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Conocida como la Isla Dorada, esta otra joya del archipiélago portugués depara muchas sorpresas.
Su carta de presentación es una playa. Así, en singular. Una playa rectilínea de nueve kilómetros, cuyo fin no alcanzan los ojos. Su arena, fina y carbonatada, esconde virtudes terapéuticas, y su agua, tremendamente cristalina, es rica en yodo, calcio y magnesio, lo cual propicia un beneficioso baño mineral. Esta playa, la de Porto Santo, es la que le ha dado al lugar el nombre de Isla Dorada. Pero no es una playa cualquiera: a pesar de ser bastante desconocida (y mucho menos frecuentada) se cuela, año tras año, en los primeros puestos del ranking de las mejores playas de Europa.
Situémonos primero. Porto Santo es, por decirlo de alguna manera, la hermana pequeña de Madeira. La segunda isla habitada del archipiélago portugués que descansa en el extremo suroeste de Europa, en un pliegue del Atlántico, a 500 kilómetros de la costa africana y a 1.000 kilómetros del viejo continente. Un territorio casi siempre eclipsado por la exuberancia de su vecina y relegado comúnmente a eso: a una bonita playa salvaje en la que poder sumergirse siempre, puesto que su temperatura oscila entre los 22 y 24 grados centígrados todo el año.
Belleza árida
Pero quedarse sólo con esta imagen de Porto Santo sería una suerte de crimen. La isla esconde tantos secretos que requiere ser explorada hasta en sus más recónditas dobleces, ya sea a pie por sus larguísimas sendas o al volante de un todoterreno con el que deslizarse sin riesgo por su arrugada orografía.
Porque, a diferencia de la geografía rocosa de Madeira, a diferencia de su verdor, Porto Santo es árida y plana, desnuda y porosa. En los apenas 43 km2 de este micromundo al que se vuela desde Lisboa y Madeira o se llega por mar desde esta última a bordo de un ferry llamado Lobo Marinho, el color que domina todo es el marrón.
Y esto, pese a la idea generalizada, resulta tremendamente bello. La isla se enorgullece de tener una fuerza natural suprema y esto se deja sentir en cada pliegue del paisaje. Especialmente en los Picos que se alzan sobre el negro del basalto: Pico do Castelo, Pico do Facho (el más alto con 516 metros), y el insólito Pico de Ana Ferreira, cuyas columnas prismáticas dibujan figuras geométricas en un testimonio de vulcanología increíblemente fotogénico.
La huella de Colón
Al igual que su belleza austera, también su descubrimiento en 1418 tiene algo de insólito. Porque fue una tempestad el motivo por el que los navegantes portugueses dieron con este territorio (antes de la propia Madeira), al que llamaron Porto Santo por servirles de refugio providencial. Después, claro, fue la hermana mayor, más fértil y frondosa, la que les sirvió para llevar buenas noticias al rey.
En Porto Santo está marcada la huella de Colón, puesto que el descubridor residió durante dos años en Vila Baleira, la capital, en los cuales estudió las mareas que impulsarían el viaje al Nuevo Mundo. Un hecho que hoy nos recuerda su Casa Museo y también el Festival de Colón, que se celebra en septiembre: una ocasión para rememorar, a través de representaciones teatrales, conciertos, desfiles y exposiciones, aquella época de conquistas en ultramar.
Acantilados, paleodunas y maravillas geológicas recorren este territorio insólito, históricamente saqueado por piratas y corsarios que aprovechaban su vulnerabilidad geográfica. Cuenta la historia que, en 1617, tuvo lugar una masacre: quedaron sólo 18 mujeres y 7 hombres en la isla.
Hoy, su esencia, es fruto de este aislamiento bendecido por la naturaleza. Y de ahí esa cautivación que destila y que se hace visible desde los miradores (el De las Flores, el de Portela…) donde las vistas se alcanzan siempre con el océano en el horizonte.
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