lunes, 13 de mayo de 2024

Canal Viajar : Córcega, la île de la belleza

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Alejada del turismo de masas, “la más sublime”, como la llamaban los griegos, no escatima en hermosura ni en naturaleza salvaje. Con paisajes que abarcan desde altas montañas a calas paradisíacas, agrestes acantilados o pueblos de postal, la isla que vio nacer a Napoleón, de nuevo de actualidad gracias a la película de Ridley Scott, se desvela como uno de los secretos mejor guardados del Mediterráneo.

Un lugar que sorprende y que debes conocer.

Guarda Córcega cierto aire de misterio. Es lo que ocurre con todo aquello que resulta, a priori, desconocido: que hay curiosidad por explorar, por descubrir, pero a la vez cierto nerviosismo por no saber qué esperar de ello. ¿Qué secretos esconden sus entrañas? ¿Qué paisajes dominan su territorio? Quién sabe, pero ahí mismo reside la emoción del viaje. 

Aterrizar en esta isla francesa a 80 kilómetros de la costa genovesa y a solo 12 de Cerdeña es ya toda una revelación. Desde la ventanilla del avión, poco antes de que este comience a descender en su recta final hasta el aeropuerto de Bastia, la orografía de Córcega resulta tan apabullantemente bella como altiva. Sus escarpadas montañas (cuenta con 1.700 picos, algunos de ellos, como el Cinto, de más de 2.000 metros) dejan entrever carreteras que se retuercen hasta el infinito y que son solo un preludio de lo que está por llegar. Todo premio, ya se sabe, exige un esfuerzo. 

Vista de Bonifacio y su puerto.

Con 185 kilómetros entre la costa norte y la sur, y 50 de este a oeste, esta joya del Mediterráneo no solo concentra preciosos paisajes. También aguardan en ella historia, pueblos colmados de encanto, pintorescos puertos pesqueros y una cultura tan auténtica como sus propios habitantes. Más de 300.000 vecinos habitan esta “gran montaña en el mar”, y lo hacen, en su mayoría, siendo fieles a un dialecto, el corso, que más recuerda al italiano que al francés. Será porque los genoveses dominaron la isla en el pasado, aunque antes lo hicieron íberos, fenicios, cartagineses, griegos, romanos e incluso árabes. Así, hasta que en 1878 la compraron los franceses. De todos aquellos pueblos que la habitaron quedó un pedacito que moldeó su idiosincrasia. Pequeños retazos que componen el rompecabezas cultural que es hoy Córcega. 

Esencia mediterránea a raudales

El encantador Vieux Port (puerto viejo) de Bastia, capital isleña durante tiempos de genoveses, bulle de actividad cada tarde. Las terrazas repartidas por los bajos de sus edificios, que claman ser fotografiados con sus fachadas descascarilladas y sus tonos pastel, lucen repletas de amigos enroscados en tertulias que nunca acaban. Sobre las mesas, algún Spritz, cafés y platillos con algo para picar. No resulta sencillo encontrar mesa libre, aunque poco importa: la belleza de lo que rodea incita a pasear. A caminar por la ciudadela del siglo XIV que se despliega tras las casas de los pescadores. Amarrados en el pantalán, los barcos se mecen suavemente sobre el agua contemplando la imponente fachada barroca de la iglesia de San Juan Bautista. 

Maison Bonaparte en Ajaccio

Guiarse por la intuición, dejarse envolver por el aire decadente que todo lo abraza, es la clave para recorrer los entresijos de Bastia. También observar, fijarse en los detalles: sus estrechos callejones, la ropa tendida en los balcones, las elegantes contraventanas que rememoran, una vez más, su pasado… De repente, entre la verticalidad de los edificios sorprende el magnánimo Palacio de los Gobernadores y unas escalinatas que bajan hasta los Jardines Romieu, de 1890. Acercarse por el muelle hasta el faro y respirar el Mediterráneo son dos claves para acabar a lo grande.

Es Bastia un excepcional punto de partida para lanzarse a descubrir la isla. Tras visitarla, se puede —y se debe— continuar hacia el norte para alcanzar así una de las joyas de Córcega: la península de Cap Corse sobresale en el mapa y espera con sus paisajes colmados de pinos, cipreses y olivos, de pequeños pueblos pesqueros y de vetustas torres vigías salpicadas por el litoral. Ya en la región vinícola de Patrimonie, y tras sortear curvas y curvas entre extensos viñedos, un inesperado quiosco de madera provoca parar en seco. 

Casco antiguo de Bonifacio.

Se trata de la moderna cervecería artesana Ribella, que arrancó su andadura hace casi 15 años. “Nacimos en 2009, pero la historia de la familia Maestracci es bastante más larga. Durante casi tres siglos han sido viticultores, y en 2003, la tercera generación, a manos de Pierre-François Maestracci, se atrevió a elaborar el primer whisky de Córcega. Ahora ha decidido ampliar las miras y apostar por la cerveza biológica: fabricamos más de 20 diferentes y todas están hechas con ingredientes cultivados en la isla.” Quien habla es Christine, una de las camareras del negocio, que no duda en abrir un botellín con el mítico King Kong en la etiqueta y darnos a probar. “Lo del nombre es por la historia de Córcega: una mezcla entre rebelde, como han sido los corsos toda la vida al tener que enfrentarse al constante ataque de extranjeros, y bella por como siempre fue definida por los franceses.” La etiqueta, por cierto, es obra del propio François y de su mujer, que también son diseñadores. 

La elegancia del norte

De regreso a la costa norte, luce exultante Saint-Florent. Este agraciado pueblo vuelve a contar con un casco antiguo del siglo XV repleto de casitas de colores y con un puerto impoluto, solo que esta vez acompaña también a la estampa una playa, la de Doria, que en temporada alta suele estar a rebosar. El salvaje desierto de Agriates (que no es un desierto, sino un collage de paisajes que abarca desde amplias praderas a crestas rocosas o áridos maquis) se despliega junto la localidad y custodia la ruta que lleva de nuevo hasta el mar. Un litoral digno de la multitud de miradores con los que cuenta. Tras cada acantilado, una nueva estampa con la que quedarse perplejo: el azul mediterráneo parece lucir aquí más intenso. En la distancia, L’île Rousse incita con su perfil a parar. Si se está de suerte, el mercado, un puñado de puestos ambulantes colocados bajo una estructura similar a un templo, estará en su máximo apogeo. Perfecto para hacer acopio de miel, quesos y embutidos corsos.

Casco antiguo de Bonifacio.

Hay que dirigirse algo más al interior para llegar a Pigna, en la zona de la Balagne. Este peculiar pueblito famoso por su devoción por la cultura se ganó la popularidad el día que un conjunto de artesanos decidió hacer fuerza y montar una cooperativa. Unidos, trabajan por mostrar al universo las artes y tradiciones corsas que aún perviven en la isla. Uno de ellos es Ugo Casalonga, gran conocedor de la cetera, instrumento tradicional corso, y uno de los dos únicos lutieres que las fabrican en toda la isla. “En mi casa la música siempre estuvo viva: mi madre tocaba el clavicordio; mi padre, la guitarra. Al cumplir 16 me obsesioné con los sonidos medievales de la cetera, pero ya no las vendían en ningún sitio. No podía permitirme encargárselo a un lutier, así que pensé en fabricarla yo. Así empezó todo”, confiesa, mientras lija una pequeña pieza de madera en su taller. De las paredes cuelgan instrumentos de viento de toda índole. También decenas de herramientas pulcramente ordenadas. Sobre las mesas de trabajo, virutas de madera, recortes de periódicos y planos. 

Sin embargo, el de Ugo no es el único taller que se puede visitar en Pigna, por eso el callejear es un arte que hay que cultivar siempre en este pueblo. Subir y bajar cuestas y escalones por estrechos pasajes donde están prohibidos los vehículos permite toparse con algún artesano de la cerámica frente al torno, o con la gata Channel y su dueña, Virginie, trabajadora del vidrio y diseñadora de joyas. 

Islas Sanguinarias.

Avanzar por la costa lleva hasta Calvi, otra de esas ciudades que conquistan por su aura señorial. Ubicada en un golfo entre montañas, el paso de lo genoveses quedó plasmado en su ciudadela del siglo XIII o en su puerto. Caminar por su extensa playa de arenas blancas o contemplar las vistas desde Notre Dame de la Serra, en la cima de la ciudad, son musts que no deben faltar antes de seguir hacia el sur: la verdadera aventura espera. 


De atardeceres eternos y copas de vino

Arranca el festival de colores en el camino hacia Ajaccio. Una carretera que serpentea de nuevo sin cesar —¿acaso existe alguna recta en territorio corso?— dejando atrás montañas y acantilados que se abrazan para de nuevo guardar distancias. No es raro verse obligado a parar, a cada poco, para dejar que rebaños completos de cabras abran paso a los vehículos: alguna que otra, agotada por el día de pastoreo, encuentra en el asfalto el mejor lugar para la siesta. Las puestas de sol desde estas latitudes son todo un espectáculo, y cualquier mirador sirve como rincón de meditación improvisado o, mejor aún, para descorchar una botella de vino y, simplemente, disfrutar. 

Todos los encantos de Córcega, la joya del Mediterráneo

La patria de napoleón

Así se llega hasta Ajaccio, capital de Córcega y la urbe más animada de la isla. En sus calles se respira ese ambiente urbanita que tan ausente resulta en el resto del territorio. Cuenta la ciudad con un personaje insigne al que se le rinde homenaje en cada esquina, en cada plaza, en cada negocio: Napoleón Bonaparte, a quien ha vuelto a traer a la actualidad Ridley Scott con su película, nació en este preciso lugar allá por 1769. Antes de visitar su casa natal, habilitada hoy como museo y donde se expone una buena colección de objetos de la época y retratos de familia, es buena idea pasear por las vías comerciales. Precisamente en una de ellas mandó construir el cardenal Joseph Fesch, tío de Napoleón, el Musée Fesch, un palacio que alberga la colección de arte italiano más importante de Francia. A un par de calles del despliegue artístico, el animado mercado de la ciudad, que abre cada día frente al puerto, y el recinto amurallado de la antigua ciudadela, que ha sido restaurada y alberga ahora negocios de artesanía y diseño locales, bares de estética cool y la maravillosa tienda de François Desjovert, fotógrafo corso con un interesante repertorio de imágenes.

A escasos siete kilómetros, el lado salvaje lo ponen las islas Sanguinarias, un archipiélago de cuatro islotes que hacen de prolongación de la Punta de la Parata y que, al caer el sol, se tiñen de rojo (de ahí el nombre) debido a las rocas de pórfiro que las forman. 

Puerto de Bastia

Aunque el mar, tratándose de una isla, siempre está presente, es al alcanzar el sur cuando los tonos azulados y turquesas de sus aguas acaparan todo el protagonismo. La carretera que bordea el litoral en este lado del mapa es un constante descubrir de calas remotas y playas eternas en las que las finas arenas blancas obligan, sin remordimientos, a tirar de adjetivos como hermoso, paradisíaco o inigualable. Roccapina resulta ideal para practicar esnórquel, al igual que la playa de San Giovanni o la de Saint Jean: decenas de diminutos edenes perfectos para escapar del mundanal ruido. 

Así, con el pelo enmarañado, la piel salina y la arena aún pegada a los pies, se llega a Bonifacio, uno de los pueblos más espectaculares de Córcega: solo la ubicación de su casco histórico amurallado, aferrado a acantilados que se alzan 70 metros sobre el nivel del mar, ya advierte de que no se está en un lugar cualquiera. Para explorarlo hay que subir las largas escalinatas que conducen hasta el corazón de la villa, fundada en el 828 por Bonifacio II de Toscana. La mejor manera de admirarla es perdiéndose por sus calles empedradas sin mirar el mapa, aunque, sí o sí, hay que hacer una visita a la iglesia Sainte-Marie-Majeure, saborear un helado artesanal en sus negocios tradicionales o admirar las vistas desde el Bastión de l’Étendard: muy abajo, a los pies del acantilado, la olas baten con fuerza contra las rocas. Allá, en el horizonte, la vecina Cerdeña saluda. 

Estatua de Napoleón en Ajaccio

Si bien Bonifacio atrapa por sus encantos, Porto-Vecchio, a los pies de las montañas de Aiguilles de Bavella, lo hace por su ambiente exclusivo: hasta aquí llegan cada año múltiples personajes de la jet set europea para pasar sus días de verano, probablemente movidos por su ambiente nocturno, pero también por la espectacularidad de las calas que la rodean. Una de ellas, la de Santa Giulia, está considerada de las más hermosas del continente. 

Rumbo al corazón de la isla

Falta conocer en esta aventura aquello que le da fama a la isla gala: sus montañas esperan para ser exploradas hasta el último rincón. Una sucesión de altas cumbres y densos valles entre los que se alternan lagos, ríos, bosques de pinos, hayedos y hasta coquetos pueblos de interior que sobresalen entre tanto verde con sus iglesias alzándose al cielo. Es esta, también, la esencia del paisaje corso: la brutalidad de la naturaleza explota en el corazón de Córcega sin escatimar en belleza... ni en sorpresas: ya se encarga alguna que otra piara de cerdos de ponerle el punto de gracia al asunto. 

Momento de relax en el golfo de Porto, en el oeste de la isla.

Levie, en Alta Rocca, es uno de esos rincones en los que merece la pena detenerse, sobre todo para conocer proyectos de artesanos como el escultor Stephane Deguilhen, cuyas piezas hablan de fuerza y de movimiento, o la Coutellerie du Lotus, donde llevan 40 años elaborando excepcionales cuchillos respetando la tradición de la forja artística. 

Ya en la sierra, los rayos de sol, que juegan a colarse entre las ramas de los árboles, son conquistados por una espesa niebla que rápidamente se transforma en suave lluvia. Todas las estaciones concentradas en tiempo y espacio mientras aparecen y desaparecen cascadas y ríos, caserones abandonados y viejos puentes. En Corte, con su ciudadela del siglo XV y su ambiente estudiantil, se halla el campo base ideal para animarse a explorar uno de los tesoros más esperados y adorados de Córcega: el valle de Restonica, cuya carretera es un reto incluso para ávidos conductores, resulta el mejor final que podía otorgársele a esta singladura. Un edén de perfección desmedida a la altura de la Isla de la Belleza. El secreto (damos fe) mejor guardado de Francia.  

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