En el norte de Uruguay, el campo se extendía como un manto verde bajo el cielo gris de 1991. Era una de esas tardes donde la lluvia se convertía en la cómplice perfecta de nuestras travesuras. Mis amigos y yo, impulsados por la inocencia de la niñez, jugábamos a las escondidas entre los susurros del viento y el suave tamborileo de las gotas contra la tierra.
Yo me escondí detrás de un viejo ombú, cuyas raíces se entrelazaban con la tierra como si guardaran secretos ancestrales. Mientras me acomodaba entre sus raíces, vi a Marcos, uno de los más grandes, empujar con saña la corteza de un árbol cercano. Sus risas resonaban con una nota de crueldad que parecía fuera de lugar en aquel santuario natural.
Fue entonces cuando lo inesperado sucedió. Una ráfaga de viento sacudió los arbustos y, por un momento, creí ver ojos brillantes entre las sombras. Una sensación gélida recorrió mi columna. El Pomberito, el espíritu guardián de la naturaleza, aquel de quien los abuelos hablaban en voces susurrantes, no estaba contento.
De los charcos formados por la lluvia y de la espesura de los arbustos, surgieron figuras diminutas, siluetas escurridizas que se movían con la agilidad de un pensamiento fugaz. Eran los servidores del Pomberito, emergiendo para defender su dominio. En un abrir y cerrar de ojos, se abalanzaron sobre Marcos, quien gritó sorprendido mientras pequeñas manos le propinaban rasguños como castigo por su falta.
El juego terminó abruptamente. Marcos, pálido como la luna llena, solo sufrió rasguños leves y el pavor que le dejó aquella experiencia. Todos supimos, sin necesidad de palabras, que el Pomberito había impartido una lección severa: en las tierras donde la naturaleza reina, el respeto es ley.
Desde aquel día, las risas se tornaron más suaves cuando la lluvia nos invitaba a jugar, y cada árbol, cada charco, era tratado como un sagrado santuario, temerosos de invocar nuevamente la ira del esquivo Pomberito.
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