio era sepulcral, solo interrumpido por el crujir de las ramas y el aullar del viento. Sentía que algo me observaba desde las sombras, pero no podía ver nada.
De repente, vi una figura en medio de la calle. Era una mujer, con un vestido floral que contrastaba con la atmósfera sombría. Su cabello largo y oscuro cubría su rostro, y no podía distinguir sus rasgos. Parecía una
aparición, una ilusión creada por mi mente cansada. Pero no lo era. Era real. Y estaba viva.
Me detuve, y bajé la ventanilla. Le pregunté si necesitaba ayuda, si estaba perdida o herida. Ella no me respondió, solo me miró fijamente. Su mirada era vacía y perdida, como si no tuviera alma. Sentí un escalofrío, y quise seguir mi camino. Pero ella se acercó, y me habló con una voz débil y temblorosa. Me dijo que estaba buscando a alguien. A alguien que la había abandonado. A alguien que la había traicionado. A alguien que la había matado.
Sentí un terror indescriptible, y quise arrancar. Pero era demasiado tarde. Ella se abalanzó sobre mí, y me arañó el rostro con sus uñas afiladas. Me dijo que yo era ese alguien. Que yo era el culpable de su muerte. Que yo era el que la había dejado tirada en esa carretera, después de atropellarla con mi coche. Que yo era el que había huido, sin llamar a la policía ni a una ambulancia. Que yo era el que había destrozado su vida.
No entendí nada, no recordé nada. Solo sentí su dolor, su rabia, su sed de venganza. Ella me mordió el cuello, y sentí cómo me arrancaba la vida. Lo último que vi fue su rostro, que se descubrió al apartar su cabello. Era el rostro de mi esposa. La esposa que había muerto hace un año, en un accidente de tráfico. La esposa que había sido enterrada, pero que había regresado. La esposa que me había encontrado, y que me había matado.
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