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Esta ciudad mediterránea, a través de sus calles, desvela un pasado ligado a Centroeuropa en una fusión única de iglesias ortodoxas y canales venecianos, con un brillo cosmopolita que ha sabido perdurar en el tiempo.
Hay lugares que despuntan por boyantes. El esfuerzo acumulado de muchos siglos de historia plasmada en su arquitectura, cultura y gastronomía que han dejado una herencia única. Otras, como Trieste, no tuvieron elección. Nacida en los tiempos de Irilia y luego como provincia romana -lo que, con la escisión del imperio, pasaría a integrar el Imperio Bizantino-, fue saqueada por los lombardos. Poco después pasaría a formar parte de Francia (Reino de los Francos), luego del Patriciado de Aquilea y, bajo las amenazas de la República de Venecia, buscó protección anexionándose a Austria. Un ejemplo de una ciudad independiente entre imperios, pasando de mano en mano como el juguete favorito de varios niños en una clase de infantil. A día de hoy, no es ni italiana ni francesa ni austriaca o húngara. Es, sencillamente, la ciudad de Trieste.
Es una oportunidad para salir de la Europa a la que estamos acostumbrados, disfrutar de las playas del adriático y de la buena comida. Su arquitectura imperial deja ver la importancia que siempre ha tenido, siendo uno de los puertos más importantes de la Europa de ayer y el escenario donde se daría, tras la Segunda Guerra Mundial, un berlinés caso de ciudad “de nadie y de todos”. Veamos por qué.
Una ciudad propia, de nadie y de todos
El problema con Trieste es su mayor virtud, el ser una ciudad muy cosmopolita antes incluso de que estuviese de moda. En ella se habla el triestino, un idioma fósil de lo que fue el tergestino, hablado en la región hasta finales del siglo XVIII. Es el idioma que aprendió James Joyce, uno de los escritores más importantes de la historia, cuando estuvo viviendo en la ciudad. Decía que llegó sin blanca, con pocas esperanzas y que Trieste le acogió como a un hijo adoptivo. No era un caso especial, sino la cualidad por la que esta ciudad ha llegado a ser lo que vemos hoy en día.
Esa mezcla ha llevado a que en sus calles coexistan el Castillo de San Justo y la Bossa Vecchia sin que rechine durante una visita. Porque no se trata de un amalgama de diferentes estilos, sino la integración de estos en un mismo lugar. Incluso tras la ocupación italiana en la Primera Guerra Mundial, donde se produjo una limpieza étnica, con italización forzada de todo lo imaginable, no se pudo despojar a Trieste de su salvaje independencia.
Tampoco ha sido fácil. Los italianos despojaron a la ciudad de sus templos y durante 1943 fueron saqueados muchos negocios de judíos y eslavos, en una espiral destructiva que llegó a su punto más alto con la construcción del único campo de exterminio en tierras italianas, la Risiera di San Sabba. Con una mayoría italiana, la ciudad actual sigue presentando una mayoría de eslovenos, albaneses, chinos, griegos, croatas y alemanes.
Irregular tanto en su vecindad como en su terreno, muchos viajeros se sorprenden al encontrarse una ciudad costera con tantas cuestas que subir. Para los que no les gusta hacer esfuerzos innecesarios, merece la pena llegar a la Catedral de San Giusto. Una basílica nacida entre la unión de dos iglesias menores en el siglo XIV y que no parece gran cosa desde fuera. En ella se esconde una impresionante bóveda dorada cubriendo el altar a la que se puede acceder atendiendo a su horario de visitas.
Lo que no te puedes perder
Desde seguir los pasos de Joyce por la ciudad hasta perderte por los cafés de la ciudad -un vicio que mantienen por más de 200 años-, la ciudad se abre a sus visitantes con un sin fin de posibilidades que pueden resultar abrumadoras. Si tu plan es quedarte unos días, ya tienes que ir con la idea de que solo vas a conocer una parte de este lugar. A Trieste, como todo lo bueno, hay que dedicarle tiempo.
Por otra parte, hay una serie de lugares que son visita obligatoria y, aunque no queremos romper la magia de que los descubras por cuenta propia, sí que vamos a hacer un repaso de los más emblemáticos:
El Faro de la Victoria:
Al norte de la ciudad siguiendo la costa se encuentra un monumento que podría ser confundido con una de las maravillas del mundo, un faro de 68 metros de altura considerado uno de los más grandes jamás construidos.
Tiene su gracia que una de las razones de su construcción fuese una competición con los alemanes, que previamente habían construido una Torre de la Victoria de 62 metros. Esta competición para ver quien puede hacerlo más grande culminó en un monumento que cuenta con una de las vistas más espectaculares de toda Italia.
El Gran Canal:
Con el objetivo de ampliar la zona navegable de la ciudad y facilitar el transporte de mercancías, este impresionante canal es uno de los centros neurálgicos de Trieste. Atracados en la acera permanecen las iglesias, plazas, tiendas y cafés utilizados por los comerciantes.
En él se encuentran lugares como el Palazzio Carciotti, el Palazzo Gopcevich o las iglesias de San Spiridone y Sant'Antonio Taumaturgo. En la actualidad el canal está reformado y no es tan largo como lo fue en su momento, cuando llegaba hasta la puerta de la Iglesia de San Antonio en lo que es ahora una hermosa plaza construida sobre los restos del casco antiguo.
La Piazza Unitá d’Italia
Considerada como la plaza más importante, de su lado se abre el Golfo de Trieste, donde todos los años en el segundo domingo de octubre se celebra el evento náutico más popular del mundo, con más de 2.000 barcos y 30.000 personas en alta mar. Es la plaza más grande de Europa situada en frente del mar y en ella se encuentran varios Palazzos de los siglos XVIII y XIX.
Aquí se encuentra El Palazzo del Municipio, un edificio impresionante, pero que guarda un oscuro recuerdo: es desde donde Benitto Mussolini promulgó, por primera vez las Leyes Raciales Fascistas en Italia, en un intento inútil por destituir a la ciudad de su esencia. Un momento que en 1938 marcó el inicio del fin para el lugar tal y como lo conocemos.
Tras la Segunda Guerra Mundial, la ciudad pasaría a estar dividida en dos bloques, siendo el final meridional del Telón de Acero y dividiendo la zona entre la nueva nación italiana y la antigua Yugoslavia. Una división que solo sirvió para acentuar un hecho fehaciente: Triese, es única, irrepetible y eterna.
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