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Este Parque Nacional chileno es uno de los espacios protegidos más sublimes del continente americano.
Es una inmensidad natural de 240.000 hectáreas en la que se ocultan valiosos ecosistemas. El Parque Nacional Torres del Paine no sólo es la reserva más famosa de la Patagonia chilena sino también uno de los espacios protegidos más sublimes de Sudamérica. Una suerte de paisaje lunar que ocupa la punta occidental del Cono Sur, allí donde la tierra queda desmenuzada en la antesala del fin del mundo. Pegada, en el lado oriental, Argentina comparte a codazos el codiciado pastel austral, bajo una eterna y tediosa disputa sobre límites y fronteras. Más allá solo queda la nada antártica: pura inmensidad tapizada de hielo.
Conocer los orígenes de esta joya de la naturaleza implica remontarse a millones de años atrás, cuando esta geografía remota quedó esculpida a golpe de cataclismos, con los que emergieron gigantes de roca rematados por cuchillos de hielo. Un trabajo de artesanía natural, que a su vez tapizó los suelos de bosques y matorrales y salpicó el conjunto de lagos de un azul cegador, con témpanos estrambóticos sobre sus gélidas aguas.
La Octava Maravilla
El Paine se encuentra encajado entre el vértice patagónico y los Campos de Hielo Sur, la masa helada continental más extensa de todo el planeta situada fuera de los polos. Por eso, y también por las erosiones a lo largo de los siglos, el conjunto de escenarios lo convierten en único en el mundo. Nada prepara al viajero para la contemplación de este soberbio universo de glaciares, fiordos, bosques y lagos de color esmeralda, que ha sido catalogado como la Octava Maravilla.
Todo en Torres del Paine resulta hermoso, aunque hay dos hitos que ejercen como verdadero emblema de la reserva: los tres pináculos de granito que dan nombre tanto al macizo como al propio Parque Nacional, y los Cuernos, esos fotogénicos picos que, aunque no llegan a alcanzar los 3.000 metros de altura, desprenden una belleza difícil de superar, especialmente al caer la tarde, cuando sus paredes se tiñen de rojo con las últimas luces, en un espectáculo que resulta totalmente hipnótico.
Caminar y comer
Pero más que a contemplar, que también, a este parque nacional chileno se viene a caminar como lo hicieron los primeros exploradores con motivaciones científicas y curiosidades antropológicas, movidos por la búsqueda de biología lacustre y de huellas de pueblos indígenas. Para ello hay que partir de la ciudad portuaria y cosmopolita de Punta Arenas, el núcleo urbano de la Patagonia más austral. Es el primer contacto con esta porción salvaje y remota de la provincia de Última Esperanza.
Ya puesto, conviene preparar el estómago para la aventura del trekking (otra opción será hacerlo a la vuelta). Porque Punta Arenas supone una excelente oportunidad para degustar la gastronomía de la Patagonia. En este rincón del mundo al estómago se le trata muy bien, tal y como atestigua el cordero magallánico –el plato estrella de la región, que goza de una textura y jugosidad especiales– y también otros bocados más exóticos para el paladar europeo, como el paté de ñandú, los filetes de castor o el ganso silvestre escabechado. Y ello sin menospreciar el pescado y el marisco, de los que hay manjares para dar y tomar; el más apreciado, el chupe de centolla, una sopa espesa sobre la que flota este crustáceo desmenuzado.
Caminatas sublimes
Ya en el parque, habrá que decantarse por alguna de las miles de rutas convenientemente señalizadas. Como, por ejemplo, las que conducen al Mirador Cuernos o las que avanzan por la orilla del Lago Grey, que está sembrado de azuladas figuras de hielo. Desde la playa, o navegando sobre sus aguas, puede que se produzca el milagro del desprendimiento: bloques enormes que caen del glaciar del mismo nombre con un estremecedor rugido.
Cada circuito destapa un paisaje diferente: bosques, ríos, cascadas, desiertos de altura, áridas estepas... Algunos compensan con panorámicas soberbias como la del Mirador Cóndor, que se asoma al Lago Pehoé y el Valle del Francés. Otros, como el de la Laguna Verde, requieren algo de destreza en sus subidas por la sierra. Pero la ruta más célebre sigue siendo la W, que sólo es apta para cuerpos en forma y mentes convencidas de que el recorrido, con una extensión de 76,1 kilómetros, no les llevará menos de cuatro días. Por su exigencia, pero también por su belleza, esto sí que son palabras mayores.
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